No obstante, el hecho de que se encontrara bajo mando directo del Papa haría que, más tarde o más temprano, alguien intentara utilizarlo.
Tal y como el papa Julio le había dicho hacía seis meses en Trento: «Gozarás tanto de mis simpatías como de la animadversión de mis enemigos. En caso de que yo muera, tu vida dependerá de que para entonces hayas encontrado suficientes amigos que puedan protegerte de los numerosos adversarios que se lanzarán como cuervos contra mi legado».
Sandro no había olvidado aquellas palabras, sin embargo, aún no las había tomado en consideración.
—Hermano Carissimi —dijo Massa—, cuánto me alegro de haberos encontrado. Disculpad que os moleste.
En aquel momento, Sandro supo que algo extraordinario debía haber ocurrido, pues Massa nunca se había mostrado tan amistoso con él. Durante su primera semana en Roma, Massa había dudado sobre qué postura adoptar ante él, puesto que no había tenido tiempo de calibrar su influencia. Sin embargo, poco después decidiría considerar a Sandro como un monje «de poca monta», lo que significaba que le hablaba según estuviera de humor aquel día, y la mayoría de las veces, no era demasiado bueno.
—Se precisa de vuestros servicios —le explicó Massa—. Debemos darnos prisa, tengo dos caballos esperando.
—¿Vamos al Vaticano?
—Al Gianicolo.
El Gianicolo, la octava colina de Roma, era un barrio residencial repleto de villas situado en el extremo occidental de la ciudad, en el que habitaban principalmente cardenales y nobles de estirpe antigua.
Montaron en los caballos, con notables dificultades en el caso del hermano Massa. Al contrario que Sandro, no era precisamente esbelto, y daba evidentes muestras de falta de experiencia en equitación. Manejaba al pobre animal con tan poca gracia, que este no sabía ni qué debía hacer, lo que irritaba aún más a Massa, que lo insultaba pero no lograba hacer que se moviera del sitio. Después de que el clérigo equivocara en varias ocasiones el camino hacia el Esquilino entre la maraña de callejuelas de la ciudad, Sandro decidió guiar él mismo la marcha. Si incluso de día no siempre era fácil orientarse, en una noche de completa oscuridad como aquella, solo un ignorante habría confiado en el azar para que los llevara hasta su destino. Sandro se había criado en aquel barrio, allí había jugado, había besado a su primera novia, había acompañado a su madre a misa. Cruzó rápidamente las calle en la que se encontraba el
palazzo
de los Carissimi, en el que aún residían su madre, su padre y sus hermanas, y en el que él mismo había vivido hasta hacía ocho años. Evitó volver la vista hacia la calle. Nadie habría podido descifrar lo que sentía en aquel momento.
Cuando, tras una larga cabalgada, atravesaron finalmente la ciudad del Vaticano, el hermano Massa recuperó en silencio la dirección de la marcha. Apenas quedaban un par de pasos al Gianicolo, y Massa parecía conocer el camino a la perfección: se orientaba como si lo hubiera recorrido mil veces en la oscuridad.
Cuando Sandro vio a dos soldados de la Guardia Suiza ante las puertas de una villa supo, incluso antes de que Massa dijera nada, que habían llegado a su destino.
—Es aquí —dijo Massa, descendiendo del caballo con tanto esfuerzo como si se estuviera descolgando de lo alto de un muro. Una vez en el sitio, se alisó la sotana y enlazó las manos—. Hermano visitador, si tenéis la bondad de seguirme...
Massa nunca le había llamado así, por lo que Sandro se preguntó qué podría haber pasado para que alguien que, hasta aquel momento y en el mejor de los casos, le había ignorado cuando no directamente tratado con desdén, algo que se repetía con frecuencia, se comportara de repente de forma tan distinta.
Entraron en la villa. Los dos guardias permanecieron quietos, con sus amenazadoras alabardas protegiendo la puerta y la mirada fija en la oscuridad. Sandro dudaba de que tuvieran la más remota idea de qué había sucedido ni de por qué les habían colocado allí.
El atrio de la villa estaba inundado por una oscuridad absoluta, pero entonces Massa encendió un candelabro de cinco brazos, seguido de otro par de velas más. Había en el atrio, aparte del portón de entrada, tres puertas cerradas que partían en tres direcciones distintas. Massa señaló a la del medio, que debía llevar al corazón de la villa.
—Por favor, hermano —dijo, entregándole a Sandro el candelabro.
—Por favor, ¿qué?
—Por favor, entrad por esa puerta.
—¿Y vos?
—Os esperaré aquí.
—¿Quién o qué me espera al otro lado?
—Una sorpresa.
«Probablemente», pensó Sandro para sí «el antiguo rey Agamenón recibió la misma respuesta de su esposa Clitemnestra antes de entrar en sus aposentos, donde el amante de ella, escondido tras la puerta, le apuñaló por la espalda».
Massa cerró la puerta tras él, y de inmediato Sandro sintió algo que no había experimentado desde hacía años: la sensación de hallarse frente a un desafío y querer superarlo. Lo que tenía ante sí era un nuevo caso.
Sandro se encontraba en una gigantesca habitación que a buen seguro mediría veinte por treinta pasos. Dos hileras de finas columnas de mármol dividían la visión de la estancia en tres partes y, a distancia regular entre los pilares, se alzaban candelabros tan altos como un hombre. La mayoría de las velas estaban apagadas, la cera se había desbordado y había convertido el suelo a sus pies en un paisaje en miniatura poblado de colinas amarillentas. Aún ardían un par de mechas, que arrojaban suficiente luz como para poder distinguir el cuerpo sin vida que yacía al otro lado de la habitación.
Sandro se arrodilló junto a la joven. Era de una belleza que no se apreciaba a primera vista, sino solo tras contemplarla durante un rato. Tenía los ojos cerrados, y la cabeza tendida sobre sus cabellos rubios y sueltos, como si fueran un cojín. Su cuerpo, fino y largo, se cubría con un vaporoso camisón de color rojo claro. La piel era de una palidez natural, perfumada con alguna esencia. Sandro distinguió aroma a rosas.
Resultaba inquietante. Parecía una mujer que se acabara de marchar a la cama, que aún no se hubiera dormido ni soñara, sino que esperara con ojos cerrados a que todo ocurriera. Tenía la boca ligeramente abierta, la mano izquierda colocada sobre sus pequeños pechos, la derecha, sobre la frente. Cuántos pintores habían retratado un motivo semejante: una mujer que espera a su amante, a su marido. Sin embargo, aquella joven no estaba tendida en una cama sino sobre el frío suelo. Estaba muerta.
Su mejilla izquierda mostraba un moratón azulado que se extendía hasta el ojo, hinchado. La sien derecha también estaba muy maltratada. Le habían dado una paliza, además con particular fuerza y dureza. ¿Era aquella la causa de la muerte? ¿Le habían golpeado en el suelo hasta acabar con ella? Durante un momento pareció como si realmente hubiera sido así, como si su muerte no hubiera sido premeditada, pero entonces, Sandro descubrió bajo la mano colocada sobre el corazón otra marca de violencia. Esta vez era una herida abierta.
La habían apuñalado, la habían asesinado intencionadamente, y la intensidad de los golpes señalaba a un hombre como responsable.
A su lado, una copa volcada había derramado su contenido, rojo oscuro, sobre las baldosas.
—Maddalena Nera —explicó el ayudante de cámara del Papa, después de que Sandro regresara al atrio.
Se había sentado sobre un trono, y al no haber ninguna otra silla en el atrio, al joven jesuita no le quedó más remedio que quedarse en pie, como si se encontrara en una audiencia ante el propio Massa.
El nombre, por supuesto, le era familiar. La fallecida era desde hacía unos catorce meses la favorita de su Santidad. No una mera manceba, sino la reina de las cortesanas. Sandro había esperado algo similar. Desde el mismo momento en que había contemplado el cadáver de aquella hermosa mujer, había comprendido con claridad cuál era su misión. Todo encajaba: la Guardia Suiza, el barrio distinguido, la presencia de Massa, el llamamiento a Sandro para que se presentara allí...
—El Papa —dijo Massa— os encomienda a vos, hermano Carissimi, que resolváis este crimen. Huelga decir que este incidente y vuestra investigación están sometidos al más absoluto de los secretos. Oficialmente no se ha producido ningún asesinato. Por ese motivo, ningún médico podrá venir a examinar a la fallecida.
Uno de los nudillos del chambelán crujió, y Sandro se percató por primera vez de que Massa estaba retorciéndose las manos.
—Entiendo —dijo Sandro—. Cuándo podré hablar con su Santidad?
—No lo haréis por el momento. Actualmente se encuentra muy ocupado. Dirigiréis vuestros informes y preguntas a mí, y yo se los transmitiré al Papa. Al mismo tiempo, vuestras instrucciones os llegarán a través de mí. Como veis, es muy sencillo.
Sencillo para Massa, fue lo que pensó Sandro. El que el asistente se introdujera de esa manera entre el Papa y él no le sentó bien. Sandro conocía a su Santidad. No era que le gustara particularmente o que confiara completamente en él, pero estaban conectados por los acontecimientos de Trento y por la franqueza con la que se habían hablado entonces. Con Massa, no obstante, era otra historia. Sandro no podía ni quería hablarle con franqueza, y todo lo que aquel dijera «en el nombre del Papa» le resultaría poco digno de confianza. No eran las mejores condiciones para obtener buenos resultados.
—Con esto ya está todo dicho —Massa se levantó de su trono y se preparó para dejar la villa.
—¿No habéis olvidado algo? —preguntó Sandro.
—No sabría decirlo.
—Me falta gran cantidad de información.
—Creía que ese era siempre el inicio de cualquier investigación.
—Tengo preguntas a las que solo vos podéis contestar.
—No podéis saber más de cuanto os he contado. Buenas noches, hermano —Massa sonrió y abrió la puerta, pero Sandro volvió a cerrarla en las mismas narices del ayudante de cámara.
—¿La conocíais?
De la sorpresa pintada en el rostro de Massa surgió rápidamente la rabia ocasionada porque un monje de veintiocho años osara cerrarle la puerta en la nariz e interrogarle. El chambelán que Sandro conocía no habría dudado en contestarle con un bufido; sin embargo, el Massa de aquella noche, se tragó su propia colera.
—¿Tenéis bien presente —respondió el veterano clérigo, con la misma calma con que Sandro había formulado su pregunta— que, aparte del Papa, no tenéis a nadie en el Vaticano que os sustente? Desempeñáis un cargo que podéis perder tan rápido como lo habéis obtenido.
—¿No es lo mismo que podría pasaros a vos?
Massa mostró de nuevo su sonrisa sardónica, una sonrisa que Sandro odiaba profundamente.
—En teoría, sí, así es. Sin embargo, dispongo de una red diplomática que me envuelve como un manto protector. Vos, por el contrario, y disculpadme la comparación, estáis completamente desnudo. Por el momento, disfrutáis de un clima cálido y soleado, pero creedme: en algún momento terminará por llegar el invierno, y entonces desearéis contar con algo de abrigo.
—Nunca busqué un puesto en el Vaticano, y con gusto regresaría con mis amigos a mi antiguo entorno.
—Vuestro antiguo entorno —Massa amplió su abierta sonrisa—. Ese no sería el lugar en el que volveríais a encontraros, creedme.
—No soy parte de ninguna red. Soy neutral.
Esta afirmación pareció divertir de verdad a Massa, pues su odiosa sonrisa se transformó rápidamente en una carcajada abierta.
—¡Loados sean los Cielos, Carissimi! Me doy cuenta de lo mucho que tenéis que aprender. Los neutrales son los primeros en caer con las renovaciones, al igual que los pobres caen con el hambre y el frío, porque no cuentan con nadie que les alimente ni les proporcione cobijo —Massa siguió riendo durante unos instantes—. Neutral... Eso ha sido realmente cómico.
Prodigó a Sandro unos golpecitos amistosos en el hombro.
—Deberíais empezar a buscar amistades. Están ahí, solo esperan a que les tendáis la mano. Lo único que debéis hacer es tomársela. Vuestro puesto como visitador resulta interesante, y ofrece numerosas oportunidades de realizar favores que se os podrían devolver posteriormente.
Callaron durante un instante, mirándose el uno al otro. Entonces Massa abrió de nuevo la puerta para marcharse, pero Sandro volvió a cerrarle el paso.
—No habéis contestado a mi pregunta, hermano Massa. Las preguntas que formule en conexión con el asesinato de Maddalena Nera deberán responderse, y eso es algo válido para cualquiera, con excepción de su Santidad. Os pregunto, por lo tanto, por última vez: ¿La conocíais?
La voz de Massa cambió ligeramente. Todo rastro de amistad había desaparecido.
—Sí, la conocía.
—¿De qué?
—Como chambelán del Santo Padre gozo de su particular confianza, y por tanto me encarga de que dé aviso de sus visitas.
—¿Y disteis aviso de una visita la pasada tarde?
—No.
—Por lo tanto, ¿el papa Julio no estuvo con ella?
—No.
—¿Quién la encontró?
—Una sirvienta.
—¿Cuándo la encontró muerta?
—No lo sé. Aproximadamente tres horas después del atardecer. Estaba completamente fuera de sí y acudió a mí. A continuación puse a su Santidad al corriente de la tragedia, y discutimos sobre qué hacer.
—Me gustaría interrogar a la criada.
—Se la ha llevado fuera de Roma, junto con el resto de la servidumbre, por mandato expreso del Papa. Aparte de vos, del Santo Padre y de mí, no hay nadie en toda Roma que sepa que Maddalena ha sido asesinada. Oficialmente ha sufrido un accidente, ¿entendéis? Un desgraciado y fatal accidente.
—¿Han robado algo?
—No conozco la villa tan bien como para poder responder. La sirvienta afirma, no obstante, que no faltaba nada.
—¿Recibía Maddalena la visita esporádica de amigos o familiares?
—Maddalena podía recibir diariamente a quien quisiera. Sin embargo, tenía órdenes de mantener libres las noches, pues estaba así fijado por si se diera el caso de que el Papa Julio decidiera pasarse por aquí.
—¿Y había tal plan para esta noche?
—Su Santidad la vio por última vez antes de ayer, y había previsto volver a visitarla mañana.
—¿Conocéis el nombre de los padres o hermanos de Maddalena? ¿De alguno de ellos?
—No, tenía muy poca relación con ella. Sus padres, por otra parte... No creo que merezca la pena ni hablar de ellos.