La cortesana de Roma (43 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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—Oh, en realidad sí que estuvo allí, muchas veces, de hecho. A vuestro padre se le ocurrió recibirla en la oficina, porque muchos de sus empleados trabajaban de noche y nadie debía creer que se estaba viendo con una prostituta. Se encontraba con Maddalena muy tarde, cuando vuestra madre ya estaba dormida.

—Al menos —continuó Sandro— descubrí por Bianca que Maddalena había estado en casa de su prometido. El siguiente nombre de la lista era Ranuccio Farnese, quien pretendería una promoción para su hermano pequeño, Sebastiano, de manos del futuro papa Vincenzo Quirini, con lo que lograría grandes beneficios para su olvidada y empobrecida rama de la familia.

Quirini se acomodó en el sillón.

—Maddalena había estado dirigiendo las negociaciones con Ranuccio durante las últimas semanas, y la tarde de su muerte, tras el ocaso, había recogido el dinero y había vuelto a la villa. Guardó la pequeña fortuna en el escondite secreto y estaba previsto que vos accedierais a la casa por la noche y tomarais el dinero.

Quirini volvió a aplaudir.

—Impresionante. Realmente impresionante, querido Carissimi.

—Lo que aún no he logrado resolver es el significado del collar de piedras preciosas.

Quirini se encogió de hombros.

—En eso no puedo ayudaros. Maddalena había mandado hacerlo hace algún tiempo, no sé más. Quizá era solo una pequeña excentricidad, pues Augusta era el nombre que le había hecho rica. A lo largo de todo ese tiempo, había ido ganando cada vez más «clientes», y había obtenido un salario por ello. Al final se había hecho con aproximadamente unos ocho mil o diez mil ducados, y según nuestro acuerdo, en caso de éxito, es decir, de que yo fuera nombrado pontífice, ella recibiría diez mil ducados más. Con ese capital podría hacer realidad todos sus deseos.

La mirada de Quirini cambió, como si de repente hubiera adoptado un papel diferente.

—Parecer ser —dijo— que, por una vez, Julio cuenta con un hombre capaz dentro de su entorno. Podría necesitar a alguien como vos. Si vos os unierais a mi facción que, aunque dañada, aún no ha muerto del todo, os aguardarían cuantiosos beneficios. Pensadlo: si nadie supiera de vuestros descubrimientos, yo podría disponer de una suma considerable que, en caso de...

Forli se implicó directamente por primera vez en todo el interrogatorio.

—Esa es una cuestión implanteable —gritó.

Quirini le dirigió una mirada desdeñosa.

—Incluso vos, capitán, a pesar de vuestro inaudito comportamiento, podríais contar con mis favores, puesto que al parecer el hermano Carissimi siente algún tipo de debilidad por vos.

—Oh, qué amable por vuestra parte, eminencia —vociferó Forli, entonando «eminencia» de forma particularmente sardónica—, pero a la vista de que ni el hermano Carissimi ni yo le otorgamos valor a la oferta de un oficinista malicioso y megalómano, no se ha demostrado de ninguna manera que no hayáis tomado parte en la muerte de Maddalena Nera. Al fin y al cabo, ella os estaba esperando, y resulta evidente que dejó entrar voluntariamente en su casa al asesino.

—¡Qué sorpresa! —replicó Quirini—. Y decidme, capitán, ¿para qué iba yo a matar a Maddalena? Lo único que he obtenido con su fallecimiento han sido dolores de cabeza, pero desde luego ningún provecho. Solo he logrado ahorrarme la comisión de quinientos ducados, y por esos quinientos ducados tendría que haber sacrificado al eslabón más fuerte de la cadena y arriesgarme a una investigación papal que desvele mi desfalco de los fondos de la Cámara: ¡aunque en realidad he sido yo quien lo ha revelado! No estáis en vuestros cabales.

Forli se preparaba ya para contraatacar de forma contundente, cuando Sandro interrumpió la disputa antes de que empezara realmente.

—Creo que me doy por satisfecho por hoy, eminencia —señaló con firmeza—. Os agradezco que hayáis venido. ¿Seríais tan amable de acompañar a
donna
Francesca a su casa?

—Seré yo quien haga eso —bufó Forli.

—No, Forli, os necesito en otro lugar. Informad a Antonia y Carlotta de que en una hora nos reuniremos todos en mi despacho del Vaticano.

Forli iba a insistir en acompañar a Francesca, pero Sandro se le adelantó.

—Por favor, Forli. Os lo pido por favor.

El capitán gruñó.

—Como queráis. Iré a despedirme de
donna
Francesca —dudó un instante y dijo—. Carissimi, ella... Ella... ¿No habrá fingido su afecto por mí para... para que la trajera aquí?

Sandro le dirigió una mirada consoladora.

—Con toda probabilidad, Ranuccio puso al corriente de este tema a su hermana esta misma mañana, Forli. Todo lo que ocurrió antes que eso, fue real.

—Eso puedo confirmarlo —añadió Quirini—. Durante días, Ranuccio esperó poder hacerse con la custodia de la villa. Tras la muerte de Sebastiano, se dio cuenta de que permanecería clausurada por tiempo indefinido, y entonces oyó rumores de que la villa pronto se convertiría en una casa de acogida, por lo que adoptó como último triunfo incluir a su hermana en esta pequeña conspiración. Me da mucha lástima. Ha sufrido mucho, y merece encontrar a alguien como vos, capitán, que sea bueno con ella.

Aquellas palabras reconciliaron a Quirini y Forli. Este último se dirigió con pasos sólidos hacia la terraza, intercambió un par de palabras con Francesca, tras las cuales ella se levantó y le cogió de las manos. Estaban muy próximos, y tan solo las buenas maneras impidieron que ella se lanzara al cuello de él. Y viceversa.

Sandro siguió la escena desde el dormitorio con una sonrisa en el rostro.

—No debería alegrarse demasiado anticipadamente —la voz de Quirini rompió la atmósfera como un cubo de agua fría—. No entiende que solo podrá conseguir a
donna
Francesca si cuenta con algo con lo que presionar a Ranuccio. Ese muchacho se está volviendo cada vez más frío y calculador. Los sentimientos le importan un rábano.

Sandro secundó esa descripción de su futuro cuñado.

—Su repentina preocupación por Francesca y su idea de que Forli debía ayudarle a animarse me resultaron sumamente sospechosas. Cuando comprendí que los cinco mil ducados del escondrijo en realidad eran los cinco mil «denarios» de los que Ranuccio me había hablado, no tardé en concluir que él querría recuperar ese dinero, incluso al precio de utilizar los sentimientos de Forli y su hermana. Ranuccio desconoce cualquier forma de sentimiento humano.

—Ella terminará por convertirse también en una desconocida para él. Si Forli tuviera algo que utilizar en contra de Ranuccio... Por ejemplo, los cinco mil ducados. Si se los entregarais a Ranuccio y guardarais silencio en torno a vuestros descubrimientos... El que Ranuccio diera su aprobación al matrimonio de su hermana con Forli sería la forma más sencilla de mostrar su agradecimiento. Por supuesto también podríais contar con el mío.

Sandro reflexionó sobre la situación. ¿De qué serviría descubrirle al Papa el plan de Quirini? Las actividades del cardenal no le supondrían molestia alguna a Julio, pues estaban orientadas a un futuro posterior a la muerte de este. Los únicos a los que perjudicaría serían a Massa y su equipo de conjuradores, gente con la que Sandro no mantenía una relación demasiado cordial. Massa había organizado numerosas intrigas, había falsificado y divulgado pruebas y había asestado un duro golpe a Quirini. ¿No sería una cierta forma de justicia que Sandro dejara en libertad a su principal adversario? ¿Y cuáles serían las consecuencias de que expusiera toda la verdad? Quirini se vería obligado a devolver los ducados y a abandonar su puesto en la Cámara Apostólica, pero seguiría siendo cardenal... Y se convertiría en el enemigo número dos de Sandro. Además, Forli y
donna
Francesca no podrían casarse. Todo parecía hablar en favor de la propuesta de Quirini, con la excepción de un hecho muy simple: de aceptarla, Sandro tomaría partido por primera vez, abandonaría su neutralidad en el Vaticano. Si no mentía, tendría al menos que ocultar la verdad, y eso significaría favorecer a la facción del cardenal, aunque no quisiera hacerlo.

Le resultaba imposible tomar una decisión inmediata.

—Posterguemos esta conversación, eminencia. Ahora mismo debo concentrarme en otras cuestiones, puesto que he desenmascarado una conjura, pero no he encontrado un asesino. Me gustaría ponerme de nuevo manos a la obra lo más rápidamente posible.

Quirini se dio la vuelta y dirigió sus pasos hacia la terraza, atravesando el dormitorio. Justo antes de salir, Sandro le llamó.

—Una última pregunta, eminencia. Sebastiano... ¿Qué puesto habría obtenido con doce mil ducados?

—¿Cómo que doce mil? Ranuccio solo pagó cinco mil.

—Pero mi padre... El pagó siete mil. Eso hace un total de doce mil. Ese dinero estaba destinado a proporcionarle una carrera a Sebastiano. Quiero decir, que no solo Ranuccio, sino que también para Bianca y Alfonso habría resultado muy provechoso que Sebastiano Farnese fuera obispo.

Quirini sonrió.

—¿Creéis que vuestro padre esperaba recibir por las molestias, por conseguirle un obispado a Sebastiano, concesiones, monopolios y demás? No, eso es más propio de Ranuccio, que quería convertir a Sebastiano en el obispo de Sorrento. El obispado de la zona tiene en posesión numerosas plantaciones de cítricos, y Ranuccio quería obtener la concesión de su explotación, algo que le habría reportado amplios beneficios económicos.

—¿Y qué hay de mi padre? ¿Cómo le habría favorecido Sebastiano?

—De ninguna de las maneras, Carissimi. Vuestro padre pagó por vos.

Sandro palideció.

—¿Por mí? Pero él nunca me... El nunca habría podido... —tragó saliva al tiempo que se levantaba—. Como jesuita no se me permite aceptar ningún puesto en la Iglesia —dijo, con seguridad.

—Y él lo sabe. Quiere que recibáis un cargo no oficial: Asesor de la Santa Sede. Así podríais tener una gran influencia en el Vaticano. No creo que él obtuviera un gran provecho económico con eso.

Sandro apenas se atrevió a preguntar.

—Entonces, ¿qué motivo tendría él para hacer tal cosa?

—Puesto que no quería que supierais nada de mis negocios con él, si queréis saber mi opinión, todo apunta a que lo hizo solo por vos.

33

Un asesino a la luz del día era como un carámbano de hielo en junio: estaba fuera de contexto. El entorno natural del gremio de matarifes era la noche, la ausencia de luz. Sin embargo, había circunstancias que obligaban a reaccionar con rapidez.

Entró en la vivienda de la piazza del Popolo con gran naturalidad, y exactamente de la misma manera ascendió por la escalera oscura y sin ventanas. Cuando alguien va a cometer un asesinato a la luz del día, debe comportarse como una persona normal. El sigilo y las miradas precavidas pertenecían al proceder nocturno, que en ese momento no habría hecho más que levantar sospechas. A nadie le llamaba la atención que un hombre entrara en una casa si actuaba como si lo hiciera todos los días.

En la escalera, entre el segundo y tercer escalón, había un gato sentado que al principio le miró con recelo, pero después de que le ofreciera la mano para que la olfateara, se amistó con él con rapidez. Ronroneó con docilidad y él se lo pagó con algunas caricias en su lomo color miel.

El animal le acompañó hasta el último piso, frente a la puerta de Carlotta. Pasó la palma de la mano una última vez sobre el cuerpo del felino, le sonrió, extrajo su puñal y llamó a la puerta.

Un viento enérgico sopló por la escalera.

En la tarde de Carlotta se respiraba una atmósfera de despedida. Dejaba su vivienda en la piazza del Popolo, de la forma más literal: la dejaba, la abandonaba, se separaba absolutamente de ella, cortaba de raíz. Se deshacía de su pasado. Todo lo que representaba algo en su vida, lo había reunido en un montón en medio de la habitación. Había una cuerda con la que solía saltar de niña, y un retrato bastante torpe de ella y una amiga suya que había dibujado muchos años atrás. Había un papel en el que estaba escrita una única palabra. En una ocasión, había pensado con sus amiguitos de la infancia qué sería cada uno si hubieran nacido como animales, y en su caso habían coincidido en que habría sido un elfo, si es que los elfos pueden incluirse en el reino animal. «Elfo» era, precisamente, lo que figuraba en el papel. Estaba justo junto a un medallón que Pietro, su marido, le había regalado tras el nacimiento de Laura. Un peine de hueso que le había hecho a su hija por su séptimo santo. Una vidriera del tamaño de una mano, realizada por Hieronymus, en la que aparecían los dos juntos. Cartas, notas, documentos. Un libro de rezos de su madre. Niñez, juventud, matrimonio, maternidad, viudedad, pobreza... Todo yacía amontonado, igual que recuerdos diversos reunidos en la memoria, cuando en realidad estaban separados por décadas. La única diferencia era que Carlotta podía hacer con aquel montón lo que no podía hacer con los recuerdos: deshacerse de ellos. Le hubiera gustado poder alejarse de todo lo que mantenía vivo su pasado, especialmente los que más pesaban en su corazón, de tal modo que solo quedara de aquellos días pretéritos un esqueleto, un fantasma que ululara por su cabeza.

Un fuerte golpe hizo retumbar la puerta. Carlotta se sobresaltó y miró fijamente la puerta hasta que, tras algunos segundos interminables, se dio cuenta de que solo había sido el viento que azuzaba la decrépita madera.

Desde el día anterior, cualquier nimiedad le ponía en estado de alerta. Reunió todos los objetos en una pila estrecha y esperó. Esperó algo como la disculpa de una persona que la había empujado deliberadamente en la calle, como el exabrupto de un cochero de cuyo carro había huido, como el amainar del viento que hacía callar a la puerta, esperaba la absolución. O todo lo contrario.

Abrió el cajón superior de la mesilla de noche, donde guardaba el rosario de Laura y la última carta que ésta le había escrito, como dos reliquias que le ataran a su catástrofe favorita.

Su catástrofe favorita. Asintió, pensando que eso era exactamente lo que era. El rosario y la carta eran reliquias de su desaparecida hija, y un símbolo de todo lo que su muerte había conllevado, incluyendo el delito de Carlotta y su venganza. Le recordaban, al mismo tiempo, lo mejor y lo peor de su vida, y dependía de ambos con devoción, igual que Sandro con el vino, o Antonia con la lujuria.

Arrojó la carta y el rosario a la hoguera del pasado, pues quería entrar desnuda y limpia en su nueva vida, sin dejar un solo objeto de los días pretéritos.

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