La cortesana de Roma (40 page)

Read La cortesana de Roma Online

Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
8.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Massa reposó las manos sobre la gruesa panza y se sumergió brevemente en sus pensamientos.

—Forli, Forli... —dijo, y soltó a continuación una carcajada—. ¡Ah! Os referís a aquel lamentable capitán que se dedica a acusar a cardenales inocentes. Bueno, ¿qué les ocurre a los perros que muerden a quien no deben? Se los sacrifica o se les echa a la calle. El deber cristiano descarta la primera opción, no somos inhumanos. Solo queda, pues, el despido. Probablemente, no obstante, sea misericordioso y le permita conservar el puesto a cambio de futuros favores.

—No conocéis a Forli. Lo rechazará ahora que sabe quién y qué sois, Massa.

—Eso sería bastante estúpido por su parte. No tiene a nadie que pueda protegerle.

—Os olvidáis de mi —respondió Sandro—. Si es necesario, intercederé ante el Papa en su favor.

—Oh, qué interesante. Así pues sí que queréis convertiros en un insoportable lameculos que trata de sacar provecho, igual que yo. Bienvenido al Vaticano, hermano Carissimi.

La competición se había saldado en favor de Massa, y eso era algo que Sandro debía admitir, pues durante un momento no tuvo palabras. Se volvió hacia su caballo, pero no estaba satisfecho, y marcharse al galope le parecía una forma de darse por vencido. Así pues, giró de nuevo hacia el carruaje, donde Massa le esperaba, aún con la sonrisa en los labios.

—Debo disculparme —dijo Sandro, con el tono más servil que era capaz de adoptar—. Hermano Massa, me he equivocado al juzgaros.

Massa asintió tan sorprendido como altivo.

—Vaya, ¿finalmente habéis entrado en razón?

Sandro adoptó la posición de un pecador arrepentido.

—Así es. He sido terriblemente injusto con vos, os he dicho cosas espantosas, como que no erais capaz de sentir afecto, aun sabiendo, para mi sorpresa, que habíais experimentado profundos sentimientos por Maddalena.

Entonces fue el rictus de Massa el que se congeló.

Sandro se inclinó sobre la cubierta del carruaje y miró fijamente al chambelán. Su voz era fría y tensa.

—La amasteis, Massa, no solo físicamente. A vuestros ojos, ella no era una cortesana, al menos no mientras estuvo a vuestro lado. Era una mujer sin la que no sabíais vivir, ni pensar. Le habríais dado todo lo que teníais. Pero entonces apareció Quirini, y después de Quirini vino Julio. Debió ser espantoso para vos presenciar cómo iba saltando de hombre en hombre, o lo que es peor, cómo disfrutaba y lograba seguir ascendiendo. Durante un tiempo os las apañasteis para seguir a Maddalena, sí, la visitabais en la casa que Quirini le preparó. Pero entonces ella ya no quería saber más de vos, y quién sabe con qué franqueza sin escrúpulos os lo hizo saber. Esa falta de gratitud os perforó como un clavo ardiendo. Hasta cierto punto, le habíais descubierto que sin vos, Quirini nunca se habría fijado en ella, pero fue un hallazgo que no pudisteis saborear durante mucho tiempo pues, al igual que el Nuevo Mundo, no tardó en escapárseos de las manos. Cuando se convirtió en amante del Papa, se volvió finalmente del todo inalcanzable para vos, y para colmo, como chambelán de Julio, tuvisteis que soportar la humillación de entregarle sus honorarios y concertar sus citas. ¿Creéis que disfrutó con aquella farsa? ¿Se rio de vos? ¿Pagasteis a Maddalena para que no le contara a Julio lo que ella de verdad significaba para vos? Probablemente Julio habría preferido nombrar a otro ayudante, a alguien que no estuviera enamorado de Maddalena. ¿Se terminó convirtiendo ella en una especie de espada de Damocles para vos, o era más bien una torturadora? ¿El miedo y el rencor se combinaron para formar un desagradable brebaje que en cualquier momento podíais tragar? Bueno, hermano Massa, a día de hoy debe suponeros un gran alivio que Maddalena ya esté muerta y enterrada en esa cripta.

Massa parecía congelado en su carruaje apostólico y no decía una sola palabra.

—En lo que a Sebastiano Farnese se refiere... —continuó Sandro—. Sabía algo que no solo os relacionaba claramente con la muerte de Maddalena, también el hecho de que salisteis del Vaticano por la puerta que él guardaba poco antes de que se produjera el asesinato. No se dejó amedrentar por vuestras amenazas, acudió a mí... y ahora está muerto.

—Tened cuidado, Carissimi.

—Lo tendré. Podéis estar seguro.

Sandro se montó en el caballo. Sabía que, tras esto, Massa haría todo lo posible por hundirle, y había pocas probabilidades de que lograra contrarrestar sus ataques. En caso de que decidiera no congraciarse de nuevo con Massa, lo que quedaba fuera de cuestión, y tampoco establecer ningún otro tipo de alianza, que no supondría una solución mucho mejor, entonces solo le restaba la honrosa aunque estúpida opción de quedarse desamparado.

O el patronazgo del Papa.

Cabalgaba como un poseso. Los cascos del caballo resonaban como truenos sobre la alfombra de hierba y tierra, y el aliento del animal se volvió pesado, un jadeo lamentable que se mezclaba con su propio jadeo lamentable. Sin embargo, Sandro no tenía suficiente. Espoleaba al corcel en el flanco con cada vez más frecuencia, se iba encendiendo con cada vez más intensidad, como un cazador, como una presa. Sus sentidos se agudizaron: olía al animal, sentía la tierra que le salpicaba las piernas, se percataba de las cornejas al vuelo, veía en la distancia los muros de Roma sobresalir de entre el polvo. Sus pensamientos, no obstante, estaban centrados en su interior.

La vieja yegua iba armando un espantoso alboroto, pero él siguió espoleándola. Sentía un odio inmenso por las cornejas que lograban salvarse a duras penas, por los iracundos campesinos cuyas tierras pisoteaban los cascos del caballo, por Massa, por la yegua, por Milo, por Antonia... Por sí mismo. Ninguno le ofrecía ningún motivo para el afecto o la compasión.

Algo oscuro, quizá la locura, se estaba cebando con él, y él le había abierto todas las puertas y le permitía entrar, le permitía hacer su trabajo.

La yegua disminuyó su ritmo, se detuvo, y nada de lo que Sandro hizo logró ponerla de nuevo en movimiento. Le gritó, le golpeó. Ella cayó al suelo, resbaló hacia un lado y Sandro apenas tuvo un segundo para retirar la pierna antes que el cuerpo del animal se la sepultara.

Se inclinó sobre ella. De su hocico surgía una densa espuma. Sus resuellos resultaban tan lastimeros como su inmovilidad.

Sandro permaneció sobre la cabeza del animal y observó su pellejo blancuzco y sucio; después se levantó, anduvo un par de pasos aquí y allí, miró al pobre caballo, al horizonte, volvió a girar. Su respiración se entremezclaba con suspiros esporádicos. Corrió en círculos, se detuvo, se llevó las manos a las caderas.

Gritó. Estaba en tierra de nadie y gritó. Entonces, cayó sobre el suelo como si fuera a atacarlo y lo golpeó una y otra vez. En vano, pues no había nada sobre aquella tierra grumosa. Golpeó el polvo, aplastó con el puño todo lo que se encontraba bajo él, hasta que cayó rendido de puro agotamiento sobre la misma tierra que había maltratado.

Lo que había visto el día anterior le había afectado, pero él sabía que Antonia no era del tipo de personas que se desaniman fácilmente, y que le había estado esperando durante mucho tiempo. Todo lo que él había perdido en los últimos años no había sido nada por lo que hubiera luchado o trabajado. El amor de una madre, las mujeres, la vida despreocupada, a sus hermanos: todo le había venido regalado. Como no había aprendido a ganarse nada, no había aprendido a conservarlo. A la primera dificultad, había tirado la toalla y emprendido la huida.

Había estado a punto de rendirse de nuevo, la rabia que sentía desde el día anterior supuestamente estaba dirigida solo contra Milo y Antonia. Sin embargo, en realidad, la ira iba solo en contra de su propia cobardía.

¡Maldita sea! Iba a cambiar. Le había hecho frente a Massa, se había impuesto a Forli, le había parado los pies a su padre y había soportado el chantaje emocional de su madre. La más alta autoridad de la Iglesia confiaba en él. Sin embargo, nada de eso tenía ningún valor si rechazaba el mayor y más personal desafío al que se enfrenta ningún ser humano: la lucha por el amor. Quien huía de esa lucha, rendía una parte de sí mismo, la más significativa e importante.

Y él no estaba dispuesto a rendirse de nuevo.

Hizo acopio de fuerzas y avanzó a cuatro patas hasta la yegua, se inclinó sobre ella, le acarició la melena y le susurró en el oído. Ella expulsó un fuerte aliento por los ollares y levantó la cabeza.

—Después de cómo te he tratado, debería ser yo quien te llevara hasta casa a hombros, pero me temo que no podrás divertirte tanto.

Sonrió al animal y le propinó unas palmadas amistosas. El caballo se levantó.

El resto del camino fueron caminando el uno junto al otro.

Sandro acudió al entierro de Sebastiano Farnese, al igual que al de Maddalena, como un acto burocrático, sin sentimiento ni participación directa. Ranuccio Farnese le había proporcionado a su hermano pequeño una tumba barata en el Campo Verano, apenas un lecho individual sin ningún tipo de adorno. Lo que Ranuccio lucía como vestimenta habría costado el doble que el lugar de reposo eterno de Sebastiano. Su emotividad iba en consonancia con su actuación.

La familia Carissimi, allí presente, ofrecía una imagen solo ligeramente mejor. La hermana de Sandro, Bianca, mantenía su atención de forma permanente a mantener su sombrero fijo ante el creciente viento, mientras Elisa gobernaba el réquiem de forma tan precisa y confiada como si estuviera haciendo punto: sin duda le preocupaba más recitar las oraciones de forma correcta que dedicarle a aquel joven fallecido un adiós afectuoso y callado. Al menos Alfonso parecía constituirse en un modelo de dignidad, si bien evitaba mirar el sepulcro y dirigía la mirada de forma casi constante hacia Ranuccio, que se encontraba al otro lado. ¿O quizá era Francesca la que atraía su atención? Ella era la única de todo el círculo familiar que llevaba la emoción pintada en el rostro. Más que la hermana del difunto, parecía una viuda de luto. Su único movimiento consistía en apartar las manos de las de Ranuccio, que siempre intentaba, una y otra vez, volver a aferrar las suyas.

Sandro permanecía apartado, a la sombra de un tilo lleno de brotes jóvenes, desde donde podía seguir todo lo que sucedía sin llamar la atención.

Alguien, a su espalda, le llamó dándole un toque en el hombro, y antes de darse la vuelta reconoció por el olor de quién se trataba.

—¡Forli! Llegáis tarde.

—¿Cómo habéis sabido que era yo?

El capitán no se había cambiado de uniforme desde hacía días.

—Porque... porque habíamos quedado para venir al entierro. ¿Por qué habéis tardado tanto? Y hablad más bajo, estamos en un entierro.

—Dejad de protestar, os gusta demasiado jugar a ser el jefe. Además, mirad qué pinta lleváis vos. Tenéis el hábito tan sucio que podríais pedir limosna.

—Ha sido... un accidente.

—Pero qué torpe sois, Carissimi.

Forli sacó un papel en el que comenzó a realizar anotaciones. Crujía como un bosque lleno de hojas secas, lo que logró molestar a algunos de los dolientes asistentes que se encontraban a un par de pasos de distancia.

Sandro cerró los ojos e intentó convencerse a sí mismo de que los jesuitas eran hombres tolerantes que nunca, nunca perdían la calma. Fracasó.

—Forli —susurró—, algunos regimientos llegan a sitiar ciudades enteras sin armar tanto escándalo como el que estáis montando vos con un pedazo de papel. Decidme de una vez lo que habéis descubierto.

Forli sonrió.

—Os estáis excediendo un poco con vuestro complejo de superioridad hoy, ¿no? Vais a terminar convirtiéndolo en un hábito espantoso —se colocó el papel ante los ojos y leyó sus propios garabatos—. Al principio, tal y como acordamos, visité a un par de personas de las que aparecían en la lista de Maddalena, concretamente a Leo Galloppi, Mario Mariano y Rinaldo Palestra. Todos admitieron conocer a Maddalena y haberle pagado, pero aseguraron sin excepción que habían recibido extorsión por su parte, y que había utilizado sus servicios como cortesana para hacerlo.

—Eso no nos supone un gran progreso.

—En lo que a Galloppi y a Palestra se refiere, no he podido formarme ninguna opinión, sin embargo a Mariano no le he creído ni una sola palabra.

—¿Por qué?

—Tiene veintiocho años de edad, pero el aspecto de alguien a quien le latiera el corazón tres veces al día, y no más. Ni siquiera estaba en condiciones de incorporarse para saludarme. No habría durado ni diez minutos con Maddalena Nera, a menos que la hiciera ir hasta su casa solo para que ella le leyera un par de sonetos picantes antes de dormir, e incluso eso le habría exigido un esfuerzo mayor del que puede permitirse. Si de verdad le chantajearon, y hago hincapié en ese «si», entonces no fue porque se acostara con ella.

Forli volvió a doblar escandalosamente el papel, haciendo de nuevo a Sandro cerrar los ojos azorado.

—Bien —dijo el capitán—, después de eso examiné la sucursal Augusta. Es...

Los participantes masculinos del servicio, incluyendo a Sandro, se arrodillaron mientras el sacerdote impartía las últimas bendiciones. Como Forli no hacía siquiera un amago de imitarlos, Sandro le agarró del brazo y tiró de él hacia el suelo.

—Maldita pantomima —gruñó Forli, y escupió al suelo—. El pobre muchacho no va a resucitar por esto.

—Tampoco lo hará gracias a las maldiciones y los escupitajos —replicó Sandro, hundió la cabeza y rezó.

Por el rabillo del ojo observaba, de cuando en vez, a Forli, que se llevaba la mano al pecho con la humildad de un niño pequeño. Sandro sonrió a la vista de aquel patán que no tardaría en volver a encabritarse. Se alegraba de que la fuerte disputa que había tenido lugar entre ellos hubiera llegado a su fin. La investigación había sufrido por culpa de la mutua desconfianza, pero Sandro se sentía personalmente muy aliviado de que finalmente fueran capaces de trabajar como un equipo. Por extraño que pareciera, Forli era en ese momento la única persona, con la posible excepción de Carlotta, en la que podía confiar al cien por cien: su amigo número uno.

El sacerdote concluyó las bendiciones y Forli se dispuso a levantarse, pero el jesuita le sujetó por la manga de su camisa.

—Todavía no, Forli —le susurró Sandro—. ¿Acaso veis que alguien se levante? Os tenía por más familiarizado con la liturgia de la misa de réquiem.

Forli murmuró algo ininteligible.

Other books

Forbidden Ground by Karen Harper
Wheels Within Wheels by Dervla Murphy
Jacques Cousteau by Brad Matsen
The Tea Planter’s Wife by Jefferies, Dinah
The Sportin' Life by Frederick, Nancy
Tomorrow Is Forever by Gwen Bristow
Suncatchers by Jamie Langston Turner
A Stormy Knight by Amy Mullen
Two Bits Four Bits by Mark Cotton