La costa más lejana del mundo (33 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Tengo que informarle de que el señor Higgins, mi ayudante, está ausente.

Cuando el capitán terminó de pasar revista no hubo prácticas de tiro con los cañones. El tambor tocó retreta y Jack ordenó a los marineros registrar las cubiertas inferiores y la bodega, pues pensaba que Higgins podría haberse puesto enfermo cuando estaba metido en una de las grandes adujas de la cadena del ancla o haberse caído por una escotilla. Los marineros encendieron sus faroles en medio de la oscuridad (varias nubes bajas ocultaban ya la parte superior de la jarcia) y empezaron a moverse en distintas direcciones. Pero no buscaban con mucho interés, naturalmente, porque estaban seguros de que a Higgins le habían dado el empujón de Jonás y porque no lamentaban su pérdida. Entonces comenzaron a oír un aullido y todos subieron corriendo a la cubierta y se amontonaron en ella. El aullido parecía emitirlo un ser triste y desesperado y era un largo «¡Oh…!» que alcanzaba un volumen increíble y en ocasiones llegaba a ser sumamente agudo y, según los tripulantes más viejos de la fragata, no se parecía a ninguno de los ruidos que habían oído antes en la mar. Se oía alrededor de la fragata y a veces muy cerca de ambos costados. Algunas veces se veía una figura cerca de ella, aunque no con claridad, y muy pocos se atrevían a mirar hacia allí.

¿Qué será? —preguntó Jack.

No sé —respondió Stephen—, pero supongo que es el animal cuya cría mataron. Tal vez la hirieron y ahora ha muerto.

El aullido subió tanto de volumen que llegó a ser casi intolerable y luego fue seguido de un sollozo.

Señor Mowett, ¿han registrado toda la fragata? —preguntó Jack en tono malhumorado.

No estoy seguro, señor —respondió Mowett, alzando la voz para que se oyera a pesar del aullido, que ahora se escuchaba por el través de babor—. Enseguida lo averiguaré.

Sus preguntas tuvieron la misma respuesta: los marineros habían registrado toda la fragata y no era conveniente volver a registrarla. Todos los que respondieron eran oficiales y suboficiales responsables, pero algunos le mintieron, y Mowett sabía tan bien como ellos que no podrían obligarles a volver a los lugares más oscuros y remotos de la fragata.

¡Dios mío! —exclamó Jack al ver que la ampolleta del reloj de arena de media hora, al que daban la vuelta religiosamente incluso durante las batallas y cuando la fragata estaba encallada, estaba vacía—. ¡Dios santo! ¿En qué demonios estaba usted pensando? Dé la vuelta al reloj y toque la campana.

El infante de marina dio la vuelta al reloj y fue con desgana hasta la proa a tocar ocho campanadas entre el aullido que se oía alrededor de la fragata.

Llame a los marineros que tienen que hacer la guardia —ordenó—. ¡Dios santo! ¿Qué demonios están esperando? Señor Mowett, esta noche se permitirá tener faroles encendidos en la cubierta donde duermen los marineros cuando se apaguen todos los demás. Sargento, tenga en cuenta eso.

Se quedó allí unos momentos para asegurarse de que llamaban a los marineros que tenían que hacer guardia. Al principio pensó que no podrían hacerla, pues, a pesar de que a menudo había visto a los marineros turbados y preocupados, nunca les había visto tan asustados ni tan tristes como ahora. Pero la mayoría de los oficiales se encontraban en el alcázar, y el hecho de que el estúpido señor Adams estuviera allí hablando con Stephen y Martin sobre cómo almacenar botellas de cerveza, ayudaba a Maitland a hacer su tarea. Cuando Jack oyó el último nombre de la lista, se fue a su cabina y empezó a caminar de un lado a otro con las manos tras la espalda. Y mientras caminaba, se oía el horrible grito quejumbroso alrededor de la fragata.

Llamen al doctor —ordenó por fin.

Después, cuando Stephen llegó, dijo:

Creo que Martin te preguntó qué significaba «dar un empujón a Jonás». Además, he oído lo que dicen los marineros y he estado reflexionando sobre ello. Esto no puede continuar así. Todos piensan que el condestable ha hecho monstruosidades, y yo quisiera saber si puedes certificar que está loco y que debe estar encerrado.

No puedo. Muchos hombres han hecho lo que dicen que él ha hecho y a pesar de eso son considerados cuerdos. No puedo certificar que un hombre está loco basándome en una suposición, aunque sea casi una certeza, ni en ninguna prueba obtenida legalmente, si no le someto a un examen para saber cuál es su estado mental, para determinar si actuó racionalmente. Tengo que tener una idea, al menos aproximada, de su estado mental, aunque, evidentemente, no soy infalible.

¿Examen? —preguntó Jack—. Muy bien.

Entonces tocó la campanilla y ordenó:

Que venga el condestable.

Ambos permanecieron sentados allí mientras la llamada se repetía. El aullido que se oía fuera de la fragata había disminuido de volumen cuando empezaron a hablar, pero en ese momento aumentó incluso más que antes.

¿Qué será? —volvió a preguntar Jack, en tono preocupado.

No sé —respondió Stephen, persignándose—. Parece un manatí, pero no suele haberlos en estas latitudes. ¡Que Dios nos proteja!

Amén —dijo Jack.

En ese momento se abrió la puerta y entró Killick sofocado, con una expresión de horror y, casi sin poder hablar, dijo:

El condestable se ha ahorcado.

¿Le has bajado? —preguntó Jack.

Stephen supo la respuesta al ver el gesto de asombro de Killick, le echó a un lado y corrió hacia la proa llamando a Bonden y a un ayudante del contramaestre.

Súbanlo hasta que yo corte el cabo —dijo.

Entre todos le acostaron en su coy, y Martin le encontró allí con Stephen sentado junto a la cabecera.

Hay esperanza, ¿verdad? —preguntó Martin, mirando la cara ennegrecida e inexpresiva del condestable—. No ha sufrido una dislocación, ¿verdad?

No, no ha sufrido una dislocación.

Entonces hay esperanza. Conocí a un hombre al que revivieron por los procedimientos adecuados después de haber estado colgado veinte minutos. ¡Todavía está caliente! ¿Nota el pulso?

Sí.

¿Cuándo le va a hacer una sangría? No pretendo decirle lo que tiene que hacer, Maturin, pero ¿no debería hacerle una sangría inmediatamente?

No creo que sea útil en este caso —dijo Stephen y después de una pausa continuó—: ¿Ha revivido a alguien decidido a suicidarse? ¿Ha visto la desesperación en su rostro cuando se ha dado cuenta de su fracaso, de que tiene que intentarlo otra vez? No me parece bien decidir por otra persona. La vida o la muerte de una persona sólo incumbe al Sumo Hacedor.

Me parece que se equivoca —dijo Martin y expresó su opinión, que era totalmente contraria.

Sin duda, sus palabras tienen fundamento —dijo Stephen.

Entonces se puso de pie, pegando el oído al pecho del condestable, le abrió un ojo y lo miró a la luz de una vela y añadió:

Se ha ido sin que yo interfiriera en nada. Que Dios le acoja en su seno.

Desgraciadamente, no puedo sepultarle como a un cristiano —dijo Martin moviendo la cabeza hacia un lado y hacia otro antes de añadir—: El aullido ha cesado.

Cesó hace cinco minutos, mientras usted hablaba —dijo Stephen—. Creo que lo mejor que podemos hacer es llamar a sus ayudantes para que lo pongan dentro de un coy con varias balas de cañón junto a los pies y luego cierren el coy con una costura. Le velaré hasta por la mañana, y entonces le deslizaremos por el portalón muy temprano para no afligir más a los marineros, porque todos, señor Martin, son muy supersticiosos y capaces de deprimirse debido a la tensión que eso les provocaría, como los negros a los que alguien maldice.

Lo primero que ocurría por la mañana o incluso antes de amanecer era que los serviolas eran enviados a los topes de los palos para que vieran lo que había en el océano recién iluminado. Rara vez los serviolas veían algo, pero subían con rapidez a la jarcia incluso en momentos como ése, porque alguna vez habían visto un barco enemigo o una presa al alcance de los cañones. Trescientas sesenta y cuatro mañanas al año no veían nada o sólo un distante barco de pescadores, pero siempre había la posibilidad de que ocurriera algo excepcional al amanecer, y ese día ocurrió. El grito «¡Barco a la vista!» interrumpió la ruidosa limpieza de la cubierta con piedra arenisca.

¿Dónde? —preguntó el oficial de derrota, que estaba encargado de la guardia.

A barlovento, señor —respondió el serviola—. Tiene sólo las gavias desplegadas y creo que es un ballenero.

Pocos minutos después, cuando la luz se extendió y las últimas estrellas dejaron de verse en el oeste, Jack se despertó de un sueño angustioso porque la fragata cambió el rumbo sesenta y cuatro grados y porque el joven Boyle le decía al oído:

El señor Allen, que está encargado de la guardia, me mandó a decirle que han avistado un barco, un ballenero, por el sursuroeste.

Cuando Jack subió a la cubierta vio que la mañana era fría y brillante y que la
Surprise
navegaba de bolina con las velas amuradas a babor. Entonces el oficial de derrota, que estaba un poco nervioso, dijo:

He cambiado el rumbo, señor, porque es posible que sea un barco norteamericano o una presa nuestra que se dirige a Inglaterra.

Muy bien, señor Allen —dijo Jack, observando las gavias de la presa, que sobresalían por encima del horizonte—. Muy bien. No hay ni un momento que perder. Vamos a dar bordadas tan rápido como podamos para acortar la distancia que nos separa.

Quiero decirle otra cosa, señor —dijo Allen en voz baja—. Pierce y Upjohn, dos de los locos de Gibraltar, que habían puesto el coy con que estaba envuelto el condestable en el portalón, no entendieron lo que tenían que hacer y lo arrojaron por la borda cuando la fragata orzó.

Tal vez haya sido mejor así —dijo Jack, moviendo la cabeza—. Tal vez… ¡Eh, los de la proa, tensen bien la bolina de la cofa del mayor! Señor Allen, creo que es conveniente desplegar las juanetes mayor y de proa.

Cuando el sol estaba a un palmo del mar, Jack volvió a subir a la cubierta y pasó el brazo alrededor de la burda de barlovento del mastelero de sobremesana. Los marineros ya habían acabado de realizar el ritual de cada mañana y tanto ellos como el capitán se dedicaron a desplegar velas para navegar lo más rápido posible sin correr el riesgo de que se desprendieran palos, cabos o velas. La presa, que se encontraba a trece o catorce millas de distancia, ya se veía de las gavias para abajo y si hubiera estado navegando a la cuadra, probablemente la fragata la hubiera interceptado a la hora de la comida; pero debían de haberse cruzado durante la noche y ahora navegaba de bolina, así que la
Surprise
tendría que atravesar las olas de proa en contra de un viento de bastante intensidad para recorrer esa distancia antes de que el sol se pusiera y la noche sin luna ocultara el ballenero. Era posible hacer eso, pero era necesario que los marineros conocieran muy bien su barco, tuvieran sólidos conocimientos de navegación y supieran orientar las velas de la manera adecuada para poder llevar el timón sin dificultad al navegar de bolina.

Y los tripulantes de la
Surprise
tenían los conocimientos necesarios. Hicieron todas las maniobras posibles para que la fragata navegara a mayor velocidad que la presa; cada vez que Jack ordenaba que cambiaran de orientación las velas lo hacían con la perfección y la rapidez que adquirieron repitiendo esa operación durante mucho tiempo; los mejores timoneles llevaban el timón en parejas alternativamente, decididos a no desviarse ni un pulgada del rumbo y tratando en todo momento de que la quilla de la fragata formara cada vez un ángulo menor con la dirección del viento. Jack conocía perfectamente la fragata y sabía que navegaba bien de bolina, y permaneció en la cubierta meciéndose al ritmo de su balanceo para detectar cualquier cambio de movimiento o de velocidad. Tenía puesta una vieja chaqueta azul, pues la mañana estaba fría a pesar de que la fragata se encontraba cerca del trópico, y el agua y la espuma que salpicaban la fragata y llegaban hasta la popa estaban todavía más frías y hacían que su cara recién afeitada tomara un color rosado. Desde el tope del palo mayor vio que la presa era un barco de construcción inglesa y tenía la certeza de que había sido capturado por los norteamericanos, y, a pesar de que no habló de eso, los marineros llegaron a tener la misma certeza. Los antiguos tripulantes de la
Surprise
sabían que si un barco británico capturado por el enemigo permanecía en sus manos más de veinticuatro horas, no lo entregaría a sus antiguos dueños con una simple inclinación de cabeza en muestra de respeto y con la esperanza de recibir una copa de plata como premio, sino que lucharía ferozmente por conservarlo porque ellos lo considerarían casi tan importante como una presa o todavía más.

Al final de la mañana, a Stephen le despertó la canción
Nancy Dawson
, que un músico tocaba con el pífano para avisar a los marineros de que iban a repartir la ración de grog de mediodía, y subió a la cubierta, que estaba bastante inclinada, y le pareció que todo era azul a su alrededor: el cielo, donde había alguna que otra nube blanca alta, el mar, que tenía un tono más oscuro que el cielo, e incluso el aire que llenaba las convexidades de las tensas velas.

Buenas tardes, doctor —dijo Jack, que todavía llevaba su chaqueta azul y cuyos ojos azules tenían un intenso brillo—. Ven a ver nuestra presa.

Stephen fue despacio hasta la popa, ayudado por los amables infantes de marina y todos los marineros que no tenían ningún trabajo que hacer en ese momento y estaban alineados en el pasamano de barlovento para que su peso ayudara a estabilizar la fragata. A medida que avanzaba notaba que la atmósfera era diferente, pues los tripulantes estaban alegres y sólo pensaban en perseguir y atrapar la presa, y los sucesos del día anterior parecían muy lejanos, como si hubieran quedado atrás con una estela desaparecida hacía mucho tiempo.

¡Ahí está! —exclamó Jack, señalando con la cabeza hacia el través de babor, por donde el ballenero navegaba con rumbo sureste con las juanetes desplegadas y amuradas a estribor.

Pero parece que nos alejamos de la presa —dijo Stephen—. ¿Qué persecución es ésta?

Bueno, el capitán está muy interesado en avanzar hacia el sur, ¿sabes?, y hace virar el barco cada dos horas, más o menos. Ahora tiene las velas amuradas a estribor, como puedes ver. Y puesto que un barco necesita tiempo para virar y yo no quiero levantar sospechas, hago que la fragata navegue casi con rumbo sur, pero con las velas amuradas al otro lado. Creo que el capitán es inocente como un recién nacido y cree que la fragata es española. Hemos desordenado la cubierta para que lo creyera.

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