La cortesana de Roma (37 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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Se parecía un poco a una escena erótica del Decameron: un experimentado hombre joven y una experimentada mujer joven están juntos, y ambos saben lo que el otro desea, lo que le hace feliz. Antonia se sentía bien, mecida por la mirada de Milo, la mirada de un hombre que no debía pedirle nada, que no tenía que convencerla de nada. El, por el contrario, le permitía sentirse libre, y sin embargo era muy distinto a los hombres ocasionales que había tenido en el pasado. Sus gestos eran más dulces, sus palabras, más profundas.

El quiso decir algo, pero ella le indicó que guardara silencio.

No lo entendió.

—No digas nada —le pidió Antonia—. No hables.

Se quitó la túnica en un instante y la arrojó descuidadamente a un lado. Tenía un torso velludo. Sobre el pectoral izquierdo, a la altura del corazón, tenía un antojo con la forma y el tamaño de una aceituna. Se levantó para desabrocharse los pantalones mientras ella le contemplaba. Antonia podía haber aprovechado ese tiempo para desvestirse, pero sus pensamientos regresaban una y otra vez al remoto rincón de su cerebro donde residían las esperanzas moribundas.

Cuando regresó a la realidad, Milo le estaba desatando el vestido exterior. No actuaba como un torpe, ni como un experto que se moviera con presteza como si hubiera repetido la misma ceremonia miles de veces. Milo se movía con lentitud, con cuidado, con suma concentración, evitando incluso sonreír. Para él, era algo serio. Respetaba los deseos de ella: le había pedido que no hablara, y no lo hacía. En la habitación, bajo la luz del ocaso, reinaba el silencio. No se oía más que el susurro de la ropa mientras él se la quitaba, los alientos. Un silencio propio de un convento, de una catedral. La ventana que daba al patio estaba cerrada y así iba a permanecer. El aire era pegajoso y cálido, el aire de una perversa noche de amor. A Antonia le parecía que, en las noches frías, la pasión tenía algo de tierno, de agradable, pero en las noches cálidas era cuando se volvía inmoral y prohibida.

Durante seis meses había renunciado a sus sentidos, y ahora un par de caricias de Milo derribaban su abstinencia autoimpuesta. Antonia sintió deseos de besar el pecho de Milo, dessues, su ombligo, su rostro, su antojo, sus músculos, su pelo, todo su ser. Se entregó con los ojos cerrados y olvidó todo a su alrededor. Su inteligencia, sus fantasías, sus esperanzas se transformaban en carne, que deseaba ser acariciada, ser amada.

—Ámame —susurró, mientras Milo la penetraba lentamente—. Eso es todo lo que quiero, no tienes que hacer nada más. Ámame.

Sus movimientos eran tan lentos, armonizaban tan perfectamente con los suyos propios, que suspiró de lujuria. En ocasiones, había hecho el amor con hombres que le hacían imaginarse cómo debía sentirse alguien cuando le está atropellando un carro, y con otros con los que podría haber aprovechado el tiempo bordando un cojín. Con Milo disfrutaba de cada momento, lo saboreaba. Añoraba recibir auténtico amor, pero también darlo. Milo quería su amor, sí, insistía en ello. Le regalaba su cuerpo, su aroma, pero sobre todo le devolvía la fe en el futuro, en que la vida continuaba y aún le tenía preparada muchas, muchas alegrías.

—Es una existencia más bien sencilla —dijo Milo, hablando de él mismo—. Solo el Teatro, mi cuarto, algunos amigos, un par de mujeres...

Antonia sonrió. Yacía junto a él en la cama de un pequeño cuarto, en un prostíbulo estrecho y deforme entre ruinas antiguas y el Tíber, y se sentía mejor que en mucho tiempo, quizá que nunca en su vida. Se miraban. Sus cuerpos desnudos estaban vueltos el uno hacia el otro, y de momento no cumplían ninguna función. Ahora se trataba de algo distinto. Ya no giraba en torno a lo que habían hecho, sino a lo que les esperaba.

El que Milo mencionara a otras mujeres no estaba, en absoluto, fuera de lugar. De no haberlo hecho, habría resultado perturbador. El que las incluyera en la conversación indicaba que, para él, significaban tan poco como para ella los hombres de su vida.

—Todo lo que hago y todo lo que logro se realiza también en cuartos pequeños —continuó él—. No soy especial.

No he estado, como tú, en Francia o en España, y no poseo nada como... No tengo ningún título, poca educación, casi nada de dinero, y carezco absolutamente de influencia. Nadie me pregunta mi opinión, nadie me confía nada importante. Arreglo las camas de las prostitutas cuando sus clientes son demasiado pesados o demasiado salvajes, y limpio las letrinas. No hay nada de sobresaliente en mi vida ni en mi trabajo. En resumidas cuentas: soy mediocre.

Ella sonrió.

—Exageras la modestia.

—Me has descubierto.

—De ti no he descubierto ni la mitad.

Se enamoraba siempre de ese tipo de hombres en los que reconocía la complejidad, la ambivalencia. Probablemente se debiera a que había crecido con misterios cristalinos, cuya magia se le transmitía a través de las vidrieras de las iglesias. Los pintores eran, por naturaleza, protectores de misterios, tenían un sentido particular para la profundidad y la intensidad, y Antonia se sentía atraída por todo lo que fuera profundo y misterioso: por el pasado, lo divino, el mar, Milo. Milo era un hombre complejo, aunque él no lo admitiera. Sentía que ocultaba muchas capas, y tan solo podía barruntar de dónde surgían. Le había contado de su origen que era hijo bastardo, y le había hablado de las aventureras fantasías de su infancia. Evidentemente, se sentía bien en su «sencilla existencia». Le gustaba la madera de sándalo, y sabía un par de cosas sobre cómo satisfacer a las mujeres. No sabía nada más de él, pero había más. Mucho más.

El atardecer había dado paso a la oscuridad, un bello instante en el que sus cuerpos, lentamente, fueron hundiéndose en las tinieblas de la habitación. Antonia y Milo continuaban en la misma postura, uno frente al otro. Permanecieron en silencio un momento. Al igual que Sandro, Milo sabía callar. No eran muchos los hombres que dominen el arte de mantener la boca cerrada cuando se les pedía, pero ellos dos eran grandes maestros. Contaban, además, con otras similitudes: una juventud difícil, la profundidad de su carácter, su amor por Antonia... Sin embargo, Milo expresaba sus sentimientos de forma muy diferente: los revelaba. Besaba a Antonia, entraba en ella, le decía a menudo lo que quería y lo que no.

Era el mejor Sandro.

Aquel absurdo pensamiento, que no favorecía ni a uno ni a otro pretendiente, horrorizó a Antonia. ¡El mejor Sandro! ¿Qué significaba eso? Molesta e intranquila, contrarrestó la comparación rompiendo el silencio.

—¿Alguna vez has estado enamorado?

—Lo estoy ahora.

La respuesta le gustó.

—¿Y antes de ahora?

El cambió de postura y apoyó la espalda en el cabecero de la cama. La luz del ocaso, que penetraba por la ventana, bañaba su cuerpo de un resplandor ceniciento. Milo estaba concentrado en sus pensamientos, como si observara, curioso, sus últimos años, toda su vida.

—Esperé mucho tiempo hasta acercarme realmente a una mujer por primera vez. Hará unos tres años. Ya puedes imaginarte que no es tarea fácil para un muchacho que viva en un prostíbulo. La desnudez, los gritos, las huellas de la noche... Cuando se pasa el día permanentemente rodeado de tanto erotismo, se convierte en algo amenazador. La sexualidad me amedrentaba y me mantenía alejado de la carne. La idea de que pudiera haber algo más, simplemente no se me pasaba por la cabeza. Pensaba que en todas partes todo funcionaba igual que aquí.

—El mundo como un lupanar.

—Sí, algo así. ¿Cómo iba a creer en el amor? Me concibieron sobre un puente, una construcción que sirve para cruzar el río con rapidez. Una tarde tras otra entraban en mi casa riadas de hombres que disfrutaban traicionando a sus esposas. Todas las mujeres de mi infancia y adolescencia fueron prostitutas, que ya han olvidado lo que es el amor y sus penas. No me gustaban ni los hombres ni las rameras. No, ni siquiera las rameras. Me hablaban con zalamería, me llamaban «tesorito» y cosas así, y si me veían con una chica, le gritaban que si ya me había acostado con ella.

—Suena cruel. ¿Eran todas así?

—No, había excepciones. Carlotta era una de las que, al principio, callaban. Hablábamos poco, pero me di cuenta de que le caía bien, y algunas veces reprendía a las demás para que me dejaran tranquilo. Mi madre no hizo eso por mí, ni una sola vez. En el fondo, mi madre me crió como si fuera una planta: se la riega de vez en cuando y punto. No es que fuera fría, ni nada similar; simplemente se mantenía aparte de todo lo que tuviera que ver conmigo. El Teatro era lo único que existía para ella. Ahora que caigo: otra prostituta con la que me llevaba bien era precisamente Maddalena.

—¿Por qué dices lo de «precisamente»?

—Porque ella...

Se levantó, rodeó la cama y encendió una lámpara de aceite que había colocada sobre la mesilla de noche de Antonia. Entonces, se sentó en el borde de la cama y se dejó caer, de forma que su cabeza reposó sobre el regazo de la joven.

—Hace siete años, cuando yo tenía dieciocho, Maddalena llegó al Teatro. Al principio fue para mí una de tantas, de las que aparecían en grandes cantidades. Tenía el mismo aspecto que las demás, se comportaba como las demás, su esencia era la misma: un poco triste, un poco descarriada y malintencionada. Sin embargo, después de un tiempo aquí, le ocurrió algo. Cambió, fue destacando de entre las demás, poco a poco. Sin duda tuvo que ver con el hecho de que su físico fuera adquiriendo una gracia especial, y que su personalidad perdiera esa malicia, pero lo que realmente guardaba en su interior era algo muy diferente: inteligencia. Maddalena era tremendamente inteligente. Aprendía a una velocidad asombrosa, y no solo a hacer que los hombres la persiguieran, sino también en cuestiones prácticas, como la caligrafía o las cuentas. No tardó en empezar a ayudar a mi madre a llevar las finanzas. Al mismo tiempo, cambió la forma de relacionarse conmigo. Hasta entonces, me había prestado tan poca atención como yo a ella, pero de pronto, comenzó a verme con otros ojos. Es difícil de explicar: nos relacionábamos tan poco como antes, y no hablábamos más que lo necesario, pero había algo en su mirada... Curiosidad, interés, incluso algo de ironía.

—Nunca me habías contado que Maddalena y tú... que vosotros...

El respondió con una carcajada.

—No tiene nada que ver con eso. Evidentemente eso es lo primero que pasa por la mente, incluso a mí, por aquel entonces. Pero no era eso. Lo descubrí una tarde en que quería hablar con mi madre y oí ruidos raros procedentes de su habitación. No llamé, abrí un poquito la puerta con mucho cuidado. Metí la cabeza sin que se dieran cuenta. Lo que vi fue a mi madre y a Maddalena, besándose, semidesnudas.

Antonia, que estaba jugando con el pelo de Milo, se detuvo.

—La Signora A y Maddalena tenían... Ellas tenían...

—Una relación carnal. Personalmente me explicó muchas cosas, como por ejemplo por qué mi madre no había vuelto a tener una relación con un hombre después de mi nacimiento, y por supuesto por qué Maddalena siempre me trataba con tanta atención. Era el hijo de su amante, y yo no tenía ni idea. Oficialmente, seguí así, ignorante. No le dije ni una palabra sobre el tema, ni a Maddalena ni a mi madre, sobre lo que había visto. Tú eres la primera que lo sabe.

Él le miró con ojos preñados de amor.

—¿Sabes cuánto tiempo duró la relación? —preguntó ella, pensativa.

—No sabía siquiera que hubiera acabado. Después de aquella tarde, a lo largo de los años, volví a verlas en la misma situación tres o cuatro veces, en general por descuido, y siempre hice como si no me hubiera enterado de nada. Con el paso del tiempo, Maddalena adoptó para conmigo un papel similar al de una tía, o una madrina cariñosa. Algo curioso, teniendo en cuenta que era de mi edad. Me hacía regalos por mi santo y en navidad, se preocupaba de que mi madre me prestara algo más de atención, y fue ella la que propuso que yo recibiera dinero por lo que hacía en el Teatro. Todo esto fue lo que me dio a entender que mi madre y Maddalena eran, en mayor o menor medida, pareja, aunque fuera un tanto peculiar.

—Pero Maddalena se relacionaba con hombres; o al menos eso fue lo que me dijo tu madre.

—Sí, también. Durante años siguió siendo una prostituta, como todas las demás.

—¿Y al mismo tiempo estaba con tu madre?

—Eso solo te sorprende porque no conoces ni a mi madre ni a Maddalena tan bien como yo. Maddalena era ambiciosa, y mi madre siempre respetó esa ambición, pues ante todo y sobre todo, es una mujer de negocios. Hizo todo lo que estaba en su mano para que Maddalena despuntara como cortesana, lo que no le impidió a ninguna de las dos seguir viéndose. Después de que el cardenal Quirini le consiguiera una vivienda a Maddalena, mi madre iba a visitarla casi a diario, y tras la mudanza a la villa del Gianicolo seguían viéndose con frecuencia, tanto en el Teatro, como en la villa. Los encuentros empezaron a volverse más escasos hará tres o cuatro meses.

—¿Se habían peleado?

—Por lo que yo sé, no. Fue más bien un distanciamiento pues, por lo que se dice, cada vez se iban viendo de forma más esporádica. Mi madre se había vuelto más callada últimamente, menos mordaz. Creo que estaba deprimida por...

Llamaron a la puerta, y Antonia levantó sorprendida la cabeza, como si acabara de despertarse. Aquella habitación en penumbra, aquella cama, la intimidad con Milo, todo aquello era como un mundo propio, una isla para dos, en la que casi podía olvidarse que existía un universo exterior. Antonia comprobó, para su satisfacción, que a Milo le había ocurrido exactamente lo mismo, pues durante un instante dio la impresión de encontrarse algo confuso. La sensación de encontrarse en pareja, la primera hora juntos, había pasado.

Una voz femenina habló entonces:

—Antonia, ¿estás ahí?

—Es mi madre —dijo Milo—. Seguro que quiere preguntarte si le puedes ayudar a fregar los platos. Voy a abrir.

—No, será mejor que vaya yo.

El la miró divertido.

—¿Debería esconderme debajo de las sábanas?

Su humor resultaba contagioso.

—Lo que no quiero es que se lleve un susto de muerte.

—¿Por que tú y yo estemos juntos? Debería estar acostumbrada a esas cosas —adoptó un tono serio—. En lo que a mí concierne, somos una pareja.

Antonia no estaba en condiciones de replicar: solo sentía felicidad y alegría.

—¿No te quieres vestir? —preguntó. —Madre me ha visto miles de veces desnudo. Abrió la puerta. La Signora A gritó: —¡Milo! Pero qué...

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