—¿Cómo te llamas? —preguntó Luzia.
—María —respondió la mujer—. María das Dores.
La comida hizo que la mujer se recobrara un poco. Sus ojos se abrieron mucho cuando reparó en los cangaceiros que estaban a su alrededor. Poco a poco, se separó de Baiano y de Luzia.
—No me marquen —dijo, agarrándose las manos—. Tengan piedad.
—¿Marcarte? —preguntó Luzia.
La mujer asintió con la cabeza.
—Sé que eso es lo que ustedes hacen. Conocí a una niña que llevaba una marca en la cara. La cicatriz le atravesaba la piel. Dijo que un cangaceiro, uno de orejas grandes, le había hecho eso.
La mujer recorrió el grupo con los ojos, buscando a aquel hombre.
—¿De orejas grandes? —preguntó Luzia—. ¿Cómo se llama?
—El Halcón. Dicen que tiene un brazo vendado. Va con un grupo pequeño, y ha estado marcando a las mujeres. Solamente a las mujeres. Especialmente a las que llevan el pelo corto. Les quema la cara, o el vientre, o los pechos. Como si fueran animales.
—¿Lo has visto? —preguntó Luzia.
La mujer negó con la cabeza.
—Sólo vi a la niña, la que él marcó. Tenía la mejilla tan hinchada que no podía ver con el ojo de ese lado.
—¿Pudiste ver cómo era la marca?
—Parecía una letra. Yo no sé leer, pero recuerdo el aspecto que tenían. —La mujer se arrodilló y estiró el brazo. En la tierra, ante ella, dibujó una letra con mano temblorosa: «O».
Un chorro ardiente de bilis llegó hasta la garganta de Luzia. Quemaba como el zumo de xique-xique. Orejita estaba vivo, y se hacía pasar por el Halcón.
—Nosotros no marcamos —aseguró Luzia—. Ese hombre no es un cangaceiro.
—Es un traidor —precisó Ponta Fina. Junto a él, Bebé movió afirmativamente la cabeza.
Los cangaceiros enterraron bien hondo el cuerpo de la niña para que los buitres no lo descubrieran. Ponta Fina hizo una cruz con dos palos y los ató con su pañuelo de subcapitán. Habían pasado junto a decenas de tumbas similares durante sus desplazamientos. En cada una de ellas, Luzia y los cangaceiros se habían detenido para hacerse la señal de la cruz. Luzia lo había hecho por hábito y también por superstición —no quería irritar a los muertos—, pero nunca se había permitido preguntarse quién ocupaba aquellas tumbas. Después de enterrar a la niña, Luzia se vio forzada a pensar en todos los muertos junto a los cuales habían pasado. ¿Quiénes eran esas personas enterradas? ¿Cuáles eran sus nombres, sus ocupaciones? Y si la sequía empeoraba, ¿habría también tumbas sin nombre para sus hombres, para ella? ¿Serían tan fácilmente olvidados?
Cuando se alejaron de la tumba, María das Dores se fue con ellos. Los hombres la llamaron «María Magra» debido a su delgado cuerpo, y se rieron de este apodo, porque todos estaban muy flacos. Hasta Inteligente había perdido su corpulencia.
—Coge esto —le dijo Luzia, y ofreció a María Magra su cantimplora.
—María compartirá la mía —terció Baiano.
Aquella noche, en el campamento, Luzia soltó a Baiano y a María Magra el mismo sermón que endosara a Ponta Fina y a Bebé. Después de las oraciones Luzia hizo que ambas parejas se arrodillaran delante de ella. Antonio le había enseñado que esa ceremonia era importante, hacía que las cosas inmateriales parecieran reales. De modo que la capitana se quitó su chal y envolvió con él las manos de las parejas, uniéndolas. Hizo que los hombres y las mujeres intercambiaran sus zapatos. Cuando volvieron a intercambiárselos, Luzia los declaró casados y María Magra se convirtió en la tercera mujer admitida en el grupo de cangaceiros. Luzia intuía que no sería la última.
Los vagones de carga del Ferrocarril Gran Oeste llevaban montones de bolsas de arpillera, todas marcadas con letras rojas que decían: «Estado de Pernambuco». Cuando los cangaceiros las rompieron para abrirlas, sólo harina de mandioca apareció entre sus manos. En otro vagón había bloques de rapadura y tiras de carne seca tan delgadas y duras como láminas de cuero curtido. Gomes había enviado comida que podía ser consumida de inmediato, sin agua ni fuego. Luzia y los cangaceiros comprendieron sus razones, pero el sentido común de Gomes hizo que sus sueños de comidas elaboradas parecieran absurdos, y lo odiaron por ello. Cuando Baiano e Inteligente encontraron montones de octavillas con la fotografía de Gomes y la leyenda «Padre de los Pobres», los hombres se turnaron para orinar sobre los retratos del presidente.
Era difícil detener los trenes, pero no imposible. El primer convoy del Ferrocarril Gran Oeste que los cangaceiros saquearon estaba ya parado para cambiar de maquinista y dejar a los pasajeros que se apeaban a mitad de camino entre Caruaru y Río Branco. La estación se llamaba Belo Jardim, y cuando el tren llegó muy pocas personas se bajaron allí; la sequía hacía que la gente abandonara las tierras áridas, no que fuera a ellas. Luzia y sus hombres ocuparon la estación. Sólo cinco soldados vigilaban el envío del gobierno, pero estaban bien armados. Éstos se bajaron del tren para fumar y para orinar. Pasearon por la estación, estiraron las piernas y se desabotonaron las braguetas de los pantalones. Luzia silbó. Sus cangaceiros abrieron fuego. Cuando estaban distraídos, los soldados eran blancos fáciles. Algunos ni siquiera tuvieron tiempo de darse la vuelta, y cayeron sobre la parte que ellos mismos acababan de mojar de la pared de la estación. Mientras Ponta Fina e Inteligente despojaban a los soldados muertos de sus armas, Luzia y los demás cangaceiros subían al tren.
La Costurera no se molestó en abrir la caja fuerte ni en robar en los vagones de pasajeros. Ni los billetes de mil reales ni las joyas de oro se podían comer o beber. El verdadero tesoro era la comida; cualquier alimento, por básico que fuera. Los cangaceiros sacaron las provisiones del tren. La noticia del robo llegó de inmediato al pueblo de Belo Jardim y pronto se reunió allí una multitud.
Los habitantes de Belo Jardim confirmaron que Orejita había sobrevivido. Le contaron a Luzia que había estado en su pueblo algunas semanas atrás, que estaba reclutando hombres y que afirmaba ser el Halcón. Los cangaceiros de Orejita eran más brutales de lo que Antonio o Luzia habrían permitido. Como castigo por llevar vestidos atrevidos o el pelo corto, Orejita marcaba a las mujeres jóvenes. Mataba a los hombres sin ninguna razón. Luzia sabía que eso iba a perjudicar a su propio grupo. La violencia indiscriminada volvería impopulares a los cangaceiros, justamente en el momento en que más necesitaban el apoyo popular. Las acciones de Orejita harían que la gente se arrojara a los brazos de Gomes, que había empezado a hacerse llamar «Padre de los Pobres».
«Entonces yo seré su madre», pensó Luzia.
—Coged sólo lo mínimo imprescindible —ordenó a Ponta Fina mientras descargaban el tren—. El resto se lo regalaremos a la gente.
Cuando recibieron la comida, los hombres y mujeres de Belo Jardim besaban las manos de los cangaceiros. Colmaron de alabanzas a la Costurera. Ofrecieron protección y refugio al grupo. Luzia levantó las manos para tranquilizar a la multitud.
—Recordad —gritó Luzia— que el Halcón y la Costurera os han ayudado. Cuando estéis con nosotros hallaréis protección. Ese otro grupo es falso: afirman ser cangaceiros, pero son bandoleros.
En las siguientes semanas hubo más trenes, más multitudes agradecidas. Luzia y sus hombres amontonaron grandes cactus secos, ramas y demás maleza en las vías del tren. Cuando veía en la distancia las oscuras nubes de humo que salían de un tren, Luzia prendía fuego a la barricada. Los maquinistas detenían la marcha y bajaban para examinar el obstáculo, y en ese momento era cuando los cangaceiros de Luzia entraban en acción.
Los trenes llevaban periódicos, además de comida. Los soldados y los trabajadores que se habían desplazado para ayudar en los campamentos de refugiados organizados por Gomes querían saber lo que ocurría en la costa. Gomes había aprobado la nueva ley electoral del país. Se establecía el voto secreto y un organismo federal llamado Justicia Electoral supervisaría las elecciones. La nueva ley daba también el derecho a votar a las mujeres que supieran leer y escribir. Había algunos editoriales y artículos de opinión sobre estos asuntos, pero en gran medida el sufragio femenino quedaba en segundo plano, desplazado por la sequía. A pesar de los campamentos de Gomes, los refugiados seguían hacinándose en la capital. Luzia leyó editoriales que proponían un desplazamiento masivo de los habitantes del interior. «La tierra es demasiado pobre —proclamaba un artículo— y la existencia cotidiana demasiado precaria como para permitir que ciudadanos brasileños vivan en semejante lugar».
Hubo propuestas de trasladar por la fuerza a los habitantes de las tierras áridas hacia el sur, a trabajar en las fábricas de Sao Paulo.
Gomes estaba de acuerdo con facilitar la emigración de trabajadores, pero no aprobaba que se abandonara aquella región. Antonio había acertado: Gomes iba invadir la caatinga para someterla a su dominio.
—Brasil —decía Gomes— es un gran cuerpo compuesto de muchas partes. Todas son esenciales. ¡Ninguna de esas partes puede ser abandonada! ¡No se puede permitir que se conviertan en refugio de criminales y anarquistas!
Luzia trató de concentrarse en los artículos sobre la carretera y los planes para Brasil del presidente Gomes, pero su atención se desviaba continuamente, sin remedio, a la sección de sociedad. El
Diario de Pernambuco
publicaba extensas notas sobe un viaje de caridad al campamento de refugiados de Río Branco organizado por la señora de Degas Coelho. La última fotografía del viaje mostraba a la delegación justo antes de su regreso triunfal a Recife. Habían posado en la plataforma del tren, en el mismo Río Branco. La señora de Degas Coelho —la musa de la misión de caridad— estaba en el centro, rodeada por hombres y por una mujer de edad avanzada. Emília tenía un bebé en sus brazos.
«Si todos pudiéramos salvar una pobre alma —escribía un periodista— brindando una oportunidad de educación y civilización a un niño que de otra manera estaría condenado a la ignorancia, solucionaríamos nuestros problemas sociales».
En pocas semanas, la sección de sociedad informaba de que la señora de Degas Coelho había inaugurado otra tendencia, que esta vez no tenía nada que ver con la moda. Otras adineradas mujeres de Recife querían rescatar también a otros bebés de la sequía. Había desagradables historias de mujeres refugiadas que vendían a sus pequeños, y también se contaba que algunos sirvientes, deseosos de complacer a sus amas, les robaban a otras refugiadas sus bebés.
Luzia no podía terminar de leer esos artículos. Pensaba en aquellas mujeres del Partido Azul a las que había robado hacía años, cuando Antonio todavía estaba vivo. Recordaba sus rostros anormalmente blancos, cubiertos de polvo. Recordaba sus voces chillonas. Habían estado a merced de Luzia en aquel entonces, en la cañada del ganado, y había sido cruel con ellas. Ahora su hijo estaba entre mujeres de esa clase, a su merced. Pero tendría a Emília, y Luzia se consoló pensando que su hermana, sangre de su sangre, no trataría a Expedito como a un «niño abandonado», sino como a un hijo. Incluso esta idea hizo que a Luzia le doliera el pecho y apretara con fuerza los puños… Ella deseaba fervientemente que su niño fuera querido, pero no que él amara a Emília con el mismo fervor, de la manera en que se ama a una madre.
Luzia recortó y guardó la fotografía de la delegación de caridad reproducida en el periódico. En las noches que seguían al robo de un tren, después de que sus manos y sus pies fueran besados por cientos de hombres y mujeres hambrientos en señal de agradecimiento por su generosidad, Luzia desdoblaba aquella foto y la contemplaba. La expresión de Emília era de triunfo, incluso presuntuosa. Una manta cubría la cara del niño, de modo que sólo se veían sus manos. Fijó la mirada en aquellos dedos pequeños y blancos. Se estiraban hacia arriba, hacia Emília. Ella era su salvadora. Y Luzia no era nada, ni siquiera un recuerdo.
Atacar un campamento de refugiados representaba un esfuerzo enorme. Estaban bien vigilados por soldados y rodeados por vallas de alambre de espino. Sin embargo, los alimentos del gobierno no iban solamente a los campamentos de refugiados de Gomes. Antes de que muriera su hija, María Magra había sido enviada a un campamento privado dirigido por una viuda.
—La viuda de Carvalho —contó María Magra a Luzia y a Baiano— vendió sus tierras para que se haga la carretera, y se irá a Recife. La gente dice que todavía hay agua en sus pozos. Y además ella tiene comida. Gomes le enviaba suministros. Decían que los estaba vendiendo para obtener dinero para su viaje. Si yo hubiera llegado a tiempo, le habría comprado alimentos. Le habría dado de comer a mi hija.
María Magra no conocía la ubicación exacta del campamento, pero Luzia y Baiano sí. Como esposa del finado coronel Carvalho, la viuda había heredado un rancho que ocupaba una gran extensión de terreno, y llegaba hasta la cañada para el ganado. Luzia, Antonio y los cangaceiros habían atravesado muchas veces sus tierras, pero nunca se habían acercado a su casa. La viuda tenía mala fama. Su marido le había dejado sólo tierras, pero nada de dinero, de modo que se había visto forzada a vivir de manera austera. La viuda de Carvalho era famosa como patrona por su mano dura y mal carácter. Se rumoreaba que le había disparado a su desaparecido marido en el pie durante una disputa, pero pocos creían que esa historia fuese verdadera. Cualquier hombre —y más un coronel— habría matado a su esposa si eso hubiera ocurrido, y en cambio la viuda de Carvalho todavía estaba con vida.
Su casa era una construcción enorme encalada, una mancha cegadora entre la maleza gris. Una fila de gente serpenteaba por el porche. Algunos tenían bolsas de arpillera; otros, abollados tazones de estaño. Los hombres llevaban los pantalones sujetos con una cuerda, tanto era el peso que habían perdido. Las mujeres llevaban bebés en brazos y niños flacos de la mano. Los hombres de la fila se miraban los pies, como si estuvieran avergonzados de mirar a la cara a quienes estaban a su alrededor. Las mujeres, sin embargo, estaban por encima de la vergüenza: miraban directamente hacia el porche de la casa. Allí, la viuda de Carvalho recibía monedas a cambio de harina de mandioca, carne seca y frijoles cocidos.
El estómago de Luzia padecía calambres. Escondidos entre la maleza, los cangaceiros se movían y murmuraban impacientes. Había sido el olor de los frijoles lo que había incitado el viaje a la casa de la viuda. Habían olido la comida a kilómetros de distancia, sin poder creérselo: ¡frijoles cocidos! Al principio, los hombres creyeron que su olfato los engañaba, que el hecho de soñar tanto con comida finalmente los había llevado a perder la razón. Pero no era ninguna alucinación. Allí, en el porche de la viuda, junto los sacos de arpillera con comida deshidratada, había un enorme recipiente de frijoles humeantes. «¡Qué imprudente —pensó Luzia— malgastar las últimas jarras de agua del pozo para cocinar!».