La costa más lejana del mundo (42 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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A la lancha le habían puesto aparejo de goleta y podía navegar bien de bolina, pero sus tripulantes comprendieron enseguida que no podría navegar con las velas desplegadas y empezaron a remar, y por eso, entre olas tan grandes, la lancha apenas podía verse desde la isla. Después de varias horas, los tripulantes estaban muy cansados porque tenían que remar en contra de enormes olas, pero en ese momento Honey se puso de pie y vio la camisa de Jack ondeando en el cocotero, y entonces los tripulantes remaron como héroes, y Davis y Padeen Colman, el sirviente de Stephen, incluso rompieron sus remos.

Recuérdeme descontárselos de su paga, señor Honey —dijo Jack. Y cuando todos dejaron de reírse (ésa era la mejor ocurrencia que había tenido desde Gibraltar), añadió—: Al menos los marineros con las manos hinchadas podrán descansar cuando atravesemos la laguna, porque he visto la fragata muy cerca a sotavento, y con este viento podremos alcanzarla antes del crepúsculo sin necesidad de remar. Bonden, ve a buscar al doctor.

Stephen había mandado a decir con Calamy que no tenía hambre, que tenía que investigar más cosas y que iría enseguida.

Dile que nos vamos y ayúdale a subir a la popa de la lancha mientras se colocan los mástiles —añadió—. Es mejor que nadie le felicite ni le pregunte cómo está. No se encuentra bien porque ha estado en el agua mucho tiempo y ha tragado mucha agua salada.

Jack no necesitaba decir nada a los marineros, porque eran tan discretos que nunca dirían a Stephen que fuese desafortunado ni le harían sentirse culpable por causar tantos problemas. Y cuando Stephen se acercó a ellos caminando trabajosamente por la playa, adoptaron una actitud indiferente, aunque después fueron muy amables con él al subirlo a bordo de la lancha, cubrirle las piernas con un trozo de lona y ponerle la chaqueta de uno de ellos sobre los hombros.

Mientras la lancha avanzaba rápidamente hacia el oeste, empujada por las grandes olas y el fuerte viento, Stephen recobró los ánimos, sobre todo porque Jack contó lo que les había ocurrido a bordo del
pahi
. Jack no podía haber encontrado un público más atento ni más benévolo. Todos se rieron cuando contó que estuvieron a punto de castrarle y que el doctor sintió pánico cuando su cerdito se comportó mal y las ayudantes del contramaestre aparecieron detrás de él. Poco después, puesto que Stephen ya se sentía a gusto, añadió otros detalles, pero volvió a guardar silencio cuando todos divisaron la fragata y vieron a sus tripulantes a la luz del crepúsculo corriendo por la cubierta y saludándoles con sus sombreros. La calurosa bienvenida y la amabilidad propia de los miembros de la Armada, que a veces era abrumadora, habría levantado el ánimo a alguien incluso más propenso a la melancolía que Stephen. Además, enseguida tuvo que desempeñar las tareas propias de su profesión, ya que el grupo que había abordado el
pahi
había sido repelido ferozmente. Martin y Hogg, que fueron los primeros en subir a bordo, con regalos y saludando con cortesía, fueron apaleados, y los marineros que les habían llevado de nuevo a la lancha fueron atacados con arpones y cuchillos de madera entre horribles gritos. Ahora había cinco hombres en la enfermería que habían resultado heridos en el momento del abordaje y que el ayudante de Stephen no sabía cómo atender, y media docena más cuyas heridas eran menos graves porque las causó la lluvia de piedras que las tripulantes del
pahi
les lanzaron cuando la lancha se alejaba.

No les importaba que les disparáramos cañonazos —dijo Mowett en la cabina—. Creo que no sabían lo que eran. Cada vez que lanzábamos uno cerca del barco o por encima de sus cabezas saltaban y blandían los arpones. Podíamos haber derribado algún palo, naturalmente, pero con el mar tan agitado… Además, sabíamos que usted no estaba a bordo y que no nos iban a dar información.

Hiciste bien, Mowett —dijo Jack—. Yo en tu lugar habría tenido mucho miedo de que atacaran la fragata.

Ya tengo al malvado —dijo Stephen en la enfermería, mientras operaba alumbrado por diecisiete velas y las últimas luces del día—. Le he cogido con las pinzas. Es un diente de tiburón, como suponía, y seguramente se desprendió de un palo. Se clavó profundamente en la parte superior del glúteo. Pero ¿de qué tiburón será?

¿Me deja verlo? —preguntó Martin, con voz bastante fuerte.

Ya tenía treinta y seis puntos en el cuero cabelludo y una placa de yeso de un pie cuadrado le cubría los hombros, pero era un hombre fuerte y un naturalista.

Sin duda, es un diente de tiburón —dijo, moviendo el diente hacia arriba, pues estaba tumbado boca abajo.

La mayoría de las heridas de los tripulantes de la
Surprise
evidenciaban su comportamiento innoble, pues se las habían inferido por detrás, cuando huían tan rápido como podían.

Pero no sé de cuál —añadió—. Lo guardaré en mi estuche de rapé y lo miraré siempre que piense en el matrimonio y en las mujeres. A partir de hoy no volveré a quitarme el sombrero para saludar a una sin acordarme de esto. ¿Sabe una cosa, Maturin? Cuando subí a ese barco, al
pahi
, y saludé a la mujer que estaba frente a mí con una inclinación de cabeza, ella se aprovechó de eso y me golpeó.

Estamos en la costa más lejana del mundo —dijo Stephen—. Ahora déjeme ver su pantorrilla, por favor. Tendré que hacerle un gran corte. Tenía la esperanza de sacarle esto por el otro lado, pero la tibia está en medio.

Tal vez sería mejor esperar a mañana —dijo Martin, cuya fortaleza tenía límites.

Una punta de lanza no puede esperar —dijo Stephen—. No quiero que sienta un gran dolor ni que tenga gangrena. Pratt, creo que el señor Martin estaría mejor atado, pues podría moverse involuntariamente y yo podría cortarle una arteria.

Con gran destreza rodeó el tobillo de Martin con una cadena forrada de cuero y su rodilla con otra. Entonces Pratt las ató a dos pernos, y de ese modo inmovilizó la pierna de Martin. Stephen había repetido eso tantas veces que estaba tan acostumbrado a hacerlo como a oír las excusas que sus pacientes daban para que no les operara. Se sentía como en su casa en ese lugar, entre sus instrumentos, las vendas y varios olores, como el del sebo de las velas, el del agua de la sentina, el del ron y el del láudano, con que sedaba a los pacientes a quienes tenía que hacer algún corte profundo. Cuando terminó la operación, vendó la pierna a Martin (ahora silencioso, pues estaba bajo los efectos de la medicina) y volvió a sentirse como un miembro de la tripulación.

Se puso de pie, se quitó la bata, la arrojó al rincón habitual, luego se lavó las manos y fue a la gran cabina. Jack estaba escribiendo en un cuaderno y levantó la vista.

¡Ah, estás ahí, Stephen! —exclamó sonriendo y luego siguió escribiendo, moviendo con rapidez la pluma. Stephen se sentó en su butaca habitual y miró a ambos lados de la hermosa cabina. Todo estaba en su lugar: los telescopios de Jack en la estantería, su sable colgando junto al barómetro, los estuches del violín y el violonchelo colocados donde siempre estaban, el magnífico cofre con ribetes de oro que también servía de atril para las partituras de música (un regalo de Diana a su esposo) depositado en su sitio, y la caja de latón del
Danaë
estaba intacta, escondida detrás de un madero, como él sabía muy bien. Pero algo había cambiado: las ventanas del mirador de popa estaban cubiertas por postigos, probablemente para que nadie pudiera caerse por ellas.

No es por eso —dijo Jack, dirigiendo la vista hacia donde Stephen miraba—. Eso sería una tontería, pues equivaldría a encerrar el caballo después de quitar la puerta del establo.

Pero hay caballos que tienen que ser controlados.

El motivo es que pensé que iba a desatarse una tormenta y no quiero perder los cristales de las ventanas otra vez.

¿Ah, sí? Creía que el mar iba a calmarse.

Sí, pero la lectura del barómetro ha bajado mucho. Discúlpame, Stephen, pero tengo que terminar esta página —dijo, y su pluma siguió deslizándose sobre el papel.

La fragata subía y bajaba, subía y bajaba, entre las suaves y largas olas. La pluma de Jack continuaba arañando el papel. A cierta distancia se oía la desagradable voz de Killick cantando
Arriba, arriba, que viene la tormenta
. Poco después llegó a la cabina el olor a tostadas con queso. Ése era el plato especial que comían por la noche en la gran cabina, pero desde hacía muchas millas no había tostadas con queso derretido. Stephen pensó si sería posible que hubiera ilusiones olfativas, parpadeando a causa de la luz de la linterna, que se movía hacia delante y hacia atrás una y otra vez. Creía que sí. No había posibilidad de error. Además, pensó que Killick creía tener derecho a ciertos privilegios y robaba tanto como el contador; pero mientras que éste, generalmente, vendía lo que robaba y nadie pensaba mal de él si no lo notaba o si no mermaban demasiado las provisiones de la fragata, el repostero del capitán no podía hacer lo mismo y nunca vendía nada de lo que robaba, sino que lo compartía con sus amigos. Era probable que Killick hubiera guardado un pedazo de queso manchego o parmesano para darse un banquete, porque algún queso se estaba derritiendo en algún lugar cerca de allí. A Stephen se le hizo la boca agua y cerró los ojos.

En verdad, ésta es una extraña combinación.

Entonces oyó decir a Jack que iba a haber una tormenta, y se quedó dormido.

CAPÍTULO 9

Jack Aubrey estaba en su coy saboreando su resurrección. Era un domingo por la mañana y, de acuerdo con una antigua costumbre naval, las actividades diarias empezaban una hora antes de lo acostumbrado. Los coyes eran recogidos cuando sonaban las seis en vez de las siete, para que los tripulantes pudieran lavarse, afeitarse y prepararse para pasar revista y asistir a la ceremonia religiosa. Por lo general, Jack se levantaba junto con los demás, pero hoy se quedó descansando en su coy, pues estaba muy blando en comparación con las duras ramas de palma donde había dormido, y muy seco, en comparación con la humedad del mar que le rodeaba allí. El familiar ruido de los lampazos y la piedra arenisca frotando la cubierta a pocos pies por encima de él no le despertaron, pues Mowett no permitió que hicieran ruido al limpiar detrás del palo mayor. Pero, a pesar del cuidado de Mowett, Jack sabía perfectamente qué hora era, pues la intensidad de la luz y el olor a café eran como un reloj; pero permaneció en el coy, pensando con satisfacción que estaba vivo.

Por fin se disipó el olor a café y dio paso a otros olores, como el del mar, el de la brea, el de la madera, el de los cabos y el del agua de la sentina. Entonces oyó el clic-clic del mazo con que el ayudante de Killick molía los granos de café en un mortero de latón de la enfermería, ya que a Stephen le gustaba mucho más el café, y después de haber aprendido cómo lo hacían los árabes en un infructuoso viaje al mar Rojo había desechado el molinillo corriente. También oyó los gritos que Killick le daba a su ayudante cuando saltaban algunos granos, gritos de indignación como los que daban las ayudantes del contramaestre a bordo del
pahi
o la madre de Sophie, la señora Williams. Sonrió otra vez. Se sentía muy satisfecho de estar vivo. La señora Williams había ido a vivir con ellos; su viejo pero enérgico padre, el general Aubrey, un representante del Partido Radical en el Parlamento, estuvo a punto de arruinar su carrera. Al margen de posibles consideraciones políticas, el Almirantazgo le había tratado injustamente desde que le nombró capitán, porque le había prometido barcos que después dio a otros, no concedía ascensos a sus subordinados aunque se lo merecían, había dudado a menudo de los informes que él remitía y le amenazó varias veces con dejarle sin trabajo, con dejarle en la costa y darle simplemente media paga. Pero ahora esas cosas, y también las demandas judiciales que habían presentado contra él, le parecían triviales comparadas con el hecho de estar vivo. Stephen, que era católico, ya había dado gracias a Dios, y Jack, ahora muy contento, hizo lo mismo aunque de manera menos formal, y se alegraba de todo lo que había recuperado.

Se oyó un ruido de cascos por encima de su cabeza, pues
Aspasia
acababa de ser ordeñada. Cuando se sentó en el coy, era más tarde de lo que pensaba. Era evidente que Killick estaba oyendo al otro lado de la puerta de la cabina, porque la puerta se abrió inmediatamente y entró la luz del este.

Buenos días, Killick —dijo Jack.

Buenos días, señor —dijo Killick, con una toalla en la mano—. ¿Va a nadar?

En esas aguas, generalmente Jack nadaba antes de desayunar, aunque sólo se tirara desde el pescante de proa y subiera por la escala de popa para no interrumpir la marcha de la fragata. Pero respondió que no, que prefería lavarse con agua caliente, pues tenía la piel todavía empapada y no le apetecía bañarse en el mar.

¿Ya se ha levantado el doctor? —preguntó, mientras afilaba su navaja.

No, señor —respondió Killick desde la gran cabina, donde estaba poniendo el desayuno en la mesa—. Le llamaron de noche; el señor Adams tuvo una fiebre muy alta porque comió y bebió demasiado para celebrar el regreso del doctor. Pero se le quitaron los retortijones con una lavativa. Me gustaría habérsela puesto yo mismo al condenado —añadió Killick en voz baja cuando estuvo seguro de que Jack no podía oírle, porque el contador se oponía al modo en que Killick robaba a los marineros, los infantes de marina, los suboficiales y los guardiamarinas para mantener una gran cantidad de provisiones en la cabina.

Las voces de Hollar y sus ayudantes, que se asomaban a las escotillas y gritaban: «¿Me han oído todos de proa a popa? ¡Pónganse camisa limpia para pasar revista cuando suenen las cinco campanadas! ¡Y pantalones blancos y chaquetas!», se oían débilmente debido a la distancia y al rugido del viento.

Una camisa limpia —ofreció Killick, dándosela a Jack.

Gracias, Killick-dijo Jack.

Se puso uno de sus mejores calzones y observó con pena que, pese a empaparse y haber pasado privaciones, le quedaban tan estrechos en la cintura que no pudo abrocharse el último botón. No obstante, su chaleco taparía el hueco.

Falta poco para que suenen las tres campanadas, señor —dijo Killick—. Es demasiado tarde para invitar a otra persona a desayunar, de lo cual me alegro, pues
Aspasia
no ha dado mucha leche esta mañana.

El pan y las tostadas en el desayuno eran algo del pasado, como los huevos con beicon o el bistec con cebolla, pero el cocinero de Jack había preparado un bacalao de la isla Juan Fernández al horno con especias y Killick había sacado uno de los pocos frascos de mermelada de Ashgrove Cottage que quedaban, que combinaba muy bien con el pan de la bodega de la fragata.

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