Se estaba despidiendo, como hacen las personas que abandonan un lugar en el que han vivido mucho tiempo.
El cuarto estaba vacío, ya no había allí ningún objeto, ni siquiera un pedacito de carbón para el horno. No había nada de aquello que llenaba la vida de un ser humano.
El pensó que una persona en una habitación vacía era una visión extraña, llena de melancolía.
Extrajo el puñal y se aproximó a ella con pasos suaves. Aquella sería la última buena oportunidad que tendría para matarla, pues después Carlotta da Rímini iría a vivir al Teatro. Evidentemente también podría asesinarla allí, pero no sin atraer todas las sospechas hacia él.
Cuando ya se encontraba tras Carlotta, sin que quedara nadie de por medio, oteó por encima del hombro de ella, siguiendo su mirada. Había poco movimiento en la piazza del Popolo. Era domingo, y en la plaza de San Pedro había comenzado ya la misa papal por el día festivo.
Una anciana arrastraba los pies por la
piazza
, un borracho se agarraba a una columna. Pájaros cubiertos de un resplandor verdosos bailaban por los cielos.
Se había imaginado a Carlotta yaciendo sobre el suelo de aquella habitación, con una cálida lluvia primaveral entrando por la ventana. Aquella imagen le había gustado. Pero ahora que, sobre Roma y la piazza del Popolo el sol acariciaba la calma del domingo, se le ocurrió una idea diferente.
Guardó el puñal.
En ese momento, Carlotta se dio la vuelta. Quizá había sentido su aliento sobre el pelo, quizá le había llegado el suave aroma de la madera de sándalo con la que le gustaba frotarse las manos.
—Milo, me has asustado —exclamó ella, agarrándose el pecho a la altura del corazón—. Pensé... pensé que serías alguien que viniera a hacerme mal. Me alegro de verte. ¿Te ha enviado tu madre para que me acompañes a casa?
Él le sonrió. Entonces, le dio un empujón. Ella cayó de espaldas sobre la barandilla de la ventana y se precipitó al vacío. No tuvo tiempo de gritar.
Nadie se dio cuenta de su muerte.
La anciana siguió cruzando la plaza, el borracho dormía, los pájaros bailaban.
El Agnus Dei
sonó, se alzó y se precipitó en innumerables repeticiones. El coro y los clarines provocaban escalofrío tras escalofrío en las espaldas de los creyentes, mientras el papa Julio III bendecía la hostia.
Agnus Dei, quit tollis pecata mundi
:
miserere nobis
. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
La hostia se convirtió en el cuerpo de Cristo. Julio la alzó hacia el cielo, frente al sol, que en aquella hora tardía de la mañana resplandecía en mitad del cielo.
Sandro estaba rodeado de altos dignatarios, de cardenales y abades, de importantes representantes de la ciudad de Roma, de embajadores de España, Francia, Escocia, Nápoles, Florencia, Venecia y del Imperio, y de los arquitectos de la catedral, de entre los cuales el más célebre era Miguel Ángel Buonarroti. Todos y cada uno de ellos eran mil veces más conocidos, o dotados, o poderosos, o ricos, o nobles por nacimiento que Sandro.
Pero, ¿qué pasaba ahora?
Julio se encaminó hacia Sandro y le ofreció la primera hostia... Increíble. La primera hostia del servicio religioso, recibida de manos del Papa, era la distinción informal más elevada que se podía recibir, como si un monarca le nombrara caballero. ¡Y todo ello frente a los ojos del pueblo romano y de los dignatarios del mundo entero!
Julio miró a Sandro y asintió imperceptiblemente, como si le hiciera una ligera reverencia.
—El cuerpo de Cristo.
Sandro contuvo el aliento brevemente, después abrió la boca y tomó la hostia.
Al fin y al cabo, pensó, al final parecía que todo había acabado bien. Se había reconciliado con Antonia, y había establecido una base sobre la que construir una relación. Había salvado a Forli, había resuelto un asesinato, había sido el causante de la fundación de una casa de acogida, había favorecido al hospital de los jesuitas y le había parado los pies a Massa. Incluso había ascendido sin traicionar sus ideales. ¿No podía permitirse siquiera una pequeña alegría?
Sí que podía.
El coro lanzó un último canto eufórico.
Dona nobis pacem
. Danos la paz.
«Amén».
La mañana del entierro de Carlotta despertó fría y sin compasión. En medio de una hermosa primavera, el clima había cambiado radicalmente. La lluvia era fina y caía como un velo sobre la ropa, y el viento golpeaba una y otra vez con una ligera ráfaga el rostro de Antonia, que entonces cerraba los ojos y esperaba a que pasara. En ocasiones, los cerraba durante un rato algo más largo y olvidaba todo, se olvidaba de Sandro y de Milo, que esperaban a cierta distancia.
El servicio religioso había acabado hacía tiempo, la Signora A y las demás mujeres del Teatro ya se habían marchado, y llegaban ahora otras que no había visto nunca. Casi todas eran jóvenes hermosas, que no mostraban tanta pena en el rostro, como miedo a encontrar algún día igual destino. Caminaban despacio y rodeaban en silencio la tumba, la observaban un rato y después se marchaban de la iglesia, una procesión funeraria de cortesanas, una marcha que tenía mucho de plegaria. Una de las mujeres, apenas una chiquilla, tocaba al laúd una y otra vez la misma canción: «¿Qué podemos hacer nosotras, pobres mujeres?». Todas las demás asistentes coreaban la melodía en voz baja. Había voces jóvenes, voces tristes, voces roncas y marchitas, pero todas conocían aquella canción, que hasta entonces Antonia no había escuchado nunca. Había más personas observando la actuación, la mayoría mujeres recatadas con rostros serios, y cuatro o cinco hombres que bromeaban disimuladamente.
Cuando aquellos también se fueron, Antonia se presentó de nuevo ante el agujero en el que, envuelta en un sudario de lino, yacía aquella mujer que había llegado a su vida hacía apenas unos meses, pero que se había hecho imprescindible y entonces volvía a desaparecer como un sueño, como un fantasma. Lo que le quedaba eran retazos de recuerdos, pequeños y luminosos fragmentos de las horas pasadas juntas. Algunas de aquellas joyas eran sus frases: «Por supuesto que eres una mujer inmoral. Yo no te querría si fueras moral», o «Cariño, solo tú serías capaz de encontrarle connotaciones eróticas a un montón de pedacitos de vidrio. ¿Tenían forma fálica, o qué?». Con ella, Antonia, que hasta entonces solo había sido capaz de expresarse a través del amor y de sus vidrieras, había hablado como con ningún otro ser humano. Carlotta estaba también en sus abrazos de hermana mayor, en los paseos otoñales al aire libre, en las palabras que nadie más que ella se atrevía a decir, en el cálido aroma a polvos de talco, en el amor, en la mirada melancólica, en su maternal...
Antonia sintió como si la estrangularan. Ya había visto durante ese año a demasiada gente cercana dejar este mundo como para no odiarlo, como para no temer profundamente a aquel suelo sobre el que se sostenía y en el que se hundían y desaparecían sus seres queridos.
Milo y Sandro se acercaron a ella para llevársela, pero no quiso. Creía que, mientras permaneciera junto a la tumba, Carlotta no se habría ido.
—No lo entiendo decía—. ¿Por qué lo ha hecho? A todos nos gusta vivir Todos tenemos algo que nos interesa, todos poseemos algo... Hay quien tiene tierras, casas, familias, amigos, alimentos, o un baño. Todo el mundo se esfuerza por seguir aquí hasta su último suspiro. Siempre es así, da igual si se trata de un granjero o de un emperador. Hasta los mirlos luchan por su vida. Está claro que es una batalla que terminamos por perder, pero lo que importa en realidad es la dignidad con que lo hacemos. ¿Qué hay de honroso en una muerte que no tiene ningún sentido? ¿Por qué se mató Carlotta? Yo... No lo entiendo.
Milo la abrazó.
—Había destruido todo lo que poseía —dijo—. Supongo que estaría perdida. No es que estuviera loca, al menos no es lo que pretendo decir. No, simplemente, sin esperanzas. No le gustaba su futuro.
Ella le miró. Se expresaba como si la hubiera conocido de verdad. Milo tenía algo de inteligente, de creíble en él.
—Yo no lo veo así —replicó Sandro—. No creo que fuera un suicidio.
Ella se volvió hacia Sandro.
—¿Qué quieres decir?
—La asesinaron. Unos días antes de su muerte, me contó que alguien había entrado en su casa, y que habían estado haciendo averiguaciones sobre ella por todas partes.
—¿Quién?
—Habrá que descubrirlo. Simplemente soy incapaz de creer que no haya ningún tipo de relación entre el allanamiento de su casa y su muerte.
—Si es así —exclamó Milo—. Contad conmigo. Os ayudaré, reverendo padre —tomó un puñado de tierra y lo arrojó sobre la tumba—. ¿Vienes? —le preguntó, entonces, a Antonia.
—Marchaos, yo voy en seguida.
Miró a los dos hombres, las dos únicas personas que le quedaban. Solo de pensar en perder a alguno de los dos, el pánico le atenazaba el corazón y la razón. Aquello era, de hecho, mucho peor que la muerte.
La lluvia arreció. Antonia se volvió hacia Carlotta por última vez.
—Yo... Llevo puesto el vestido que me regalaste. A ti te está mejor que a mí. En realidad yo quería devolvértelo, pero ahora, lógicamente, me lo quedaré y lo conservaré... hasta el final —luchaba consigo misma, buscaba un último pensamiento—. No hemos hablado lo suficiente, ni aprovechado el tiempo todo lo que deberíamos... Me pregunto, ¿qué habría sido lo último que me habrías dicho, si hubieras podido? ¿Me habrías dado un consejo? ¿Una última palabra cariñosa? ¿Una explicación de por qué...? ¿Es que echabas de menos a Hieronymus? ¿O es que Sandro tiene razón?
Cayó de rodillas sobre la tierra enlodada y marrón, y lloró.
—Quiero... quiero recuperarte, Carlotta. Alguna nada se te ha comido y yo... Nadie ha podido oír tus últimas palabras, no había nadie allí. Estabas sola, cuando... Es lo peor que me podías hacer. Estabas sola. Si hubiera podido cogerte en mis brazos una última vez, y escuchar un par de palabras al menos habría tenido algo, me habría quedado algo, aparte de un vestido, y yo no me sentiría como si te hubiera dejado en la estacada. Te quiero, Carlotta. Por favor... Perdóname lo que... si yo...
Su voz se hundió, ella miró al cielo y esperó a que algo ocurriera. Pero solo había lluvia. Millones de gotas que caían en la noche gris, golpeaban la tierra, se hundían en ella.
Su eterno susurro llenaba el mundo.
La bolsa de monedas le cayó en la mano.
—Como de costumbre, estamos satisfechos contigo y con el desarrollo de la misión —dijo Massa.
—Gracias.
—Nos ha sorprendido un poco tu presencia ayer en la reunión del hermano Carissimi.
—No pude evitarlo. Mi madre y yo dimos algunas pistas necesarias en la resolución del caso. Quizá nos encontráramos entre los sospechosos de Carissimi. ¿Es todo por hoy? Tengo una mujer de luto en casa a la que debo consolar.
Aquel dato parecía sorprender a Massa.
—Antonia Bender, ¿verdad? Una amiga de Carlotta... y también tuya. ¿No te crea ningún conflicto de intereses?
—No.
—Así que, ¿no la quieres?
—No sabía que eso os concerniera, pero sí... La quiero.
—Le limpias de la cara las mismas lágrimas que tú has causado. Eres un hombre de lo más notable.
—Soy un asesino, Massa. Y vos sois mi cliente. Y detrás de vos hay un cliente mucho más importante. Así es el mundo.
Un montón de clientes y millones de víctimas. ¿Acaso no funciona todo así: las naciones, las religiones?
—Tu melancolía me aburre cada vez más. Hablemos de negocios. Esta vez es de otro tipo.
—¿No es un asesinato?
—Sí, lo es. Pero sin cliente.
—Queréis decir...
—Solo tú y yo... y la víctima. Un asesinato privado —Massa se rio de su propia expresión—. Pero debe parecer un accidente o una enfermedad mortal. O un suicidio, como el de Carlotta da Rímini. Lo que se te ocurra. Cien ducados, como de costumbre. La mitad de inmediato.
—No, trescientos ducados.
—¿Es que te has vuelto loco?
—En un encargo así, trabajaré sin ningún apoyo de arriba.
—Yo estoy arriba.
—Estáis en la segunda fila. Trescientos ducados.
—No tengo tanto dinero.
Milo sonrió, irónico.
—Lo sé, puesto que no os habéis podido permitir regresar al Teatro.
—Así nos conocimos. Sin mí serías dos mil ducados más pobre.
—Y no habría cometido veinte asesinatos.
—El Papa le ha otorgado a Antonia Bender un trabajo como pintora de vidrieras, ¿lo sabías?
—Sí, pero, ¿qué tiene esto que ver con nuestra conversación?
—Mucho. Ese trabajo se lo dieron por petición de Sandro Carissimi, el nuevo secretario de su Santidad. Eso significa que Carissimi y tu amante se entienden de maravilla.
—Sigo sin entender qué...
—El hombre al que debes matar es Sandro Carissimi. Ya ves que estamos confabulados de forma natural, puesto que, si yo fuera tú, tendría un gran interés en su muerte.
Milo guardó silencio durante cinco o seis segundos. Después dijo:
—Cien ducados, como de costumbre. Dos bolsas llenas de monedas cayeron sobre las manos de Milo.
—Buenas noches —dijo Massa.