—No se me ha escapado ese detalle, Forli —replicó—, pero no puedo ignorar los hechos.
Mientras rodeaban parcialmente el Coliseo, iba haciendo cuentas con los dedos.
—Primero: mi padre sabía del asesinato de Maddalena, aunque en un principio afirmó que ni siquiera la conocía. Segundo: ese hombre que, a primera vista, parece tan disciplinado, es capaz de sucumbir a un ataque de ira, tal y como hemos podido presenciar. Tercero: por lo que actualmente sabemos, también tenía un móvil. Cuarto: afirma que cada tarde se queda en su negocio hasta el anochecer... completamente solo. Por lo tanto, dispone de ocasión, móvil y carácter como para asesinar a Maddalena.
—Aún queda una prueba pendiente —repuso Forli—, y es demostrar que efectivamente se trata de una lista de extorsionados. Aparte de vuestras deducciones no tenemos nada que lo indique.
—Hoy al mediodía, Forli, dijisteis algo que me sugirió esa idea por primera vez. Dijisteis que era inconcebible para vos que alguien pagara siete mil denarios por una prostituta. Disteis en el clavo. Mi padre pagó siete mil denarios por diez visitas, es decir, setecientos por cada visita. ¡Setecientos, Forli! Abonar esa suma por tales servicios me sigue pareciendo desproporcionado, incluso tratándose de una cortesana lujosa. Como mucho trescientos, cuatrocientos denarios, a lo sumo. Setecientos es inverosímil.
—Bien, bien, pero, ¿qué tenía Maddalena contra los restantes miembros de la lista? Quirini, por ejemplo, no se dejaría extorsionar a propósito de su relación con ella. Si incluso el Papa tiene una manceba, ¿por qué iba a reprimirse un cardenal? Debe esconder algún otro esqueleto en el armario, y a nosotros nos corresponde encontrarlo.
En la mente de Sandro saltó una voz de alarma. No era que Quirini estuviera fuera de toda sospecha, pero la tendencia de Forli a encauzar la investigación en su dirección resultaba sospechosa.
—¿Sois consciente —comentó Sandro, cambiando de tercio— de que, aparte de mi padre y del cardenal Quirini, hay otros cinco nombres en la lista?
—¿Y vos sois consciente —replicó Forli— de que se trata de miembros de la alta aristocracia con dinero a mansalva? Para ellos, nueve mil denarios no son nada, como vos mismo habéis comentado a propósito de vuestro padre. Nombres como el de Orsini, Este, y como quiera que se llamen los demás tienen más bien poco que perder, porque no hay una sola semana en la que no originen un escándalo nuevo. Sin embargo, con Quirini es diferente. No tiene mucho capital. Aún no había abonado ninguna cantidad a Maddalena, puesto que no aparecía nada escrito junto a su nombre. Cuando ella trató de presionarle, él la mató. Pensad también en el jirón de ropa cardenalicia que encontré en el muro del jardín de Maddalena.
—Oh, sí —repuso Sandro—, el fatídico jirón.
El jesuita no estaba en absoluto seguro de si Forli lo habría encontrado realmente o si tras la supuesta pista se ocultaban oscuras maquinaciones. Por el momento, no obstante, no le quedaba más remedio que tomar parte en el juego y no dejar que sus dudas salieran a relucir.
—Por lo que parece, Carissimi, Quirini y vuestro padre permanecen como principales sospechosos. Propongo que vos os centréis en vuestro padre y que yo me ocupe del cardenal.
La voz interior de Sandro gritó con todas sus fuerzas en contra de esa sugerencia.
—Me parecería más inteligente que no nos separáramos. Mi idea es la siguiente: podemos atender primero a Quirini y la Cámara Apostólica, y vos hacer que vuestra policía realice un par de averiguaciones en torno a los negocios de mi padre.
—Comprendido.
—Bien.
Se encontraban en el extremo norte del antiguo Foro Romano, donde sus caminos se separaban. Forli vivía junto a la prisión del sexto distrito, al nordeste de la ciudad, y Sandro debía dirigirse al noroeste, hacia el Vaticano.
—Hoy ya no podemos hacer más, ya ha oscurecido. Nos encontraremos mañana por la mañana, a las diez, en mi despacho, y así podremos discutir el procedimiento a seguir.
—¿Por qué no nos vemos al amanecer?
—Olvidáis que soy un hombre de Dios —dijo Sandro, y al ver que Forli no comprendía el comentario, continuó—. Maitines, Forli. ¡La oración de la mañana!
—¡Malditos curas santurrones! —bramó el capitán, y se despidió antes de adentrarse en la oscuridad.
El oficio de Maitines no era el motivo real por el cual había citado a Forli a hora más tardía. A primera hora, Carlotta iría a llevarle informe de lo que había descubierto, y Sandro prefería que, por lo menos de momento, el capitán no supiera nada de la participación de la mujer en la investigación.
Sandro no tomó el camino hacia el Vaticano, sino que cogió la via del Corso en dirección norte. Quería deambular un poco por las calles vacías y hacer repaso del día. En comparación con su desastroso inicio, el final podía considerarse conciliador. Su madre le había recibido con los brazos abiertos, había hablado con ella y había sentido su calor. La fragilidad de la mujer le había conmovido, pero tenía la sensación de que la sola presencia de su hijo había reconfortado a la pobre anciana. Tras todos esos años en los que había creído que ella era la causa de su infelicidad, se sentía finalmente liberado, y había entendido que, en realidad, había sido su padre quien había convertido su existencia en un infierno. Sandro había disfrutado tanto con la conversación con su madre, como con la que había tenido a continuación con su padre, solo que de diferente manera. Le había hecho mucho bien enfrentarse a aquel hombre que tantas veces le había llamado fracasado en el pasado, interrogarle desde una posición de poder y, hasta cierto punto, acusarle, como si fuera un pecador ante el tribunal de la Inquisición. El deseo sádico que había experimentado había sido el mismo que el que había vivido aquella mañana al destrozar la vidriera de Antonia, y el mismo con el que, hacía ocho años, había intentado matar a su hermanastro. Aquel acto, siendo tan joven, le había transformado; ya no había vuelto a ser el mismo. Aunque se había esforzado por conseguirlo, le era imposible volver a ser el despreocupado y superficial Sandro Carissimi que había siilo antaño, pues lo había interpretado como si hubiera cruzado el umbral del mal y hubiera puesto un pie en el infierno. Sin embargo, no se consideraba una mala persona. Era capaz de cuidar de enfermos durante todo el día, durante todo un mes, sin perder la paciencia; no le otorgaba ningún valor a la soberbia o la riqueza; era capaz de amar. Sin embargo, de vez en cuando, le sobrevenían unos frenesís amorales de gran magnitud que, como aquel día había podido comprobar, quizá provinieran de su padre y que, para su horror, comenzaba a aparecer con cada vez más frecuencia.
Sandro paseaba por la noche romana, pasando junto a
ragazzi
de ojos oscuros, junto a sombras sigilosas, linternas de fulgor débil y mendigos que intentaban conciliar su sueño de miseria. Un viento suave le dio en la cara. Cuando entró en la piazza del Popolo, supo que no había sido casual, que aquel había sido el destino al que se había dirigido todo el tiempo, sin darse cuenta. Había allí dos cosas que le atraían mágicamente.
Esperó, durante un buen rato, en la esquina, con la esperanza de ver, allí donde se encontraba la casa de Antonia, alguna luz en la ventana, o al menos el pequeño resplandor de una vela. No para subir a verla, sino más bien, quizá, para vislumbrar la sombra de Antonia durante un breve instante.
Tras pasar allí en vano un rato de espera, se dirigió a la taberna que había visitado aquella mañana. Estaba llena de hombres de mirada sucia o perpleja, que iba y venía en dirección al hábito de Sandro. El tabernero le reconoció como quien reconoce a un perro verde, y le sirvió un vaso de vino tinto que Sandro pidió sin palabras. El monje pagó y se acurrucó en una esquina desde la que podía contemplar la ventana de Antonia.
Permaneció tres horas y seis vasos de vino en la taberna.
No vio ninguna luz.
El Ángel de la Muerte conocía Roma a la perfección, pero muy especialmente en la oscuridad. En medio de aquel océano de casas, entre los fantasmas de miles de iglesias, se sentía tan poderoso y cómodo como si aquel fuera su territorio particular. La Roma diurna era otra ciudad, con otras reglas, relacionadas directamente con el lugar de nacimiento y el dinero de cada uno, con los bienes y las apariencias. La Roma nocturna era el terreno de juego de las fuerzas más primitivas, la vida y la muerte, y él sabía bien lo que era sobrevivir en ese campo.
Subió los estrechos y empinados escalones hacia la colina del Palatino. Las ruinas de la antigua grandeza de Roma servían de modelo para la posterior gloria de la Roma cristiana. Era difícil abarcar con la vista toda la zona, puesto que por todas partes se elevaban restos de arcos o muros entre los prados. Aquí y allí había hombres apoyados en las paredes, la mayoría hombres que esperaban a otros hombres. Reconocían a simple vista, incluso en la oscuridad de una noche sin luna, cuando alguien había venido por ellos o por otra persona. A él le dejaban en paz, nadie le hablaba. Esa capacidad de la gente del mismo tipo de reconocerse entre miles de otras personas, le fascinó una vez más. Los efebos reconocían a los sátiros.
Los asesinos, por su parte, reconocían a los asesinos. Era algo que había tenido la oportunidad de comprobar en diversas ocasiones. Se cruzaba una esquina, se miraba a alguien a los ojos y se sabía: ese es alguien como tú. Existía algo salvaje en los ojos de un asesino, visible solo para sus semejantes.
Se movía por las ruinas con la seguridad y la flexibilidad de un gato. Se detuvo un instante junto a uno de los muros. Hacía unos meses que había acabado allí mismo con un senador que había sido lo suficientemente insensato como para acudir a saciar su lujuria sin escolta. Toda Roma estaba llena de lugares como aquel, en los que había matado gente: junto a domicilios y fuentes, en los patios, tras columnas y puertas. Cuando pasaba por allí, recordaba a sus muertos, como si se encontrara ante tumbas en un cementerio de viejos crímenes.
Se detuvo en el punto más apartado del Palatino. Allí, entre grava, madrigueras de topo y hierbajos tan altos que llegaban hasta las rodillas, se ocultaba un zócalo apenas visible hecho de ladrillos viejos y frágiles que ya nadie utilizaba. En medio del zócalo había un par de ladrillos sueltos y, al retirarlos, se abría un espacio del tamaño de un cajón. En caso de encontrar una pequeña cruz de madera en el lugar, significaba que al día siguiente, tras el atardecer, encontraría un encargo en ese mismo punto. Si estaba vacío, no tendría que tomar la vida de nadie.
Volvió la vista una vez más. De algún punto indeterminado llegaban los jadeos de dos hombres.
Sonrió. Había elegido como escenario para sus conspiraciones aquel lugar tan grotesco de forma intencionada, pues le gustaba la idea de que Massa, el ayuda de cámara del Papa, que traía siempre los encargos, tuviera que pasar por allí. Evidentemente Massa se había opuesto al principio a su elección pero, ¿qué otra opción tenía? ángeles de la muerte habilidosos como él no crecían en los árboles. La expresión asqueada de su rostro le divertía siempre.
El hueco estaba vacío.
Lástima. Se sintió un poco decepcionado. Había momentos en los que desearía librarse completamente de los encargos; en cambio otros...
¡Qué se le iba a hacer! A la tarde siguiente regresaría, y quizá entonces hubiera en una cruz en el pedestal.
Mujeres llenas de gracia, mujeres rudas, mujeres rodeadas de una esencia afrodisíaca, mujeres como ramos de flores silvestres, mujeres desnudas, valquirias tan altas como un hombre, frías Venus, ágiles Salomés... Antonia se iba encontrando con todas en su primera noche en el Teatro tras el mostrador del salón de alterne. Sin embargo, todas aquellas mujeres, tan diferentes las unas de las otras en cuanto a su aspecto exterior y su carácter, tenían algo en común: no mostraban ningún tipo de pudor entre ellas, ninguna barrera, ninguna llama sagrada que mereciera la pena proteger. La expresión «hacerle a alguien buen servicio» tomaba aquí un significado nuevo, irónico. Para estas mujeres ya no había amor, ya no había sufrimientos románticos, solo estaba el servicio, el sacrificio, el sacrificio diario con el que se ganaban la vida, por el que cobraban. Las prostitutas no mostraban su desesperación, era imposible percibirla. Reían, bebían, coqueteaban. Se quitaban el vestido, imperturbables, una, y otra, y otra vez. La desesperación se eliminaba de la mirada, se volvía invisible como el sonido de una campana. En algunas de esas prostitutas había momentos en los que, entre parpadeo y parpadeo, se podía vislumbrar como un pasado lejano en el que aún eran muchachas que jugaban con corderitos y con barro. Una de ellas se llamaba Isabella Prioma da L'Aquila, un nombre que, en realidad, rebosaba frescura, limpieza y dignidad, y que era el radical opuesto a lo que los hombres iban a exigir de ella. A la tercera que se acercó a Antonia, junto a la barra, para beber vino barato, se le escapó un suspiro breve, casi inaudible, pero no de los de alivio, sino de los de absoluta incomprensión, de los que albergan la pregunta «¿por qué me tiene que pasar a mí?». La desesperación de una sola reverberaba como una campana sorda por todas las demás, y aunque no era visible, era lo único real, lo único auténtico de aquellas mujeres. Todo lo demás, era imitación: la risa era una exageración grotesca; la excitación, simulada; las palabras susurradas al oído de los hombres, simples mentiras, las mentiras de mujeres de alquiler. Los hombres no se daban cuenta de nada, y si lo hacían, no querían admitirlo. Necesitaban la ilusión de ser atrayentes, y si solo hubiera sido eso, Antonia no había podido hacerles ningún reproche, pues todos los seres humanos viven de ilusiones: los jóvenes y los viejos, los débiles y los enfermos. Sin embargo, aquellos pagadores no otorgaban nada más que su dinero. No daban nada realmente preciado de sí mismos, y a Antonia aquello le parecía algo horrible. Mientras se encontraban allí, rodeados de otros hombres, no se mostraban tal cual eran sino que se dedicaban, como si tal cosa, a restregar sus abultados genitales contra la tela de los vestidos, a examinar con atención a las mujeres, a clavarles los dedos en la piel. Solo pensaban en ellos mismos, en su lascivia. Para ellos, las mujeres eran como animales salvajes a los que perseguían en una partida de caza, para divertirse disparándoles y matándolos. Algunos se llevaban a sus hijos al Teatro, como si fueran a instruirles en el arte de la caza. Los padres permanecían aparte y contemplaban cómo sus retoños de quince, dieciséis años iban realizando su primer contacto con su hombría. Los animaban, se sorprendían de su torpeza o se enorgullecían de ellos. Todo giraba en torno a ellos, a los hombres. Las mujeres no existían para ellos pues, aunque evidentemente estaban presentes, no tenían entidad como seres pensantes o sintientes. Solo en uno de aquellos chicos, de los cuatro menores de veinte años que había esa tarde en el Teatro, Antonia creyó percibir que entendía a la mujer como a una persona e, incluso, se mostraba respetuoso, algo debido, sin duda, a la inexperiencia erótica del muchacho, que perdería con el tiempo y, con él, también el respeto.