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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (2 page)

BOOK: La costurera
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Emília se aferró a la barandilla de la escalera. Poco tiempo atrás, su esposo, Degas, se había sentado con ella sobre esos escalones de mármol. Había intentado advertirla, pero ella no le había hecho caso; Degas ya la había engañado demasiadas veces. Desde su muerte, Emília pasaba los días y las noches preguntándose si la advertencia de Degas había sido, después de todo, un engaño o un último intento de redimirse.

Emília caminó hacia la entrada de la casa. Había una corona nueva, de rígidas y gruesas azucenas, con los estambres hundidos bajo el polen naranja. Emília sentía pena por esas azucenas. No tenían raíces, ni tierra, ni forma de preservarse, y sin embargo estaban en flor. Se comportaban como si siguieran siendo fecundas y fuertes, cuando en realidad ya estaban muertas, aunque no lo sabían. La joven viuda sintió que el nudo en su pecho se tensaba. Intuía que Degas había estado en lo cierto, que su advertencia había sido sincera. Ella era como una de esas coronas funerarias, otorgándole el reconocimiento que tan desesperadamente había buscado en vida, pero que sólo recibió al morir.

La corona fúnebre era un objeto propio de Recife. El campo, en cambio, era demasiado árido para cultivar flores. La gente que moría durante los meses de lluvia gozaba a la vez de una bendición y una maldición: sus cadáveres se descomponían más rápidamente, y los deudos tenían que taparse la nariz durante el entierro, pero había dalias, crestas de gallo, rosas agrupadas en gruesos ramos colocados dentro de la hamaca del difunto antes de ser llevado al pueblo. Emília había asistido a muchos funerales. Entre ellos, el de su madre, a la que apenas recordaba. Luego llegó el funeral de su padre, cuando Emília tenía 14 años y Luzia 12. Después, fueron a vivir con la tía Sofía, y aunque Emília quería a su tía, lo único que deseaba era huir y vivir en la capital. De niña, Emília siempre había creído que dejaría a Sofía y a Luzia. En lugar de ello, fueron ellas quienes la dejaron.

Emília cogió una tarjeta con los bordes negros de la corona más reciente. Estaba dirigida a su suegro, el doctor Duarte Coelho.

«El dolor no puede ser medido —decía la tarjeta—, ni tampoco el aprecio que le guardamos. ¡Vuelva pronto a trabajar! De: Sus colegas en el Instituto de Criminología».

Las coronas y tarjetas no estaban destinadas a Degas. Los regalos que llegaban a casa de los Coelho eran enviados para granjearse el favor de los vivos. La mayoría de los arreglos florales provenían de políticos, o de compañeros del Partido Verde, o de subalternos en el Instituto de Criminología del doctor Duarte. Algunas de las coronas eran de mujeres de sociedad que esperaban caer en gracia a Emília. Las mujeres habían sido clientas en su tienda de ropa. Esperaban que el duelo no acabara con su afición por la confección de vestidos. Las mujeres respetables no tenían una profesión, por lo que la próspera tienda de Emília era considerada una distracción, como las reuniones sociales o el trabajo de beneficencia. Emília y su hermana habían sido costureras. En el campo se tenía en gran estima su profesión, pero en Recife este escalón de respetabilidad no existía: una costurera estaba al nivel de una sirvienta o una lavandera. Y para gran pesar de los Coelho, su hijo se había casado con una de ellas. De conformidad con los Coelho, Emília tenía dos excepcionales méritos: era bonita y no tenía familia. No habría padres ni hermanos que llamaran a la puerta pidiendo limosna. El doctor Duarte y su esposa, doña Dulce, sabían que Emília tenía una hermana, pero creían que ésta, como los padres de Emília y su tía Sofía, había muerto. Emília no se molestó en contradecir esa suposición. Como costureras, ella y Luzia sabían cómo cortar, cómo remendar y cómo ocultar.

—Una gran costurera debe ser valiente —solía decir tía Sofía. Emília estuvo en desacuerdo durante mucho tiempo. Creía que ser valiente implicaba un riesgo. En la costura, todo se medía, se trazaba, se probaba y se revisaba. El único riesgo era el error.

Una buena costurera tomaba medidas exactas y luego, con un lápiz afilado, trasladaba esas medidas al papel. Trazaba el contorno del molde de papel sobre el liencillo, cortaba los pedazos, y confeccionaba una prenda de muestra para que la clienta se la probara y ella, como costurera, prendiera con alfileres y volviera a medir, corrigiendo los defectos del patrón. El liencillo siempre tenía una apariencia deslucida y poco atractiva. Cuando llegaba ese momento, la costurera debía ser entusiasta, imaginando la prenda en una tela hermosa y convenciendo a la clienta de las maravillas de su visión. A partir de los alfileres y las marcas sobre el liencillo, ajustaba el molde de papel y trazaba el contorno sobre buena tela: seda, lino fino tejido o algodón resistente. Luego cortaba. Finalmente, unía aquellas piezas cosiéndolas, planchando después de cada paso, para obtener dobleces impecables y costuras rectas. No había valor en ello. Tan sólo, paciencia y minuciosidad.

Luzia jamás hacía liencillos o moldes. Trazaba las medidas directamente sobre la tela final y cortaba. A ojos de Emília, esto tampoco tenía especial valor: tan sólo se requería habilidad. Luzia era hábil para medir a la gente. Sabía exactamente dónde envolver la cinta métrica alrededor de brazos y cinturas para obtener las medidas más exactas. Pero su habilidad no estaba sujeta a la precisión. Luzia veía más allá de los números. Sabía que los números pueden mentir. Tía Sofía les había enseñado que el cuerpo humano carece de líneas rectas. La cinta métrica podía errar al calcular la curvatura de una espalda torcida, el arco de un hombro, la inflexión de una cintura, el ángulo de un codo. Luzia y Emília habían aprendido a desconfiar de las cintas métricas.

—¡No confiéis en una cinta extraña! —les gritaba a menudo su tía Sofía—. ¡Confiad en vuestros propios ojos!

Entonces Emília y Luzia aprendieron a distinguir dónde había que retocar una prenda, agrandarla, alargar o acortar, incluso antes de desenrollar sus cintas métricas. Coser es un lenguaje, solía decir su tía. Un lenguaje de formas. Una buena costurera podía imaginar una prenda ciñendo un cuerpo y ver la misma prenda extendida horizontalmente sobre la mesa de corte, separada en piezas individuales. Una pieza rara vez se asemejaba a la otra. Cuando estaban extendidas sobre la mesa, las piezas de una prenda eran formas extrañas, divididas en dos mitades. Cada pedazo tenía su equivalente, su reflejo exacto.

A diferencia de Luzia, Emília prefería utilizar los patrones de papel. No se sentía tan segura tomando medidas y se ponía nerviosa cada vez que empuñaba las tijeras y cortaba la tela final. El corte no perdona. Si se cortan los pedazos de una prenda de manera incorrecta eso significa horas de trabajo frente a la máquina de coser. A menudo estas horas son inútiles, pues en la costura algunos errores son imposibles de solucionar.

Emília volvió a colocar la tarjeta de pésame. Pasó al lado de las coronas fúnebres. Al final del vestíbulo había un caballete sin flores. En su lugar, había un retrato. Los Coelho habían encargado una pintura al óleo para el velatorio de su hijo. El río Capibaribe era profundo y su corriente fuerte, pero la policía había logrado encontrar el cuerpo de Degas. Estaba demasiado hinchado para realizar el velatorio con el féretro abierto; en lugar de ello, el doctor Duarte mandó que se pintara un retrato de su hijo. En éste, el esposo de Emília lucía sonriente, delgado y seguro de sí mismo. Todo lo que jamás había sido en vida. El único aspecto que el pintor había acertado a plasmar era las manos de Degas. Los dedos eran estrechos, con uñas pulidas, inmaculadas. Degas había sido corpulento, con un cuello grueso y brazos rollizos y carnosos, pero sus manos eran delgadas, casi femeninas. Emília lamentó no haberlo advertido en el mismo instante en que lo conoció.

La policía estimó que la muerte de Degas había sido accidental. Los oficiales eran leales al doctor Duarte, porque había fundado el primer Instituto de Criminología del Estado. Pero Recife era una ciudad que amaba el escándalo. Los accidentes eran aburridos; la culpa, interesante. Durante el velatorio, Emília había escuchado los cuchicheos de los deudos. Intentaron arrancar de raíz las causas probables: el coche, la tormenta, el puente resbaladizo, las aguas encrespadas del río, o Degas mismo, solo frente al volante de su Chrysler Imperial. Doña Dulce, la suegra de Emília, insistió en la versión de los hechos que daba la policía. Sabía que su hijo había mentido al decir que se dirigía a su oficina para recoger documentos de un viaje de negocios en ciernes, el primero de una serie de viajes que Degas jamás había realizado. Nunca fue a la oficina. En cambio, condujo sin rumbo por la ciudad. Doña Dulce no le echaba la culpa a Emília de la muerte de Degas. Culpaba a su nuera por la indolencia que lo había llevado a ella. Una esposa como Dios manda —una joven bien educada en la ciudad— habría combatido las flaquezas de Degas y le habría dado un hijo. El doctor Duarte se mostró más comprensivo hacia Emília. Su suegro había organizado el supuesto viaje de negocios de Degas. A espaldas de doña Duke, el doctor Duane había reservado un lugar para su hijo en el prestigioso sanatorio Pinel, en Sao Paulo, creyendo que los tratamientos eléctricos de la clínica lograrían lo que el matrimonio y la autodisciplina no habían podido conseguir.

Emília dio un paso hacia el retrato, como si la proximidad pudiera acercarla a la persona retratada. Tenía 25 años y ya era una viuda, de luto por un esposo al que no había comprendido. Por momentos lo había odiado. En otros, había sentido una insospechada afinidad con Degas. Emília sabía lo que era amar algo prohibido, y rechazar ese amor, traicionarlo. Este tipo de sentimiento resultaba un agobio, una carga tan pesada que podía arrastrar a una persona al fondo del río Capibaribe e impedir que volviera a salir.

Había sido torpe con su vida. Estaba tan deseosa de abandonar el campo que eligió a Degas sin examinarlo, sin medirlo. En los años transcurridos desde su huida, había intentado reparar los errores de sus precipitados inicios. Pero algunas cosas no merecían ser reparadas. Cuando se dio cuenta, Emília comprendió finalmente el significado que tía Sofía había dado al valor. Cualquier costurera podía ser puntillosa. Tanto la novata como la experta podían preocuparse obsesivamente por las medidas y los patrones, pero la precisión no garantizaba el éxito. Una costurera del montón entregaba prendas mal cosidas sin intentar disimular los errores. Las buenas costureras se sentían comprometidas con sus proyectos y pasaban días tratando de corregirlos. Las grandes costureras no lo hacían. Eran lo suficientemente valientes como para comenzar de nuevo. Como para admitir que se habían equivocado, arrojar sus intentos fallidos a la basura, y comenzar de nuevo.

Emília se apartó del retrato funerario de Degas. Descalza, salió del vestíbulo y entró en el patio de la casa de los Coelho. En el centro de éste, rodeada de helechos, había una fuente. Una criatura mítica —mitad caballo, mitad pez— echaba agua por su boca cobriza. Al otro lado del patio, las puertas acristaladas del comedor estaban abiertas de par en par. Las cortinas que cubrían la entrada estaban cerradas, meciéndose con la brisa. Detrás, Emília oyó a doña Dulce. Su suegra se dirigía con tono severo a una de las sirvientas, diciéndole que pusiera la mesa de manera correcta. El doctor Duarte se quejaba de que su periódico llegaba tarde. Como Emília, siempre esperaba ansioso el periódico.

A la derecha del patio había unas puertas que conducían al despacho del doctor Duarte. Emília caminó rápidamente hacia allí, con cuidado de no tropezar con caparazones. Las tortugas siempre se escabullían por el patio. Eran reliquias de familia, tenían 50 años y habían sido compradas por el abuelo de su esposo. Las tortugas eran los únicos animales a los que se les permitía entrar en la casa de los Coelho, y se contentaban con tropezar contra las paredes de azulejos esmaltados del patio, esconderse entre los helechos y comer restos de fruta que les traían las sirvientas. A Emília y a Expedito les gustaba levantarlas cuando nadie lo advertía. Eran objetos pesados; Emília tenía que emplear las dos manos. Las extremidades arrugadas de las tortugas se agitaban furiosas cada vez que Emília las sostenía en el aire, y cuando quería acariciar sus caras, intentaban morderle los dedos. Sólo se podían tocar sus caparazones, gruesos e insensibles, como las tortugas mismas.

En el campo había vivido rodeada de animales. Había lagartijas en los meses secos de verano y sapos en el invierno. Había colibríes, ciempiés y gatos callejeros que reclamaban un poco de leche en la puerta de servicio. Tía Sofía criaba gallinas y cabras, pero éstas estaban destinadas al consumo familiar, motivo por el cual Emília jamás se encariñaba con ellas. Pero Emília solía tener tres pájaros cantores en jaulas de madera. Cada mañana, después de alimentarlos, metía el dedo por los barrotes de la jaula y dejaba que los pájaros picotearan debajo de sus uñas.

—A estos pájaros les tendieron una trampa —decía Luzia cada vez que veía a Emília dándoles de comer—. Deberías dejarlos en libertad.

Luzia sentía aversión por la manera en que habían sido cazados. Los niños de la zona ponían un pedazo de melón o calabaza en una jaula y esperaban al acecho; en cuanto entraba un pájaro dando saltitos, cerraban con pestillo las puertas de la jaula. Luego los muchachos vendían los pinzones de pico rojo y los diminutos canarios en el mercado semanal. Cuando los pájaros salvajes caían en la cuenta de la trampa que les tendían los muchachos y evitaban la comida dentro de las jaulas vacías, los cazadores de pájaros empicaban otra estrategia, una que jamás fallaba. Ataban un pájaro domesticado dentro de la jaula, para conseguir que los salvajes creyeran que no había peligro. Sin percatarse del engaño, un pájaro atraía a otro.

En su despacho, el suegro de Emília tenía un loro que había entrenado para cantar la primera estrofa del himno nacional. Habitualmente reinaba un gran alboroto en la cocina de los Coelho, en donde la suegra de Emília regentaba a su legión de sirvientas para preparar mermeladas, quesos y dulces. Pero algunas veces, por encima del ruido, Emília oía al pájaro cantando las notas sombrías del himno, como un fantasma que clamaba desde el interior de las paredes.

El pájaro gorjeó cuando Emília abrió con cuidado las puertas del despacho. El ave estaba en una jaula de bronce, en mitad del escritorio del doctor Duarte, entre sus gráficos de frenología, su colección de órganos incoloros conservados en formol u otros conservantes, que flotaban en frascos de vidrio, y la hilera de calaveras de porcelana, con sus cerebros clasificados y numerados. Emília sintió que las axilas se le humedecían. Notó un olor rancio, y no supo si se trataba de la tintura de su vestido o de su propio sudor. El doctor Duarte tenía prohibido que entrara gente en su estudio sin permiso: ni siquiera las criadas podían pasar. Si la pillaban, Emília diría que estaba observando al loro. Hizo caso omiso del pájaro y fue directa al escritorio del doctor Duarte. Había sobre éste montones de tarjetas de pésame que aún no habían sido respondidas. Había notas que enumeraban las mediciones de la cabeza de todos los presos del centro de detención de la capital. También un borrador escrito a mano de un discurso que el doctor Duarte pronunciaría a fin de mes. Algunas palabras habían sido tachadas. La conclusión del discurso estaba en blanco; el doctor Duarte aún no había obtenido el espécimen más valioso, la delincuente femenina cuyas medidas craneales confirmarían sus teorías y serían la conclusión de su discurso. Emília hojeó las pilas de papeles. No había nada que se pareciera a un recibo de venta. No había formularios aduaneros, registros de trenes, pruebas con fechas de un envío inusual al Brasil. Buscó palabras escritas en alguna lengua extranjera, porque sabía que reconocería una en particular: Bergmann. El nombre era el mismo en alemán y en portugués.

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