La costa más lejana del mundo (44 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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¿Qué es un tipejo, Maturin?

Como es domingo, le diré sinceramente que no lo sé —respondió Stephen—, pero he oído que la usaban en insultos del tipo: «¡Maldito tipejo!».

Poco después Jack también dijo «es domingo», cuando se negó a acceder a la petición que los marineros le habían hecho a través de los encargados de las cofas, el contramaestre y, finalmente, Mowett. Querían celebrar el regreso del doctor con algunas peleas de boxeo en el castillo esa tarde, pues sabían que a él le gustaban mucho. Además, había varios infantes de marina y balleneros que alardeaban de su fuerza y de su valentía en un cuadrilátero.

No, no puedo permitir que haya peleas de boxeo porque es domingo —dijo Jack—. Supongo que el señor Martín estará de acuerdo conmigo en que el domingo no se debe luchar a puñetazos, pero si los marineros piden a Velas que les haga unos guantes acolchados y acceden a ponérselos y a boxear como cristianos, sin dar golpes demasiado fuertes al contrario ni tumbarle de espaldas ni tratar de estrangularle ni tirarle de la coleta, creo que ni el propio arzobispo de Canterbury pondría objeciones a la pelea.

Entonces se volvió hacia Stephen y dijo:

No sabía que te gustaban las peleas de boxeo.

Nunca me lo preguntaste —dijo Stephen—. He visto muchas bastante malas, como las de la feria de Donnybrook, pero, como le decía a Bonden el otro día, nunca he visto una típica pelea de boxeo inglesa. Estuve a punto de verla una vez, porque conocí a un joven púgil llamado Henry Pearce en una silla de posta…

¿El Gallo de Pelea? —preguntaron a la vez Jack y Mowett.

Creo que sí, era muy famoso. Me invitó a verle pelear con otro héroe, con Thomas Cribb, si no recuerdo mal, pero, en el último momento, no me fue posible ver la pelea.

¡Así que conoció usted al Gallo de Pelea! —exclamó Mowett, mirando a Stephen con admiración—. Le vi pelear con el Azote en Epsom Downs. Pelearon hasta que los dos estaban a punto de caerse y casi ciegos a causa de la sangre; la pelea duró una hora y diecisiete minutos y cuarenta y un asaltos. Pearce fue el que salió mejor parado de la pelea, a pesar de que el Azote le había derribado en cinco ocasiones y se había dejado caer sobre él como si quisiera aplastarle con su enorme peso, como hacen algunos boxeadores cuando el premio es importante.

No entiendo cómo es posible que no hayas visto ninguna pelea de boxeo durante todo este tiempo —dijo Jack, que a menudo había recorrido cincuenta millas para ver a Mendoza, a Belcher o a Sam
El Holandés
, que había frecuentado el local de Gentleman Jackson y que había perdido dos dientes en peleas amistosas—. Tenemos varios pugilistas excelentes a bordo: Bonden, que ganó un premio en Pompey
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compitiendo con representantes de ocho navíos de línea y tres fragatas; Davis, que tiene la fortaleza de un troyano y lucha hasta que sus piernas no pueden sostenerle, y uno de los balleneros, que, según dicen, es muy peligroso. Mowett, tal vez sea mejor usar el cuero con que tapamos los cabos que una lona, porque es más flexible.

Me ocuparé de eso, señor.

Stephen, ¿no te parece muy agradable estar a bordo otra vez? —preguntó Jack cuando se quedaron solos.

¡Por supuesto! —respondió Stephen.

Esta misma mañana estaba pensando que es cierto el refrán que dice que es mejor ser un caballo muerto que un león vivo —dijo, mirando por el escotillón y pensando en lo que había dicho—. No, quiero decir, que es mejor azotar a un caballo muerto que a un león vivo.

Estoy de acuerdo.

Sin embargo, creo que tampoco es así. Sé que hay un refrán en que se habla de un caballo muerto, pero creo que esta vez no puedo acordarme de cómo es realmente, aunque suelo recordarlos y decirlos en el momento adecuado.

No te preocupes, amigo mío. No te has equivocado. Ese refrán encierra una gran verdad y nos advierte que no debemos subestimar a nuestro enemigo, pues si azotar a un caballo muerto es como un juego de niños, pegar a un león es peligroso, aunque sea con una cuchara de mango largo.

En este caso el enemigo era la marejada, y todos los que tenían interés en pasar un rato entretenido lo subestimaron, a pesar de lo que veían, e incluso cuando aumentó tanto que la fragata cabeceó de tal modo que casi nadie podía mantenerse de pie sin sujetarse, decían que era pasajera, que el mar se calmaría cuando llegara el crepúsculo, que podría haber pelea, y que quien dijera lo contrario era un estúpido, un mal marinero y un aguafiestas.

Creo que esta vez tampoco te será posible ver la pelea —dijo Jack—. Pero si el mar se encalma, y si el trabajo de la fragata lo permite, la verás mañana.

La marejada disminuyó, pero Stephen, ya despierto en su coy por la mañana, notó un extraño movimiento que no era un cabeceo ni un balanceo sino una serie de movimientos en distintas direcciones que nunca había sentido. Esos movimientos hacían que las cuadernas se separasen, y era evidente que se estaban produciendo desde hacía tiempo, ya que había mucha agua en su cabina y sus zapatos flotaban en ella.

¡Padeen! —gritó varias veces—. ¿Dónde se habrá metido ese maldito negro ladrón?

Dios le bendiga, caballero —respondió Padeen abriendo la puerta, lo que hizo que entrara más agua.

Que Dios te bendiga —dijo Stephen.

Padeen señaló hacia arriba, hacia la cubierta, y, después de tomar aire, dijo:

El diablo anda suelto.

Eso creo yo —dijo Stephen—. Padeen, por favor, alcánzame unos zapatos secos, los que están envueltos en esa red colgada de la pared.

Su cabina no estaba lejos del centro de gravedad de la fragata, y cuando subía por la escala el movimiento aumentó y estuvo a punto de caerse dos veces, una hacia un lado y otra hacia atrás. La única persona que había en la cámara de oficiales era el sirviente de Howard, el infante de marina, quien, con una expresión asustada, le dijo:

Todos los caballeros están en la cubierta, su señoría.

Y allí estaban todos, incluso el contador y Honey, que había estado encargado de la guardia de alba y debería estar durmiendo. A pesar de que estaban todos reunidos, no hablaban, y Stephen, aparte de darles los buenos días, no dijo nada más. El horizonte tenía un color púrpura negruzco y en el cielo había grandes nubarrones del color del cobre que se movían en todas direcciones a gran velocidad. Se veían relámpagos por todas partes y se oían terribles truenos cada vez más cerca por popa. El mar estaba agitado, y las enormes olas parecían formadas por un vendaval aunque el viento soplaba con poca intensidad, pero era muy frío y producía un sonido muy agudo al pasar por entre la jarcia.

Los tripulantes habían quitado los mastelerillos y los habían colocado sobre la cubierta. Ahora estaban asegurando las lanchas con doble cabo y los cañones con doble retranca y colocando obenques, brazas, burdas contraestayes y tapando la escotilla de proa y los escotillones con lona alquitranada y tablas.
Aspasia
se acercó a Stephen y le pasó el hocico por la mano, se pegó a su pierna como un perro ansioso, y en ese momento la fragata dio un bandazo y él estuvo a punto de caerse, pero se agarró a sus cuernos.

Sujétate, doctor —dijo Jack desde el costado de barlovento—. Hoy la fragata se mueve a capricho.

¿Qué significa todo esto?

Se avecina una tormenta —dijo Jack—. ¡Atención los del castillo! ¡Señor Boyle, póngalo en la serviola! Hablaremos a la hora del desayuno. ¿Has visto el ave?

No. No he visto ninguna desde hace muchos días. ¿Qué tipo de ave?

Una especie de albatros o una enorme gaviota. Ha seguido a la fragata desde… Mira, está atravesando la estela y se acerca al costado.

Stephen observó sus enormes alas y corrió por el pasamano hasta la proa para verla mejor. El pasamano descendía unos seis pies al llegar al combés, pero Stephen fue lanzado allí con tal fuerza que se dio un golpe en la cabeza con un cañón.

Varios marineros le llevaron a la popa y le acostaron en el coy de Jack, y aunque parecía muerto, respiraba casi imperceptiblemente y tenía el pulso débil. Allí le encontró Martin, después de subir trabajosamente desde el fondo de la fragata.

Me alegro de que haya venido, señor Martin —dijo Jack—, aunque no debería caminar con la pierna así… Sólo mandé a preguntarle si creía que debíamos hacerle una sangría, puesto que usted tiene conocimientos de medicina. No podemos hacerle volver en sí.

Creo que no es conveniente hacerle una sangría —dijo Martin después de palpar la cabeza de Stephen, que estaba inmóvil—, y tampoco darle coñac —añadió, mirando dos botellas que lo contenían, una del capitán y otra de los oficiales—. Tengo algunos conocimientos de medicina y creo que tiene una conmoción cerebral, pero no está en coma, pues no tiene estertor. El mejor tratamiento es que descanse en la oscuridad. Hojearé los libros del doctor, si usted me lo permite, pero creo que no encontraré nada que me contradiga. Además, pienso que estaría mejor abajo, donde se nota mucho menos el balanceo.

Estoy seguro de que tiene razón —dijo Jack y, volviéndose hacia Killick, ordenó—: Llama a Bonden.

Luego dijo:

Bonden, ¿crees que Colman, Davis y tú podéis llevar abajo al doctor sin que se mueva o que es mejor usar estrelleras?

Es mejor usar estrelleras, señor. Ni por todo el oro del mundo permitiría que se me cayera.

Entonces hazlo así, Bonden —dijo Jack, y mientras colocaban las estrelleras, preguntó—: ¿Qué opina usted, señor Martin? ¿Es muy grave? ¿Corre peligro?

Mi opinión no vale mucho, pero es evidente que la herida es mucho más grave que la producida por una caída menos fuerte. He leído que en estos casos, el coma puede durar varios días y a veces terminar con la muerte o como si fuera un sueño. Cuando no se rompe ningún hueso, creo que el factor más importante es la hemorragia interna.

Todo listo, señor —dijo Bonden. Los hombres más fuertes de la fragata estaban con él, y entre todos, apoyándose en los mamparos y puntales, bajaron a Stephen avanzando pulgada a pulgada, como si su piel fuera la cáscara de un huevo. Por fin le pusieron en su coy y Padeen se sentó a su lado para evitar que se meciera. Su cabina era pequeña y no tenía mucho aire, pero era oscura y tranquila, pues estaba en la parte de la fragata donde había menos actividad. Y allí, en medio del silencio, pasó muchas horas.

La cubierta se convirtió en un infierno media hora después, cuando los tripulantes estaban bajando el mastelero mayor. El contraestay que lo sujetaba se partió en el momento en que empezó a caer una lluvia cálida y fuerte, tan fuerte que no dejaba ver nada y apenas permitía respirar. Desde entonces hasta que se hizo de noche se sucedieron ráfagas de viento en todas direcciones, relámpagos que se veían justo encima de sus cabezas y horribles truenos, y se formaron olas tan grandes que parecía que iban a engullir la fragata y que chocaban contra ella con la misma fuerza que si lo hicieran contra un arrecife, aunque la profundidad de las aguas era tal que no podía medirse con ninguno de los cabos de la fragata. Además de esto, vieron con asombro cómo un canalón caía sobre sus cabezas y elevaba durante unos minutos el nivel de la cubierta hasta la superficie del mar, e inmediatamente oyeron un espantoso trueno y vieron el fuego de San Telmo en el bauprés y los pescantes. Les pareció que ese tiempo no era real, que los minutos pasaban mucho más rápido, pues tenían que intentar sobrevivir constantemente a las enormes masas de agua que caían sobre ellos mientras aseguraban muchas cosas, como el chinchorro y la bitácora y amarraban las botavaras que se desprendían y bombeaban toneladas de agua que volvían a llegar del cielo y el mar. De todos los marineros, los que menos se cansaban eran los que bombeaban, a pesar de que tenían que trabajar hasta que casi no podían mantenerse en pie, a menudo con el agua a la cintura y casi sin poder respirar a causa de la lluvia, una lluvia torrencial, porque al menos ellos sabían qué hacer. Los demás estaban siempre vigilando por si ocurría algo imprevisto o peligroso, como por ejemplo, que el mar lanzara a bordo un tronco de palma de setenta pies, uno de cuyos extremos se enganchó en los obenques del palo mayor y el otro se movía de un lado a otro por encima del pasamano y el castillo. Una ráfaga de viento arrancó la única vela de mal tiempo que llevaba la fragata y la hizo detenerse como si hubiera encallado en un arrecife y se inclinó tanto que muchos pensaron que iba a hundirse; y eso es lo que pasaría si en ese momento se soltara un cañón de la batería de barlovento, pues habría atravesado el costado.

Hasta que llegó el crepúsculo el tiempo no cambió. Diversas ráfagas de viento pasaron en dirección norte y oeste y después empezó a soplar el viento del sureste, aunque con intensidad variable, y finalmente sopló con tanta fuerza que provocó una marejada que podía compararse con la que se formó cuando estaban en los cincuenta grados de latitud sur.

La tormenta fue fuerte, muy fuerte, y se formaron enormes y peligrosas olas, pero todos, por su profesión, estaban acostumbrados a eso, y, además, sintieron alivio, pues ahora estaban menos agitados que durante el día. Llamaron a los marineros a cenar en dos grupos separados y Jack ordenó que les dieran grog y se fue abajo. Primero visitó la enfermería, pues estaba seguro de que habría algunos heridos, y allí encontró a Martin, que entablillaba hábilmente el brazo roto de Hogg. Pratt estaba junto a él con gasas y vendas, pero era evidente que Martin era quien se hacía cargo de atender a los enfermos.

Es usted muy generoso, señor Martin —dijo—. Espero que esto no le cause mucho dolor. Veo que tiene sangre en su vendaje.

No —dijo el pastor—. He tomado la poción de Maturin, el láudano, y casi no siento dolor. Por favor, sostenga este extremo un momento. Acabo de verle y no he notado ningún cambio. La señora Lamb se encuentra con él ahora.

Voy a ver a los demás pacientes y después, si eso no le duele, iré a verle.

Durante el día el tiempo fue tan malo que era sorprendente que tan pocos hombres hubieran sufrido heridas, y aparte de la fractura de un brazo, ninguna era importante. Cuando Jack bajó la escala y abrió la puerta de la cabina estaba animado y esperanzado. Pero Stephen, que estaba tumbado de espaldas debajo del oscilante farol, parecía muerto. Tenía las sienes hundidas, los orificios de la nariz casi cerrados, los labios sin color y la cara gris y sin expresión.

Hace menos de cinco minutos pensé que había muerto —dijo la señora Lamb—. Quizá cuando cambie la marea…

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