La costurera (55 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Era un hombre pequeño, con oscuras manchas debajo de los ojos y un prominente tupé de pelo castaño. A Emília le recordaba a los sagüis, monos que eran comunes en Taquaritinga y, para sorpresa de Emília, en Recife también, donde saltaban entre los cables de los tranvías, robaban fruta aquí y allá y llenaban el aire con sus chillidos agudos. Como Chevalier, tenían ojos pequeños y centelleantes y mechones de pelos sobresalían de sus cabezas.

Junto a ella, Degas sacó un pañuelo. Con suavidad, se secó la cara y el cuello. Cuando el aplauso finalizó y la orquesta comenzó a tocar, volvió a meter su pañuelo en el bolsillo y se fue. Emília se acomodó el sombrero y siguió a su marido.

Degas zigzagueó entre los invitados hasta que llegó a la parte delantera del pabellón, donde se encontraba Chevalier. El piloto estaba saludando a un grupo de damas. Degas pasó cerca de él. Cuando el grupo de damas se alejó, Chevalier sonrió y extendió una mano. La frente de Degas brillaba sudorosa. Sin su encanto acostumbrado, el marido de Emília balbuceó una presentación, luego se secó las palmas en los pantalones del traje y le dio la mano al piloto. Su marido parecía grande e incómodo comparado con el vivaz Chevalier. Emília sintió una punzada de compasión por él.

El piloto sonrió y miró detrás de Degas. Dirigió la barbilla hacia Emília.

—Tengo otra dama admiradora —dijo Chevalier.

Degas se volvió. Emília vio un destello de fastidio en su rostro.

—Oh, no —farfulló Degas—. Esta señora es mi esposa.

El capitán Chevalier cogió la mano de Emília entre las suyas, y tiró de ella, aflojándole el guante.

—Me habían dicho que las norteñas eran poco atractivas —dijo Chevalier, sin dejar de mirar a Degas—. Ahora sé que eso es falso.

Su acento de Río era fuerte y exagerado. Emília retiró la mano. Se colocó bien el guante.

—Me habían dicho que los sureños eran altos —replicó ella—. Pero ahora sé que eso es falso.

Chevalier parpadeó. Degas arrugó la frente. Abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Chevalier se le adelantó.

—Es una mujer muy rápida —le dijo a Degas—. Tiene usted un gusto excelente.

Emília sintió que un calor picante le subía por la nuca. Chevalier hablaba como si ella fuera un accesorio bien elegido —un reloj de bolsillo, una corbata de seda, un sombrero de gala finamente tejido— y nada más. La joven dirigió su mirada a Degas. Su cuello almidonado se había ablandado.

—Pareces acalorada —dijo Degas, al tiempo que le daba una palmada en la espalda—. ¿Por qué no vas a buscar un ponche? Te sentará bien. No quiero que te desmayes.

Emília asintió con la cabeza. No quería estar cerca de Degas ni del piloto, aunque una parte de ella deseaba quedarse, meterse en su conversación. Se dirigió al bar del pabellón. Allí pidió un vaso de licor de caña con zumo de frutas. Antes de tomar un sorbo, una mano le apretó el hombro y la empujó hacia atrás.

—¡Ponte derecha! ¡Sonríe!

La voz era baja y nasal. Cuando trató de gritar otra orden, la voz se disolvió en una risita mal contenida. Emília dio media vuelta. Lindalva la atrajo hacia sí para besarle las mejillas. Su amiga llevaba un inmenso sombrero de paja, con el ala levantada y sujeta por un alfiler terminado en una perla. La paja del sombrero era de un blanco puro y estaba tejida tan finamente que era blanda y maleable como la plastilina. Lindalva cogió el vaso de la mano de Emília y bebió un sorbo. Frunció los labios.

—Su bebida tiene alcohol, señora Coelho —bromeó Lindalva.

Emília recuperó el vaso.

—Odio ese zepelín.

—¿Cómo lo sabes? —se rió Lindalva—. Ni siquiera lo has visto.

—No necesito verlo.

—Hablas como mi madre —dijo Lindalva.

La baronesa había salido de la ciudad antes de la llegada del
Graf Zeppelin
. Había preferido pasar el invierno en su casa de campo en Garanhuns.

—Bien, ese cacharro volador es muy descortés —señaló Lindalva—. Llega tarde a su propia fiesta.

Emília asintió con la cabeza y bebió un trago de su ponche. Le quemó la garganta. A través de la multitud vio a Degas. Estaba inclinado hacia Chevalier y asentía atentamente con la cabeza mientras el piloto hablaba. Chevalier sonreía y gesticulaba con las manos, encantado con la atención que obtenía. Degas le ofreció un cigarrillo y él aceptó; Degas se acercó para darle fuego.

Lindalva cogió el ponche de Emília y bebió otro sorbo.

—Este capitán Chevalier es un descuidado —comentó—. Alguien debería darle a conocer la existencia del peine.

Debajo de ellas, en el barrizal, la multitud comenzó a gritar.

—¡Oh! —exclamó Lindalva mientras cogía de la mano a Emília—. Mira.

En la distancia se veía un brillo, como un espejo del sol poniente. Emília entrecerró los ojos. La orquesta se detuvo. El silencio se apoderó de la multitud. Lentamente, el
Graf Zeppelin
se movía en el aire, dirigiéndose hacia el pantano. Era largo y con forma de bala, estrechándose hacia atrás para terminar en una aleta que servía de cola. Flotaba hacia ellos serenamente, como una nube de plata. Desde lejos parecía pequeño e ingrávido e hizo que Emília recordara los globos de fuego que Luzia y ella hacían de niñas. A medida que se acercaba a Campo de Jiquiá, Emília se dio cuenta de que era enorme.

—Es como una gran ballena —dijo una mujer al lado de ella.

—No —replicó un hombre—, es como una embarcación navegando en el aire.

—¡Viva el señor «Zé Pelín»! —gritó una voz de la multitud de abajo. Se escuchó un estallido de carcajadas. En el pabellón, damas y caballeros no pudieron disimular su risa.

El sol casi se había puesto cuando el
Graf Zeppelin
llegó sobre ellos, proyectando su sombra sobre el pabellón. Su motor zumbaba. La blanca cabina para los pasajeros pegada a la panza parecía diminuta. Cuando el
Graf Zeppelin
descendió hacia la torre de anclaje, dejaron caer unas cuerdas. Oficiales uniformados gritaban y corrían por toda la pista de aterrizaje como si estuvieran conduciendo a un animal muy grande y torpe. Cuando, después de hacer varios movimientos bruscos, estuvo en posición, el morro unido a la torre de anclaje y su panza tocando la tierra, la multitud explotó.

Sonaron aclamaciones, silbidos y luego la distante explosión de los petardos. Emília apartó la mirada del
Graf Zeppelin
y la dirigió hacia la multitud. Fuegos artificiales y explosivos de cualquier clase habían sido estrictamente prohibidos en las cercanías del dirigible. En medio de la multitud de abajo se desplegó una bandera verde.

—¡Viva Gomes! —gritó un hombre—. ¡A luchar por un nuevo Brasil!

En el pabellón hubo gritos entrecortados. Abajo, en la sección de clase media, un grupo de estudiantes lanzó serpentinas verdes. Emília vio a Felipe entre el gentío, echando el brazo hacia atrás para lanzar serpentinas verdes a las masas, que lo aclamaban. El círculo de policías se cerró velozmente.

Se oyeron más explosiones, luego gritos. Encerrada en el Campo de Jiquiá, la multitud avanzó. El pabellón se tambaleó. Emília sintió que las tablas de madera pintada se movían debajo de sus pies, como la arena en la playa de Boa Viagem.

—Vamos —dijo a su esposa un hombre que estaba al lado de Emília—. Vámonos antes de que ocurra alguna desgracia.

Alrededor de ella hubo susurros y luego codazos. Emília buscó al doctor Duarte, a doña Dulce, a Degas. No podía verlos dentro del grupo que se abría paso a empellones, todos en dirección a la escalera delantera del pabellón decorada con banderas azules. A Lindalva le quitaron el sombrero de la cabeza de un manotazo. Emília vio a los integrantes de la orquesta bajando rápidamente por las escaleras de servicio del pabellón con los instrumentos levantados por encima de sus cabezas, como si vadearan un río. Cogió la mano de Lindalva y los siguió.

6

Las escaleras de servicio conducían a los tranvías. Los coches formaban una línea, con sus indicadores de ruta normales cubiertos con carteles blancos que decían: «Campo de Jiquiá». Gente de la zona de clase media que escapaba llenaba el sendero. Los conductores de los tranvías hacían sonar sus silbatos de bronce y orientaban a la gente para que subiera. Emília se sentía mareada, tenía la boca muy seca. Se asió con fuerza a la mano de Lindalva y subió a un coche.

A Emília le habían dicho que nunca subiera a un tranvía. Si había una emergencia, si se encontraba sin dinero, doña Dulce le había aconsejado que sólo viajara en la primera clase de la Cristaleira. Los coches de la Cristaleira tenían ventiladores eléctricos, ventanas de vidrio y normas de vestimenta: guantes para las damas, corbata y chaqueta para los caballeros. Su suegra decía que había peleas en los coches de segunda clase. Había pervertidos que espiaban las faldas de las mujeres.

Todos los tranvías del Campo de Jiquiá eran de segunda clase, con barandillas de metal y simples asientos de madera. No había lugar donde sentarse. La gente se fue amontonando hasta que el centro del coche se llenó y faltaba el aire. Lindalva agarró el brazo de Emília. Los hombres iban colgados de barandillas laterales del tranvía, balanceando los pies sobre el escalón de la entrada. Emília los envidiaba. Allí seguramente se estaba más fresco que dentro. El revisor dio una vuelta por fuera alrededor del coche. Su uniforme azul marino daba la impresión de ser muy caluroso. Hizo sonar el silbato para indicar que el coche estaba lleno. Nadie le escuchó. La gente pasó junto a él a empujones para poder subir, y casi le hicieron perder su cartera de cuero para los billetes. En la aglomeración, Emília creyó ver a Felipe, sus mejillas pecosas arrebatadas, la mano encima del sombrero de fieltro para no perderlo. Luego desapareció.

—¡Arranque! —le gritó al conductor uno de los hombres de la orquesta—. ¡O nos van a aplastar!

El revisor saltó con un solo pie a la plataforma trasera del tranvía. El conductor tocó la campana del coche y, con una sacudida, el tranvía comenzó a moverse.

Los músicos de la orquesta estaban amontonados cerca de Emília. Llevaban abiertas las chaquetas de sus trajes y se habían desabotonado el cuello de la camisa. Algunos todavía llevaban la faja de raso azul que el alcalde había decidido que vistieran todos los que iban a trabajar en el pabellón. Al lado de Emília, un niño sostenía una mazorca de maíz asada comida a medias. Otro niño pequeño se abrazaba a la pierna de su madre. La mujer miró con desconfianza el sombrero de Emília. Más allá de aquellos viajeros amontonados cerca de ella, Emília sólo veía las hileras de manos que se agarraban de los pasamanos del tranvía y las axilas de chaquetas y camisas manchadas por el sudor. Quería quitarse el sombrero —su pelo estaba chorreando—, pero no tenía dónde ponerlo. Se agarraba con una mano y con la otra sujetaba su bolso. No había nada en el bolso, aparte de algunas horquillas, un pañuelo y un billete de mil reales que le había sacado a Degas. Prácticamente carecía de valor, pero le resultaba cómodo llevar el bolso. Emília esperaba que fuera suficiente para pagar su billete.

No sabía cuánto costaba el tranvía. ¡Quién lo iba a imaginar! Cuando vivía en Taquaritinga, había soñado con viajar en tranvía. Era, después de todo, la manera en que la mayoría de la gente de Recife viajaba. Comparado con las mulas de doña Conceição, aquello era un lujo. A lo largo de todo el techo del tranvía había coloridos anuncios pintados. ¡Tome Elixir de Vitaminas Nogueira! ¡Use jabón Dorly! ¡Haga que su pelo brille con Crema de Aceite y Huevo para el cabello! ¡Fume cigarrillos Flores: están hechos en Recife!

El tranvía salió de los terrenos bajos y pasó junto a las líneas de casas blanqueadas, carpinterías, puestos de zumos y cafeterías al aire libre. En las colinas estaban los mocambos, hileras y más hileras de humildes chozas hechas con hojas de palma levantadas por los inmigrantes que venían del campo. El sol ya había desaparecido del todo y el cielo adquirió un color gris oscuro. Los grillos cantaron. Dentro del tranvía, los pasajeros se habían tranquilizado. Suspiraban y sonreían después de su huida. Gritaban al conductor al acercarse a su parada: «¡Aquí!». El revisor bajaba de un salto y guardaba el dinero del pago en la cartera de cuero. Lindalva continuaba con los ojos cerrados y la mano aferrada al brazo de Emília. Ésta no sabía hasta dónde iba el tranvía ni dónde se detenía, pero no estaba asustada. Estaba mareada. ¿No era esto lo que había supuesto que era Recife… las muchedumbres ruidosas, aquel sonido de la campanilla del tranvía, estos olores, aquel parloteo? ¿No era ésta la ciudad con la que había soñado?

A medida que la gente bajaba, el tranvía iba quedando con más espacio libre. Emília prestó mayor atención a Lindalva. Su amiga sonrió débilmente y le secó la cara con un pañuelo.

—Ya casi estamos llegando —le aseguró Emília, aunque no podría decir a dónde estaban llegando. No quería regresar a la casa de los Coelho. No quería bajarse en la plaza del Derby.

—¡Santo cielo! —gritó enojada una mujer en la parte de atrás del tranvía—. ¡Tengan cuidado!

Se produjo una pelea. Emília vio cómo uno de los músicos de la orquesta empujaba a un borracho vestido con andrajos. Hubo gritos. Se veían caras rojas y gestos airados. Se pegaron. Los otros músicos alentaron con gritos a su amigo. El borracho arrancó la faja azul del músico. El revisor hizo sonar su silbato. Los demás pasajeros del tranvía se apartaron de la pelea y se amontonaron junto a Emília, impidiéndole ver lo que pasaba.

—¡Santa María! —gritó una mujer.

—¡Detenga el tranvía! —chilló un hombre.

El conductor miró hacia atrás.

—Tenemos que esperar hasta la próxima parada —gritó—. Podría provocar una colisión si nos detenemos en las vías a mitad de camino.

Hubo otro grito. El borracho bajó del tranvía de un salto. En la luz del anochecer, Emília vio que algo brillaba en sus manos.

—¡Viva Gomes! —gritó desde abajo.

Otro de los músicos saltó del coche, luego otro y otro. Persiguieron al borracho y sus figuras se fueron convirtiendo en sombras decrecientes a medida que el tranvía avanzaba y se alejaba. Los restantes pasajeros se retiraron del centro del tranvía, apretándose contra los laterales del vagón, que llegaban hasta la cintura. El niño que estaba junto a Emília dejó caer su mazorca. Lindalva respiró hondo y agarró el brazo de Emília con más fuerza.

«Me hará un moretón», pensó Emília.

La mazorca rodó hasta el centro del coche. El músico de la banda que había estado peleando se arrodilló. Cruzó los brazos sobre el vientre, como un niño con dolor de barriga. Sus restantes compañeros de banda observaban, con los instrumentos en sus manos ahora relajadas. Una mancha como de tinta se extendió sobre su camisa. Respiró hondo y se tambaleó hacia atrás. Sus brazos se aflojaron. Tenía un enorme corte oscuro a la altura de la cintura. Sus tripas salieron por el corte como una flor que se abriera desde el vientre.

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