Eso depende de muchos factores —dijo—, pero si puede avanzar un poco hacia el norte el primer día después que haya cesado la tormenta, y luego navega con el viento a treinta grados por la aleta para disminuir la escora cuanto sea posible, podrá hacer rumbo a la isla el tercer día, y posiblemente la veremos llegar dentro de una semana. ¿Me presta su chaqueta, señor Martin? Voy a ver a los marineros.
Me encontré con el señor Butcher durante mi paseo —dijo Martin cuando el capitán Aubrey empezó a caminar por la tierra empapada del claro del bosque—. También él tiene zapatos y fue casi hasta el nacimiento del riachuelo. Se interesó por usted y dijo que estaba encantado de oír lo que le conté y que acudiría enseguida si usted volvía a sentir presión o molestias. Pero me habló de la fragata de un modo que me produjo inquietud. Según él, hay una larga cadena de islotes sumergidos a cierta distancia al oeste, una cadena bastante larga, de unas cien millas más o menos, y es casi imposible que la fragata no haya pasado por ella.
El señor Butcher es un excelente cirujano, pero no es un marino.
Quizá no, pero lo que dijo es lo que opinan los oficiales de la
Norfolk.
Para mí tiene más valor la opinión del capitán Aubrey que la de ellos. Sé que conoce estos arrecifes porque los mencionó cuando hablamos de la curiosa marea, y confía en que la fragata volverá.
No sabía que los conocía. Eso es un consuelo, un gran consuelo. Ahora estoy tranquilo otra vez. Permítame que le cuente cómo fue mi paseo. Llegué hasta la parte alta donde no hay árboles, donde se puede cruzar el riachuelo por un lecho de obsidiana y tarquina, y allí encontré al señor Butcher, que está de acuerdo conmigo en que la isla es volcánica. También encontré un rascón que no podía volar, tal vez porque estaba empapado.
Toda la isla estaba empapada, saturada de agua. En las colinas donde había árboles, grandes helechos y arbustos, hubo desprendimientos de tierra y la roca se había quedado pelada, y el riachuelo que desembocaba en el desembarcadero se había convertido en un caudaloso río que arrojaba barro y desechos a la laguna.
Jack fue hasta la margen izquierda, sorteando troncos de árboles y plantas rotas y enmarañadas, y al otro lado vio al capitán Palmer. Jack se quitó el sombrero y saludó:
Buenos días, señor.
Palmer hizo una inclinación de cabeza y dijo que el viento iba a rolar y que quizá volviese a llover otra vez.
Esas palabras, que en ocasiones repetían dos veces al día, fueron las únicas que se dijeron durante una semana. Fue una semana terrible, en la que llovió mucho, y aunque el riachuelo siguió siendo caudaloso, no pudieron pescar. Habían cogido todos los frutos que tenían a mano y la mayoría de los cocos y los frutos del árbol del pan se estaban estropeando debido al calor y la humedad. Los tripulantes de la
Surprise
se habían esforzado por deshacer cabos y preparar cañas de pescar rápidamente, pero la laguna estaba muy sucia y la mayoría de sus habitantes se habían ido, y otros habían muerto y estaban en la línea que marcaba el nivel más alto de la marea. Los tiburones grises todavía estaban allí, y era peligroso pescar con caña y red a causa de ellos, porque podían llegar adonde las aguas eran poco profundas. Pero cuando echaban las redes lo único que sacaban eran troncos, y cuando echaron al agua la lancha, lo que fue una dura tarea, y empezaron a remar, las cosas no les fueron mejor. La mayoría de los peces que pescaban los cogían del anzuelo los tiburones, y los que lograban conservar estaban hinchados, eran de color púrpura y tenían las espinas moradas, y Edwards, uno de los balleneros, y un viejo marinero que había navegado por el sur del Pacífico dijeron que tanto las espinas como la carne de los peces eran venenosas. Cuando pescaban en el arrecife en la bajamar, obtenían más provecho, pero eso también tenía sus desventajas, pues las puntas del coral y los erizos les cortaban los pies descalzos. Dos marineros fueron mordidos por morenas cuando buscaban almejas, y los que comieron un pez, similar al bacalao que había en la isla Juan Fernández, y que parecía inofensivo tuvieron sarpullido, vómitos negros y perdieron la vista temporalmente. Había muchos hombres que cojeaban, porque, a pesar de estar acostumbrados a correr descalzos por la cubierta, donde sus lisas tablas no les producían heridas (y se ponían zapatos para subir a la jarcia), las espinas, la roca volcánica y el coral les habían producido muchas.
A pesar de la lluvia, la enmarañada vegetación, impenetrable en algunos lugares, y las plantas espinosas que dificultaban caminar sin zapatos, los marineros iban de un lado a otro de la isla por hambre o por miedo. Un jueves Bonden dijo a Jack:
Haines, el antiguo tripulante de la
Hermione
que iba a delatar a sus compañeros, cree que ellos lo saben y teme que vayan a estrangularle, y me ha preguntado si puede venir adonde estamos nosotros.
Jack reprimió una violenta respuesta, estuvo pensando unos momentos y dijo:
Nada puede impedir que haga un refugio en el bosque que está aquí detrás y que se esconda en él hasta que venga la fragata.
Los que tenían zapatos, como Martin y Butcher, tenían menos dificultades para caminar, naturalmente, y ambos se encontraban a menudo. Butcher era amable y locuaz, y durante esos encuentros el pastor se enteró de que los tripulantes de la
Norfolk
esperaban que llegara un barco de guerra ruso que hacía un viaje de exploración por el Pacífico central o un ballenero de la media docena de ellos que habían zarpado de New Bedford y Nantucket y que pescarían en esas aguas o pasarían por allí. Pero como no tenían muchas esperanzas de que eso ocurriera, habían tratado de hacer una lancha con las tablas del barco que había naufragado para que fueran en ella un oficial y los tres mejores marineros hasta la isla Hiva-Oa y pidiesen ayuda en cuanto los vientos alisios se entablaran. A pesar de que había que esquivar los temibles arrecifes del oeste, sólo tendrían que recorrer cuatrocientas millas, que no eran nada en comparación con las cuatro mil que había recorrido el capitán Bligh en aquel mismo océano. Pero tenían muy pocas herramientas, sólo una pequeña caja que una ola había arrastrado hasta el arrecife, y se habían desprendido muy pocas tablas del casco, sólo algunas que rodeaban las escotillas y de las que habían hecho una balsa para pescar casi inservible.
Al final de la semana, la lluvia amainó y fue más fácil cruzar la parte superior del riachuelo. Muchos más marineros pudieron ponerse en contacto con otros, y eso ocasionó el primer problema. Como los demás balleneros, Edward guardaba rencor a los que habían quemado el
Intrepid Fox
, y cuando se encontró con un norteamericano le dijo que era un hijo de puta y un bastardo y que no era un buen marino y, además, le golpeó con un palo que llevaba. El norteamericano no le respondió, pero le dio una patada en sus partes blandas. El carpintero y un ayudante les separaron a tiempo, y el norteamericano se fue, seguido de gritos del tipo: «¡Maldito yanqui!» y «¡Quédate al otro lado del condenado riachuelo!». A los tripulantes de la
Surprise
les parecía evidente que les pertenecía el territorio a ese lado del riachuelo. Aparentemente, fue considerado por todos un límite natural, pues ese mismo día, un poco más abajo, un guardiamarina norteamericano con una barba pelirroja obligó a Blakeney, que estaba al otro lado, a que lo cruzara y le dijo que si volvía a verle pescar furtivamente en sus aguas le cortaría a trocitos para usarlos como cebo.
Pero incidentes como estos no llamaron demasiado la atención, pues todos pensaban en el domingo, el día que el capitán había dicho que la fragata aparecería. Aunque durante casi toda la semana llovió tanto que estaban empapados de la cabeza a los pies, el tiempo era favorable para el retorno de la fragata, pues el viento soplaba en dirección sursureste y con tan poca intensidad que el ruido atronador de las olas que chocaban contra el arrecife exterior disminuyó.
Llegó el domingo. Los oficiales se afeitaron con la navaja de Jack y los marineros con dos instrumentos quirúrgicos y se hicieron mucho daño porque no sabían afeitarse muy bien (esa era la tarea del barbero de la fragata), pero soportaron el dolor gustosamente porque tenían la creencia pagana de que mientras más sufrieran más probabilidades había de que volvieran a ver la fragata. Para el servicio religioso cubrieron la lancha con un toldo y en el centro colocaron un atril y lo amarraron en vez de clavarlo. Jack mandó una nota al capitán Palmer en la que decía que si él, sus oficiales y sus marineros querían asistir a la ceremonia serían bienvenidos, pero Palmer no aceptó, aduciendo que muy pocos de sus hombres eran anglicanos y que ninguno estaba en condiciones de asistir a un acto público. Su respuesta fue cortés, pero verbal, ya que los tripulantes de la
Norfolk
no tenían papel ni pluma, y fue transmitida por el señor Butcher, quien asistió a la ceremonia, que, a pesar de la falta de libros, fue digna de elogio desde el principio al final. Entre los tripulantes de la
Surprise
que estaban en la isla había cinco de los mejores cantantes de la fragata, y los demás les siguieron cuando cantaron los conocidos himnos y salmos, y todos cantaron tan alto que sus voces se oían más allá de la laguna y el arrecife. El señor Martin no se atrevió a pronunciar un sermón suyo sino que volvió a decir uno de Dean Donne, repitiendo algunos fragmentos de memoria y parafraseando los que no podía recordar exactamente. Todos los presentes, excepto la veintena de norteamericanos que estaban sentados en la otra orilla, lo habían oído, y eso era ventajoso para el pastor, pues la congregación era muy conservadora. Les gustó mucho el sermón y lo escucharon con la misma atención con que miraban de un lado a otro del horizonte con el propósito de ver al menos un pedacito de las gavias de la fragata recortándose en el cielo azul.
Era extraño que tantos marineros, que sabían perfectamente que nada era seguro en el océano y que era impredecible lo que podía ocurrir en un viaje, hubieran creído la predicción que había hecho Jack, y eso quizá se debía a que pensaban que tenía algo que ver con la magia. La habían creído los marineros de ambos lados del riachuelo, y como el domingo no apareció la fragata, al menos los tripulantes de la
Surprise
se desanimaron. La fragata no apareció el lunes ni el martes ni el miércoles, aunque hacía buen tiempo. Jack notó que, a medida que avanzaba la semana, Palmer inclinaba menos la cabeza al saludarle, y que el viernes apenas la movió hacia delante. Un saludo podía comunicar muchas cosas, y no era necesario ser muy perspicaz para saber que los tripulantes de la
Norfolk
eran conscientes de que formaban un grupo cuatro veces mayor que los de la
Surprise
, y que sería difícil obligar a Palmer a que reprimieran su creciente animadversión. Había muchas peleas aisladas que podrían dar lugar a la violencia generalizada.
Jack se hacía muchos reproches. Pensaba que debía haber permanecido en la fragata y que su presencia en la isla no había servido para ayudar a que Stephen mejorara más que la de los demás oficiales. Se había comportado como una vieja ansiosa. Si hubiera sido necesario que bajara a tierra para hablar con Palmer, en primer lugar, debería haber prestado atención a la marea, porque, a pesar de que el huracán la había afectado, un marino inteligente podría haber advertido los signos de su larga duración y de la fuerza de la corriente en el canal; en segundo lugar, debería haber traído a un grupo de infantes de marina e incluso la carronada de la lancha. En realidad, las armas que él y los tripulantes de la
Surprise
tenían eran los cuchillos de cada uno de ellos, su sable, el bichero de la lancha, la daga y la pistola de Blakeney; sin embargo, los tripulantes de la
Norfolk
también tenían cuchillos, naturalmente.
Creo que estás preocupado por la
Surprise
, amigo mío —dijo Stephen cuando estaban sentados solos fuera de la cabaña, contemplando el mar al atardecer—. Espero que no hayas perdido la esperanza de que nuestros amigos vengan.
¡Oh, no, no la he perdido! —exclamó Jack—. La fragata es una embarcación bien equipada y navega bien de bolina, y los tripulantes son excelentes marineros. Aunque Mowett no supiera que había ese maldito arrecife, estoy seguro de que en el momento en que se partieron las cadenas evitó por instinto que la fragata se desplazara a sotavento. Y por el cambio de dirección del viento entonces, según recuerdo, y por la posición de los bancos de arena, estoy seguro de que la fragata bordeó la parte norte del arrecife. Por lo que temo es por el maldito palo mesana reparado. El señor Lamb piensa como yo y lamenta no haberle puesto brandales dobles cuando estaba a tiempo de hacerlo.
¿La pérdida del palo mesana es algo grave?
No, si un barco navega con el viento en popa, puesto que no necesita llevar desplegadas las velas de ese palo; sin embargo, si debe orzar y navegar de bolina, que es lo que tendrá que hacer para regresar a la isla, ese palo es esencial. Si el palo reparado se ha desprendido, la
Surprise
tendrá que navegar con viento en popa y Mowett hará rumbo a Hiva-Oa.
Pero podrá regresar cuando ponga un nuevo mástil.
Sí, pero tardará tiempo en encontrarlo, y como Lamb y sus ayudantes están aquí, le costará mucho colocarlo. Además, tendrá que navegar contra los vientos alisios y la corriente día tras día, y no podrá llegar aquí hasta dentro de un mes.
¡Oh, oh! —exclamó Stephen con una significativa mirada.
Así es. Y la situación aquí no se mantendrá igual durante mucho tiempo, y aún menos durante un mes.
En ese momento se oyeron voces detrás de la cabaña, y aunque el capitán Aubrey consideraba que los tripulantes de la lancha eran buenos compañeros de tripulación y buenos marineros, sabía que les gustaba escuchar detrás de las paredes. En los compartimientos estancos de los barcos de guerra esa práctica era habitual, y los marineros se enteraban de muchas operaciones mucho antes de que les dieran la orden de realizarlas y de los asuntos privados de la mayoría de la gente, los cuales comentaban después. Eso era conveniente porque hacía a la tripulación sentirse como una familia, pero, en este caso, Jack no quería que muchos se enteraran de su opinión, porque, a pesar de que ambos bandos eran hostiles el uno con el otro, los marineros pacíficos de los dos barcos, sobre todo los neutrales, se reunían en la parte alta del bosque, en una parte que consideraban tierra de nadie, para conversar.