Mientras hacían todo eso, casi ninguna tenía mucho tiempo de mirarles; Stephen, que había recuperado su agudeza, miraba a su alrededor cada vez con menos discreción. Observó a las apresuradas tripulantes, unas veinte jóvenes y nueve o diez mujeres de mediana edad, y escuchó a muchas otras en la caseta, aunque no podía verlas. Entre las jóvenes había unas doce que eran alegres, hermosas, lucían muchos tatuajes, hablaban y reían mucho y eran curiosas y amables, aunque era obvio que no consideraban a Jack y a Stephen atractivos. Las otras jóvenes y la mayoría de las que tenían entre treinta y cuarenta años eran calladas y a veces tenían una actitud hostil. Stephen sospechaba que desaprobaban el rescate y tener que dar de comer a los rescatados. Fuera cual fuera su opinión, todas las mujeres hablaban constantemente en una lengua meliflua que a él le parecía la más extendida en Polinesia, excepto cuatro de las más jóvenes, que mascaban las raíces de la planta de la que se hacía la
kava
, una bebida, y escupían la pulpa en un cuenco. Stephen sabía que la leche de coco se mezclaba con ella y cuando la mezcla había reposado un tiempo, ya podía beberse, pues había leído algunas historias sobre ese conjunto de islas; pero, puesto que no pensaba visitarlas en ese viaje, no había aprendido muchas palabras de su lengua y sólo recordaba una o dos, entre ellas,
kava
. Permaneció allí sentado, escuchando aquella lengua que no comprendía y pensando en esa extraña comunidad, y se le ocurrió que tal vez el barco era un convento flotante. Obviamente, el barco tenía provisiones para hacer un largo viaje, uno de esos largos viajes de los polinesios de los que tanto había oído hablar, y parecía capaz de hacerlo. Observó con admiración el doble casco sobre el que se apoyaban la plataforma y la caseta. Pensó que tenía la ventaja de dar más estabilidad al barco cuando el viento soplaba por el través y de reducir la fricción, y que se podría introducir esa novedad en la Armada. Pero la idea de construir barcos de guerra de la Armada con dos cascos le hizo sonreír, pues recordó las protestas que levantó la proposición de cambiar un poco la forma tradicional de la popa. Luego miró hacia las altas rodas colocadas en la confluencia de los cascos, es decir, hacia la doble proa, y, al ver uno de los mascarones, recordó a sir William Petty, un partidario de Cronwell e ingenioso ladrón que había inventado un barco de doble fondo. El mascarón, un bloque de madera tallada de seis pies de altura, representaba a tres hombres de pie, de modo que el primero sostenía sobre sus hombros al segundo y éste al tercero. Los tres estaban unidos por un enorme pene que se elevaba desde la entrepierna del primero hasta un poco más arriba de la cabeza del tercero, sujeto por los tres y pintado de rojo y púrpura. Era evidente que había sido mayor, pero habían disminuido su altura y le habían cortado tantos trozos que no se sabía si era común a los tres, aunque era probable. Los tres habían sido castrados, y a juzgar por el color de la madera rota, eso había ocurrido muy recientemente y se había realizado con un instrumento poco afilado.
¡Dios mío! —murmuró Stephen y se volvió hacia el otro mascarón.
Ese mascarón era una alta pieza de madera en cuyos lados habían tallado cuadrados iguales con un hacha, y en la punta tenía una calavera que a Stephen le pareció un tótem. No le sorprendió ver la calavera (había visto otra rodando entre los cascos de los cocos y sabía que en el sur del Pacífico no les daban importancia), pero le preocupó mucho ver unos objetos resecos y arrugados en forma de bolsa que estaban colgados de la pieza de madera, objetos parecidos a los gusanos que a veces había en las puertas de las casas de los guardabosques en Europa. Iba a decirle a Jack lo que había descubierto y las conclusiones a que había llegado, a aconsejarle que fuera amable y sumiso y que no galanteara a ninguna mujer, pero se dio cuenta de que estaba solo. Jack se había ido cuando las tripulantes que se habían lavado primero se sentaron en la parte de barlovento de la plataforma para peinarse y las que formaban el segundo grupo empezaban a lavarse. Luego había ido a popa por el otro costado y examinó los tablones de la plataforma, que tenían las juntas cubiertas por algo que le pareció una mezcla de fibra de coco con una sustancia pegajosa. Después observó los cabos y también las velas, que estaban hechas de una fina tela y tenían las orillas reforzadas con lianas. Finalmente había pasado por el costado de la caseta, donde varias mujeres hablaban a la vez en voz alta y en tono malhumorado, y había llegado hasta donde se encontraba el timón, que estaba formado por un tablón que no se movía hacia los lados sino hacia arriba para orzar y hacia abajo para poner la proa en la misma dirección del viento. Había notado que la mujer que lo manejaba tenía aspecto hombruno a pesar de llevar tatuajes que formaban una maraña de líneas y espirales. Ella le entendió enseguida y le enseñó cómo se usaba el tablón. Demostró que el barco podía orzar fácilmente, aunque escoraba mucho, indicando la escora separando dos dedos y la fuerza del viento soplando. Pero no pudo responder a sus otras preguntas, que eran sobre las estrellas, la navegación de noche y el destino del barco, a pesar de que las había complementado con gestos.
Cuando trataba de hacerse entender, tres robustas mujeres de mediana edad que parecían las ayudantes de la contramaestre salieron de atrás de la caseta y le obligaron a ir rápidamente hasta la proa, y una de ellas incluso le dio una patada como las que daban los ayudantes de los contramaestres del
Spithead
. Las tres y algunas otras mujeres parecían muy enfadadas; se agruparon y estuvieron discutiendo durante un cuarto de hora. Luego dieron a Jack un mortero lleno de raíces secas y un pesado mazo, y a Stephen un cerdito, que, como la mayoría de los demás animales, estaba en una cesta, pero a diferencia de ellos, se movía mucho y parecía tener mala salud. Había que dar de comer al cerdo, pero no se estaba quieto ni un momento. Durante algún tiempo las ayudantes de la contramaestre permanecieron detrás de ellos pellizcándoles y golpeándoles si el cerdito se quejaba o las raíces se salían del mortero, o sin motivo. Pero poco después tuvieron que ir a hacer otras tareas y Jack murmuró:
No debía haber ido hasta la popa. Es evidente que nos consideran simples marineros, y no debemos movernos hasta que nos lo ordenen.
Stephen estaba a punto de decir que estaba de acuerdo con él, aconsejarle cómo debía comportarse y exponerle su hipótesis sobre la naturaleza de aquella comunidad y el propósito de su viaje y, además, recordarle que el canibalismo estaba muy extendido por el sur del Pacífico, pero Jack dijo:
¿No tienes mucha sed, Stephen? Yo sí. Creo que es por culpa del pescado desecado. ¿Sabes una cosa? Parece que no les gusta mi aspecto; sin embargo, el tuyo sí, porque estás casi tan moreno como ellas.
Eso se debe a que acostumbro a exponerme al sol —dijo Stephen, mirándose con satisfacción el vientre desnudo.
Era cierto. Stephen solía sentarse en las cofas sin ropa y no tenía la palidez de los europeos.
Creo que les parece que tienes lepra o cualquier otra enfermedad —añadió—. El color de tu piel da asco a quienes no están acostumbrados a verlo.
Sí —dijo Jack—. Por favor, ten la amabilidad de llamar a la joven que está allí, entre los cocos.
Stephen la llamó haciendo un gesto que indicaba que quería beber, pero no tuvo suerte. Ella frunció los labios, puso una expresión malhumorada y miró hacia otro lado. La segunda vez que la llamó fue más afortunado, porque Manu pasaba cerca de allí y le trajo cuatro cocos y los abrió con un diente de tiburón atado a un mango. Mientras los dos bebían la exquisita agua de coco, ella les habló en tono grave, como si les estuviera diciendo algo por su propio bien. Luego juntó las manos como si fuese a rezar y miró hacia la popa. Ellos no entendieron lo que quería decir, pero asintieron con la cabeza y dijeron:
Sí, señora. Naturalmente. Le estamos muy agradecidos.
Una vez más, Stephen intentó comunicar a Jack la conclusión a que había llegado después de observar no sólo los mascarones sino también una serie de signos, formas de comportamiento, caricias, peleas y reconciliaciones: que estaban a bordo de un barco que pertenecía a mujeres que detestaban a los hombres, que se habían rebelado contra la tiranía de ellos y que navegaban rumbo a una isla tal vez lejana para fundar un estado sólo femenino. También quería decirle que era posible que le castraran, le mataran y se lo comieran. Pero antes de que pudiera hablar, el cerdito se puso nervioso, gruñó y defecó en la cubierta. Al mismo tiempo Jack movió más lentamente el mazo, y enseguida vinieron las ayudantes de la contramaestre. Mientras Stephen limpiaba la porquería y también sus pantalones (ellas eran muy limpias y le obligaron a que se los quitara y los lavara varias veces hasta que estuvieron satisfechas de cómo los había dejado), ellas les gritaban, les pellizcaban y les daban puñetazos y manotazos, y luego Jack dijo:
Creo que ahí viene la capitana con sus oficialas.
Era una mujer gruesa con el tronco largo y las piernas cortas y tenía la piel más oscura que la mayoría de las demás. Tenía la nariz afilada, un gesto malhumorado y una actitud autoritaria. Hizo un recorrido por el barco acompañada de dos mujeres más altas, que parecían tontas y sumisas y que llevaban dos armas iguales: unas ramas de palmera de tres pies de largo que tenían en la punta una bola de madera, un puntiagudo trozo de obsidiana y dos bolas de madreperla a los lados que simulaban el pico y los ojos de un ave, y que posiblemente era un signo de su categoría, porque las llevaban con orgullo. La capitana no tenía nada que indicara su rango, y comía a pequeños mordiscos algo que llevaba en la mano, pero cuando llegó a la proa todas las tripulantes se pusieron de pie, juntaron las manos y agacharon la cabeza.
Tal vez deberíamos adoptar una actitud respetuosa y sumisa —murmuró Stephen.
Cuando la capitana se acercó a ellos, pudieron ver que estaba comiendo una mano ahumada o en conserva. Miró a Jack y a Stephen sin curiosidad ni satisfacción y no respondió a su saludo, que hicieron inclinando la cabeza mientras uno decía «Soy su más humilde servidor, señora» y el otro: «Es una alegría y un honor para mí estar a bordo de su barco, señora». Después de mirarles, habló durante largo tiempo en tono malhumorado con Taio y Manu, que, a pesar de mantener las manos juntas, parecían hablar con confianza. Stephen supuso que pertenecían a una clase privilegiada. Ambas eran más altas que las demás, tenían un color de la piel más claro y sus tatuajes eran muy diferentes, y la capitana trataba con más respeto a Manu que a las demás.
La capitana y sus oficialas siguieron avanzando hacia popa por el costado de babor, y un poco después Jack dio la vuelta al mortero de modo que pudiera verlas y dijo:
Creo que van a celebrar una ceremonia religiosa.
Colocaron una especie de altar en medio de la plataforma y sobre él un cuchillo de obsidiana, seis discos de madreperla y varias armas delante de ellos. Jack y Stephen dejaron de prestar atención a su trabajo, y de nuevo una mujer que desempeñaba la función del cabo de un barco les gritó para que volvieran a trabajar y les estuvo regañando durante largo rato haciendo gestos al mismo tiempo; y aunque ellos no entendían ni una sola palabra, por su tono comprendieron que a veces describía a las personas trabajadoras y a veces a las perezosas. Detrás de ella estaban Taio, Manu y media docena de las jóvenes más alegres imitando sus gestos y sus ademanes tan bien que Jack apenas pudo reprimir una carcajada y emitió un ruido parecido a un relincho. La mujer avanzó hasta una fila de armas y se acercó a él sosteniendo un palo puntiagudo parecido al de las oficialas, que servía para atravesar un cráneo de un solo golpe, pero no le pegó con él sino que se limitó a darle una patada en el estómago. Apenas hizo eso, dio por terminado el asunto, pues todas las demás gritaban y señalaban hacia el mar, muy cerca del través de estribor, donde Manu había visto un tiburón.
Era un tiburón de mediano tamaño, de doce o trece pies de largo, pero Stephen no sabía a qué especie pertenecía ni pudo averiguarlo, pues miró hacia Manu, que cogió el cuchillo de obsidiana del altar y se tiró al mar entre los dos cascos. No supo lo que pasó después, pero las aguas se agitaron a pocas yardas del costado de estribor, y luego Manu subió a bordo chorreando agua y dejó caer el tiburón en la popa mientras las otras mujeres reían. Era evidente que sólo a Jack y a Stephen les pareció extraño eso. Todas las mujeres, excepto dos que ayudaron a Manu a peinar sus cabellos mojados, siguieron preparando la popa para la ceremonia religiosa, como si nada importante hubiera ocurrido. Apenas una de las ayudantes de la contramaestre, que ahora llevaba un vestido de rayas con adornos, echó más raíces en el mortero de Jack y le dio un golpe con un cabo, los tambores empezaron a tocar. La ceremonia empezó con una danza. Las mujeres se colocaron en dos filas frente a la capitana y empezaron a hacer movimientos rítmicos hacia delante y hacia atrás alternativamente y a agitar las armas que llevaban. Mientras tanto, la capitana cantaba y al final de cada verso ellas decían «
waku»
. Las armas que llevaban eran arpones, los palos puntiagudos que servían para perforar cráneos y que se llamaban
patoo-patoo
, un nombre que Stephen recordó en el momento en que los vio, y otros palos con dientes humanos o de tiburones en las puntas; y todas las mujeres, incluso las que masticaban las raíces para hacer
kava
, las manejaban con destreza. La danza continuó durante largo tiempo. El toque del tambor parecía hipnotizador.
Stephen —murmuró Jack—, tengo que hacer mis necesidades.
Muy bien —dijo Stephen, calmando al cerdito—. He visto a las mujeres hacerlas muchas veces, la mayoría de ellas por fuera de la borda.
Pero tendré que quitarme los pantalones —dijo Jack.
Entonces será mejor que te metas entre los dos cascos y te agarres a la plataforma, pues, a pesar de que ellas parecen tan inocentes como Eva antes de coger la manzana y no les importa estar desnudas, quizá no les guste ver las partes pudendas de un hombre.
Creo que la culpa la tiene el pescado desecado —dijo Jack—. Pero creo que puedo esperar. A decir verdad —dijo, bajando la voz y mirando hacia la capitana—, esa bruja malcarada me inspira miedo. No sé lo que sería capaz de hacer.
Ve ahora, porque tal vez después sea más difícil. Ve enseguida. Creo que la ceremonia está llegando a su clímax.