La costa más lejana del mundo (37 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Lo hizo uno de los balleneros, que era pastelero en Danzig antes de ser marinero.

Yo puse las líneas que indican la longitud y la latitud —dijo el oficial de derrota—. Las hice con azúcar teñido con oporto. Aquí está el ecuador.

Las Galápagos —dijo Jack, mirándolas—. Están todas, incluso la roca Redonda y el islote Cawly, en su posición exacta. Y pensar que no hemos bajado a ninguna… A veces nuestra profesión nos exige demasiado.

«¡Oh, deber, enviado por Dios!» —dijo Mowett.

Pero Jack estaba mirando el archipiélago, que se movía con el balanceo de la fragata, y no le oyó.

Les diré una cosa, caballeros —continuó—. Si volvemos a pasar por aquí después de cumplir nuestra misión, fondearemos unos días en la cala de la isla Santiago que conoce el señor Allen y todos tendrán permiso para pasear por allí a su antojo.

¿No va a tomar alguna de las Galápagos antes de que vayan a la deriva? —preguntó Mowett.

Me da lástima estropear esta obra de arte —respondió Jack—. Pero a menos que queramos quedarnos sin postre, tendré que cortar el ecuador —añadió, sosteniendo la cuchara a cierta distancia por encima del ecuador de azúcar.

Por el ecuador, o un poco más al sur de éste, la fragata navegaba día tras día en dirección oeste. Muy pronto dejaron atrás los pingüinos, las focas, las aves que habitaban en las costas y casi todos los peces. También dejaron atrás la tristeza, las aguas frías y las nubes bajas, y la fragata avanzó por aguas de un intenso color azul que formaban un inmenso disco que aumentaba constantemente bajo el abovedado cielo azul claro, en el que de vez en cuando aparecían algunos cirros. Pero la
Surprise
no se movía a gran velocidad, a pesar de tener desplegadas gran cantidad de velas finas, las apropiadas para navegar con buen tiempo (incluso las alas superiores y las inferiores, las sobrejuanetes y las monterillas), y sólo avanzaba cien millas desde las mediciones de un mediodía a las del mediodía del día siguiente. Casi cada día, durante dos o tres horas, el viento amainaba o incluso se encalmaba después de mediodía; las velas, que formaban una gran pirámide, caían fláccidas; el mar se quedaba tranquilo y sólo se movía ocasionalmente cuando nadaban por él grandes grupos de ballenas azules, incluso doscientas o trescientas, que pasaban en fila a cierta distancia de la fragata en dirección a Perú. Y cada día al anochecer, cuando cambiaba la guardia, sólo se dejaban desplegadas las gavias, porque el capitán temía que el viento soplara de repente con mucha intensidad durante la noche, a pesar de que era flojo durante el día.

Los miembros de la Armada real apenas conocían aquellas aguas (Byron, Wallis y Cook habían navegado mucho más al sur o mucho más al norte) y el lento avance de la fragata por un mar aparentemente infinito habría irritado a Jack si el oficial de derrota no le hubiera dicho que eso ocurría siempre que el sol empezaba a alejarse del trópico y que seguramente la
Norfolk
tendría la misma suerte, o peor. Allen había hablado mucho con el jefe del grupo de balleneros, un hombre de mediana edad llamado Hogg que había ido tres veces a las islas Marquesas y dos veces a las Sandwich, y por su experiencia y por lo que había oído, logró tranquilizar a todos los que estaban a bordo. La fragata navegaba tan rápido como podía, pero no como si persiguiera una presa, y sus tripulantes no mojaban las velas durante el día porque sabían que la
Norfolk
avanzaba a una velocidad menor. Cuando llegó a las Marquesas pasó por entre todas las islas en busca de los balleneros británicos que probablemente se encontraran allí. El capitán sabía que no había un momento que perder, pero también que no era conveniente darse demasiada prisa.

Una vez más, con sorprendente rapidez, la fragata volvió a ser como un organismo independiente y autosuficiente, y enseguida los tripulantes volvieron a pensar que el modo de vida que tenían en ese momento era el normal; les pareció que los lejanos días extremadamente fríos que habían pasado al sur del cabo de Hornos y los tristes días que habían pasado bordeando las costas de Chile y Perú habían transcurrido en otro mundo. Cada mañana salía el sol por encima de la estela de la fragata y hacía brillar la cubierta recién limpia, que enseguida era tapada por toldos, pues, a pesar de que allí no hacía tanto calor como en el golfo de Guinea, donde la brea que cubría las juntas formaba burbujas y la de la jarcia chorreaba, y tampoco como en el mar Rojo, que todos recordaban con horror, la temperatura alcanzaba más de ochenta grados Farenheit, y era agradable estar en la sombra. Todos llevaban pantalones de dril excepto cuando eran invitados a comer con el capitán, y los guardiamarinas fueron excusados de usar sus gruesos chalecos de cachemir.

Probablemente eran ellos los únicos que no se alegraban de volver a navegar por tranquilas aguas azules y con la fragata en orden, como si acabara de salir de Bristol. No les habían dejado de dar clases de griego y latín excepto en los horribles días que habían navegado entre los cincuenta y los sesenta grados, pero ahora les daban el doble de clases. Además, el capitán Aubrey tenía tiempo para explicarles complicadas cuestiones relacionadas con la náutica y para enseñarles por la noche el nombre, el ascenso y el descenso de muchas grandes estrellas y a calcular la distancia angular entre ellas y varios planetas o la Luna. El capitán y Mowett también tenían tiempo para enseñarles a mejorar su comportamiento en la Armada, es decir, hacerles salir de sus confortables coyes muy temprano, relevar a los compañeros que estaban de guardia mucho antes de que sonaran las campanadas, no meterse las manos en los bolsillos ni apoyarse en la borda ni en una cureña y subir a las cofas siempre que se arrizaran las velas.

Ustedes son guardiamarinas —les dijo Mowett un día—, tienen una magnífica camareta, son alimentados como gallos de pelea, y lo único que se les pide a cambio es que suban a las cofas cuando las velas sean arrizadas. Pero ¿qué hicieron? Observaron cómo arrizaban la juanete mayor desde…

¡Oh, señor! —exclamó Nesbitt, pensando que eso era una injusticia—. Sólo lo hice una vez.

… y el velacho aparentemente se arrizaba solo porque el guardiamarina estaba abajo distraído, seguramente pensando en obscenidades. Lamento que la Armada vaya a ser dirigida por oficiales como ustedes, que no piensan más que en comer y dormir y no cumplen con sus obligaciones. Nunca he visto nada igual en ningún barco ni quisiera verlo.

Estos guardiamarinas piensan demasiado en su comodidad —dijo Jack—. Parecen un grupo de ilotas.

¿La palabra «ilota» tiene un significado distinto en la jerga náutica, como «perro», «ratón», «pez» y tantas otras? —preguntó Stephen.

¡Oh, no! Significa lo mismo: joven perezoso.

Todos los intentos fueron en vano, pues los guardiamarinas de la
Surprise
eran alegres y traviesos y entre ellos no había ninguno de cierta edad que pudiera dominarles. Comían mucho y ya habían recobrado las fuerzas que perdieron durante los difíciles días que pasaron al sur. Las costillas de Boyle se habían soldado perfectamente y tanto la calva de Calamy como su barbilla estaban empezando a cubrirse de fino pelo, pero Williamson no podría recuperar los dedos de los pies ni las puntas de las orejas. A pesar de las duras tareas, de las numerosas clases y de los intentos de mejorar su comportamiento, siguieron retozando, e incluso aprendieron a nadar. Por las tardes, cuando la fragata se ponía en facha, muchos tripulantes se tiraban al mar; algunos directamente, pues desde que se habían alejado de las Galápagos no habían visto tiburones siguiendo la fragata ni a su alrededor, pero la mayoría de ellos se tiraba a una especie de estanque formado por una vela sumergida en el agua.

Esa era una de las delicias de aquel viaje hacia el oeste, y otra eran las competiciones diarias de tiro con los cañones y las armas pequeñas después de pasar revista, pero había muchas más. Sin embargo la que todos consideraban mejor era el comportamiento de Hogg, el jefe del grupo de balleneros. Hogg nunca había pertenecido a la Armada, pues, aunque casi siempre hubo alguna guerra desde que era un niño, nunca le reclutaron forzosamente. Le habría servido de protección el hecho de que se dedicaba a la pesca de la ballena en los mares del sur y de que era arponero, pero nunca necesitó ampararse en ello. Ni las brigadas reclutadoras ni el oficial encargado del reclutamiento le habían molestado nunca y la
Surprise
era el primer barco de guerra al que subía. Había pasado casi toda su vida en balleneros, donde había una organización democrática, donde los tripulantes, alrededor de treinta, no trabajaban a cambio de un salario sino de una parte de lo que valiera lo que pescaban en conjunto y donde, a pesar de que era necesario mantener la disciplina, apenas había diferencia de categoría entre ellos (menos diferencia que entre los miembros de la Armada real, que eran muchos más y estaban divididos en dos grandes grupos muy distintos en los que había una gran diversidad de personas). Era un hombre inteligente, cándido, y tenía conocimientos de náutica. Pasó su niñez en los suburbios de Wapping, donde nadie tenía religión, y el resto de su vida entre balleneros, por lo que había tenido poco contacto con la civilización. Cuando saludaba al oficial de guardia por la mañana le decía: «¿Cómo te va, amigo? Espero que bien». Cuando prepararon la cubierta para la ceremonia religiosa, fue difícil lograr que se mantuviera en el lugar que le correspondía, y cuando por fin se quedó sentado en un banco, alzando la voz, dijo: «¡Esto parece una taberna!». Miraba asombrado a los demás cuando cantaban los himnos y aplaudía cuando terminaban. Cuando el señor Martin se puso la pelliz el marinero que estaba a su lado le susurró:

El pastor va a pronunciar un sermón.

¿Ah, sí? —preguntó Hogg en voz alta y se inclinó hacia delante, apoyó ambas manos en las rodillas y miró al pastor con mucho interés—. Nunca he oído un sermón.

Entonces, después de unos minutos, gritó:

¡Eh, se ha saltado una página, maestro! ¡Eh, se ha saltado una página!

Era cierto. Martin era un mal orador y a menudo leía los sermones que habían pronunciado otros más brillantes, como South o Barrow, y ahora, debido a que el nuevo parroquiano le había puesto nervioso, había cometido un error.

¡Silencio de proa a popa! —gritó Mowett.

Pero se ha saltado una página —dijo Hogg.

Bonden —dijo Jack en una pausa de la ceremonia religiosa—, llévate a Hogg a la proa y explícale cómo tenemos que comportarnos en la Armada.

Bonden se lo explicó, pero él no pareció entenderlo muy bien. Al día siguiente, cuando Nesbitt, el más joven de los guardiamarinas, daba órdenes a algunos marineros en la cofa del trinquete, dijo una grosería, y Hogg se volvió hacia él, le agarró con una mano, le dio una nalgada con la otra y le dijo que debería avergonzarse de hablar así a esos hombre, ya que cualquiera de ellos tenía edad suficiente para ser su padre. Si un consejo de guerra juzgase a Hogg le impondría pena de muerte, porque ese era el castigo que merecía por semejante falta, según del artículo 22 del Código Naval. Jack mandó a Mowett y a Allen a que hablaran con él detenidamente, y ambos le explicaron las consecuencias de semejante acto. Sin embargo, los tripulantes no se sorprendieron de que los balleneros dijeran al señor Adams, el contador, lo que pensaban de los artículos que vendía, o de que pidiesen al capitán una copa de su mejor coñac cuando les apetecía tomar un trago, e incluso les animaban a hacerlo:

¡Adelante, compañeros, no sean tímidos! El capitán estima a los marineros y siempre les da una copa cuando se la piden con educación.

A los tripulantes no les eran antipáticos sus nuevos compañeros, ni mucho menos, porque no sólo eran amables sino buenos marineros, pero no podían resistir la tentación de abusar de su simplicidad. Antes de que volvieran a preparar la cubierta para la ceremonia religiosa, los balleneros se habían vuelto más prudentes. Aunque Hogg y sus amigos todavía salían medio dormidos del coy al oír «¡Ahí voy con el palo!», no hacían cosas absurdas, pero proporcionaron gran diversión cuando un ballenero norteamericano apareció a lo lejos por barlovento, navegando con rumbo este, un ballenero que reconocieron porque tenía una cofa de serviola de dos pisos en el palo mayor, pues al verlo, todos corrieron a la popa llenos de rabia y pidiendo venganza, y cuando Honey, el oficial de guardia, se negó a orzar inmediatamente, empezaron a llamar al capitán por la claraboya y tuvieron que ser alejados de allí por los infantes de marina. Después de reflexionar unos momentos, Jack llegó a la conclusión de que perseguir al ballenero les haría perder mucho tiempo y mandó a buscar a Hogg para hablar con él.

Hogg, hemos tenido mucha paciencia con usted y sus compañeros, pero si continúan así, tendré que castigarles.

Ellos quemaron nuestro barco —murmuró Hogg.

Jack fingió no oírle, pero al ver la decepción del hombre que lloraba de rabia, añadió:

No se preocupe. Tal vez la
Norfolk
no esté lejos y podrá vengarse en ella por lo que le han hecho.

Aunque la
Norfolk
estuviera en las islas Marquesas, ya no estaba lejos, pues en el Pacífico, por ser un océano enorme, mil millas eran una distancia normal y allí casi podrían considerarse como la unidad de distancia. Otra unidad de distancia podría ser un poema. Stephen estaba leyendo el ejemplar de la
Iliada
que le había prestado Mowett, y leía sólo un libro cada día para que su deleite durara más. Empezó a leerla poco después de zarpar de las Galápagos y ya había leído doce libros, por lo que calculaba que terminaría justo antes de llegar a las Marquesas. Leía por las tardes, porque ahora los días eran muy tranquilos, y le parecía que las semanas que navegarían hacia el oeste estaban fuera del tiempo. Por las noches, tocaba con Jack toda la música que no habían podido tocar cuando navegaban por aguas turbulentas. Tocaban una noche tras otra en la gran cabina con las ventanas del mirador de popa abiertas, mientras la estela de la fragata se extendía en la oscuridad. Pocas cosas les causaban más satisfacción, y aunque ambos eran de diferente nacionalidad, educación, religión, aspecto e ideas, cuando improvisaban o hacían variaciones de un tema con el violín y el violonchelo eran como una sola persona; parecían conversar, aunque el lenguaje del violín era más expresivo, articulado, preciso y original que el del violonchelo. Ambos gustaban de la misma música y sentían un inmenso placer tocándola y, como músicos aficionados, tenían la misma habilidad.

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