La costurera (80 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Desde su escondite en la maleza, Luzia observaba a la viuda de Carvalho. Llevaba un vestido negro de manga larga, cuya tela tenía un brillo sombrío, como el caparazón de un escarabajo. Lucía un cinturón de cuero marrón con un monedero atado a él. La viuda metía en él las monedas. Después de recibir el pago, los clientes eran conducidos al porche, donde tres mujeres encorvadas y sudorosas servían comida en los platos. Encima del porche había un cartel grande del presidente Celestino Gomes. Vestía uniforme militar. Estaba sacando pecho y mostraba una simpática sonrisa. Debajo de su imagen se leían las palabras: «Padre de los Pobres».

La casa de la viuda no tenía una valla de alambre de espinos como los campamentos de refugiados oficiales, pero sí había soldados. Cuatro hombres armados empujaban a la gente para mantenerla dentro de las filas. Luzia se dio cuenta de que los soldados no estaban allí como protección contra los ataques de los cangaceiros, sino para impedir desórdenes entre los clientes de la viuda.

—Hay dos filas —susurró Ponta Fina—: la de los que pueden pagar y la de quienes no pueden.

Luzia se enderezó las gafas. A aquellos que no le daban dinero o alguna joya a la viuda de Carvalho no se les entregaba comida y eran conducidos hacia otro lugar. Allí, un soldado gritaba con voz áspera:

—¡Para trabajar en la carretera! ¡Para trabajar en la carretera! —Estos refugiados eran llevados a una mesa cercana. Sentados detrás de ella había dos hombres de traje y sombrero blanco brillante.

—Funcionarios de Gomes —susurró Luzia. Junto a ella, Baiano asintió con la cabeza.

Un funcionario pedía a los refugiados que pusieran sus dedos pulgares en tampones con tinta para luego plantarlos sobre una larga hoja de papel. Después, el otro funcionario les echaba en la cabeza polvo para despiojar, les entregaba un bulto y los conducía de vuelta a la fila de la comida, donde de inmediato eran atendidos. Si los recién incorporados trabajadores camineros tenían esposa o hijos, ellos también recibían comida. Las mujeres sin dinero, ni marido, ni padres se quedaban sin comida. De cuando en cuando, la viuda de Carvalho se alejaba del porche y se acercaba a este grupo de mujeres desesperadas.

La cabeza de la viuda emergía, blanca y vulnerable, del vestido negro que recubría su cuerpo como una armadura. Seleccionaba a una joven del grupo indigente y la llevaba a una sección separada del porche. Había algunas otras ya hacinadas allí. Luzia no podía ver las caras con suficiente claridad como para calcular sus edades, pero había un rasgo que las distinguía de la multitud de refugiados: sus labios estaban pintados de rojo. En contraste con la monótona gama de tonos marrones y grises del monte seco, las bocas de esas mujeres se veían obscenamente brillantes, como heridas abiertas.

—¿Qué será lo que ocurre? —preguntó Luzia. Ponta Fina lanzó un gruñido.

A una orden de Luzia, Bebé y María Magra se quitaron sus mochilas y se acercaron del brazo al patio de la viuda. Las cangaceiras fingirían ser refugiadas y se sumarían a la fila donde se repartía comida, para así poder observar el funcionamiento del campamento improvisado. Bebé y María Magra debían asegurarse de que no hubiera ningún soldado escondido y de que los funcionarios que se ocupaban de reclutar trabajadores para la carretera no estuvieran armados. Mientras tanto, Luzia asignó una tarea a cada uno de sus cangaceiros. Cuando preparaba los ataques, Antonio había dado una tarea específica, un blanco concreto, a cada hombre. Luzia localizó a la viuda de Carvalho.

En el patio de la viuda, María Magra y Bebé se persignaron. Esta era la señal de que era seguro atacar. Luzia silbó y Baiano condujo a un grupo pequeño de cangaceiros a la puerta principal de la hacienda.

—¡Malditos soldados! —gritaron—. ¡Viva el Halcón y la Costurera!

Baiano disparó sobre el cartel de Gomes. Los soldados respondieron tal como Luzia había previsto. Al ver a Baiano y su grupo, los soldados dejaron sus puestos y se lanzaron sobre la puerta principal. Estaban bien entrenados, pero actuaban con demasiada precipitación. Luzia y el resto de los cangaceiros rodearon rápidamente el patio de la viuda. La capitana estaba decidida a realizar una de las viejas maniobras de Antonio: la «retroguarda», el envolvimiento por la retaguardia. En cuanto los militares levantaron sus armas, Luzia y Ponta Fina llevaron al resto de los cangaceiros por los flancos del patio de la viuda, rodeando así a los soldados. Tras unos cuantos disparos, los cuatro hombres armados cayeron.

Los dos funcionarios encargados del reclutamiento de trabajadores para construir la carretera también actuaron como Luzia había pronosticado. Apenas sonaron los primeros disparos, los hombres se agacharon y se pusieron las manos sobre la cabeza, aplastando sus sombreros de paja. Los refugiados, sin embargo, no respondieron según las expectativas de Luzia. En los ataques anteriores, los hombres y las mujeres de la caatinga se habían apartado del camino de los cangaceiros. Se escondían en sus casas o se agachaban tranquilamente en la calle, a la espera de que terminara el combate. En cambio esta vez la gente que estaba en el patio de la viuda no dejó caer sus platos para salir corriendo. Incluso después de los primeros disparos, permanecieron en la fila. Algunos segundos después empezaron a empujarse entre ellos. Lo hacían como aletargados al principio, como si estuvieran probando sus fuerzas. Antes de que los cangaceiros pudieran detenerlos, la muchedumbre avanzó hacia el porche. La viuda de Carvalho comenzó a golpear a hombres y mujeres con un gran cucharón de madera. La gente la ignoró. Todos metían sus latas o las manos en el recipiente de frijoles. Se metían puñados en la boca. Un líquido marrón les corría por la cara. Otros rompían los sacos hasta que la harina blanca salía de ellos y se derramaba sobre el porche. Varias mujeres se arrastraban por el suelo y recogían harina en sus faldas. Las ayudantes de la viuda —las tres mujeres encorvadas que distribuían la comida— no se apartaron del caos, sino que empezaron también ellas a servirse las provisiones de la viuda.

—¡Yo estaba primero! ¡Yo estaba primero! —gritaba un anciano, abriéndose paso a arañazos por el porche. Un niño, atrapado entre la multitud, lloraba.

Luzia apuntó su Parabellum. No podía limitarse a disparar al aire… Las sonoras descargas de los rifles de los cangaceiros no habían detenido a la muchedumbre, de modo que ¿por qué habría de hacerlo el disparo de una pistola? Recordó las lecciones de tiro de Antonio, escuchó su voz en su oreja: «Si disparas, no puede ser un tiro inútil, cada bala es importante». Un hombre fuerte estaba junto al recipiente de frijoles, metiéndose los últimos restos en la boca. Luzia apuntó a un brazo, pero como la multitud se abría paso a empellones, le dio en el pecho. El hombre se inclinó hacia delante. La gente que se encontraba a su alrededor se quedó paralizada.

—¡Atrás! —gritó Luzia con voz firme y profunda, como había sido la de Antonio—. Tranquilos. Os daré comida sin quitaros dinero. Ni la dignidad.

La multitud la miró, luego se miraron entre ellos. Sus caras estaban manchadas con salsa de frijoles. Tenían grumos de harina entre los dedos. Luzia siguió apuntando con su Parabellum. Lentamente, la multitud se dispersó. Canjica e Inteligente retiraron del porche el cuerpo del refugiado muerto. Ponta Fina y Baiano ataron de pies y manos a los funcionarios encargados de la construcción de la carretera. Luzia ordenó a los demás cangaceiros que pusieran orden y organizaran toda la comida que quedaba para su distribución. Cuando la viuda de Carvalho trató de escapar agachada por la puerta principal, Luzia la agarró de un brazo.

La viuda frunció su amplia boca. Delgados pelos oscurecían su labio superior. La trenza de la mujer se había soltado durante la pelea. Con su brazo libre, la viuda se apartó los pelos grises de la cara.

—¿Dónde está el Halcón? —preguntó.

Luzia apretó su mano sobre el brazo de la anciana.

—¿Por qué?

—Quiero hablarle.

—Está ocupado. Usted está bajo mi autoridad.

La viuda se encogió.

—Entonces dispárame. Vamos, hazlo.

Luzia negó con la cabeza. Incluso con una pistola apuntándola, aquella mujer seguía dando órdenes.

—No soy una criada de su cocina —replicó—. Dispararé cuando yo quiera.

—Muy bien —respondió la viuda—, pero no hago tratos con mujeres.

Luzia se rió, y se sobresaltó por su propia risa. Estaba exhausta y hambrienta, y temía no poder detener la risa una vez que comenzara. Se pasó la manga de la chaqueta por la boca, como si pensara que con ello haría desaparecer su sonrisa.

—Descuide, usted no va a hacer ningún trato conmigo —replicó Luzia. Luego, incapaz de resistirse, preguntó—: ¿Cómo siendo mujer no confía en otras mujeres?

La viuda suspiró.

—Las mujeres son malas. Especialmente entre ellas. Lo sé porque yo soy así. Tú también lo sabes.

Detrás de la viuda de Carvalho, el grupo de adolescentes de labios rojos se amontonaba en el porche. Miraban, temerosas, a los cangaceiros. La muchacha recién apartada —la que la viuda había elegido entre la multitud antes del ataque— aún no tenía pintados los labios. Su boca estaba reseca y abierta. En los extremos de sus trenzas llevaba dos cintas descoloridas, prueba de que, aunque su pelo estaba duro y polvoriento, en algún momento se había arreglado. O su madre la había peinado. Los ojos de la niña eran castaños, oscuros, con largas pestañas. Se parecían a los ojos de Emília, y Luzia sabía que si las cosas hubieran sido diferentes, si su hermana y ella se hubieran quedado en Taquaritinga, podrían haber sido víctimas de esa misma sequía. Emília podría haber sido esa niña de trenzas que observaba a Luzia con una mirada asustada y enfadada, como un niño que acabara de ser golpeado.

—¿Y ellas? —quiso saber Luzia.

La viuda de Carvalho se encogió de hombros.

—Habrá un campamento de trabajadores para construir la carretera cerca de aquí. Iban a ser enviadas allí.

—¿Para qué?

—Para trabajar.

—¿Qué clase de trabajo harían? —insistió Luzia.

La viuda entornó los ojos.

—No irán a cavar zanjas, desde luego.

Luzia miró a la muchacha de las trenzas.

—¿Cómo te llamas?

—Doralinda —masculló—, pero me llaman Dada.

—¿Eres virgen todavía?

La niña se ruborizó. La viuda de Carvalho rió.

—Es tan pura como el agua clara. Ya no se puede encontrar nada tan fresco por aquí.

La viuda miró a los cangaceiros en el patio y en el porche. Se relamió los labios y acercó la boca a la oreja de Luzia.

—Todos tus hombres pueden pasar un rato con ellas —susurró la viuda—. No cobraré mucho. Pero tendrán que quedarse fuera. Mi casa no es ningún harén.

Luzia soltó el brazo la viuda y le arrebató el cinturón en el que llevaba el dinero; las monedas cayeron en el porche, tintineando sobre el suelo de piedra. Cuando la viuda se agachó para recogerlas, Luzia la sujetó por el brazo.

—¡Mi marido no me dejó nada! —chilló la mujer—. Necesito comprar un billete de tren a Recife.

—Usted vendió su tierra para que hicieran la carretera. ¿Es que Gomes no le pagó?

—Me dio un pagaré. Mi dinero está en un banco en Recife. Pero tengo que encontrar la manera de llegar allí. Gomes envió soldados y comida, pero no puedo ir andando a la ciudad.

—Y por eso las va a vender… —dijo Luzia, señalando con la cabeza al grupo de niñas.

—Hemos llegado a un acuerdo: yo les doy comida y ellas me dan lo que los hombres que hacen la carretera les paguen por ir a los campamentos.

—No son de su propiedad —dijo Luzia— sólo porque sea la esposa de un coronel.

—Lo sé. Ellas van porque quieren, yo no las estoy apuntando con un rifle.

La viuda chasqueó la lengua. Luzia apoyó su Parabellum en el cuello de la anciana, que hizo una mueca de dolor.

—Tampoco te pertenecen a ti —siseó la viuda de Carvalho. Su respiración era ácida y cálida—. No somos diferentes tú y yo. Tú les darás esta comida y querrás algo a cambio de tu generosidad. Yo quiero su dinero, tú quieres su lealtad. ¿Cuál de las dos les pide más?

—No nos parecemos —replicó Luzia, con la boca tan cerca de la cara de la vieja viuda que podría haberle dado un mordisco—. Usted es una traidora por vender la tierra para que hagan la carretera.

La viuda negó con la cabeza.

—¡Tengo todo el derecho de venderla! Es mi tierra. Puedo hacer lo que quiera con ella. —Giró la cabeza e intentó mirar a Luzia—. ¿Por qué odias tanto a Gomes? El no es culpable de esta sequía. Está enviando provisiones. Gomes ha hecho más por vuestro futuro de lo que nunca hicieron los azules.

—¿Nuestro futuro? —repitió Luzia. Señaló a las muchachas de labios rojos—. Nuestro futuro está haciendo que ellas tengan que venderse por culpa de esa maldita carretera. Y esos hombres entregan sus vidas cuando aceptan trabajar en ella sin que les paguen nada. No es un trato justo. Gomes nos convertirá en esclavos. No nos está ayudando con estos alimentos: nos está comprando. Yo seré quien ayude a mi pueblo, no él.

Los ojos de la viuda centellearon. Habló en voz baja, como si estuviera compartiendo un secreto con Luzia.

—Tú quieres ser la heroína —dijo—, y Gomes te está robando la gloria de serlo, ¿no?

La viuda apenas sonrió. No tenía miedo y Luzia quería que lo sintiera. «El miedo es bueno —le había dicho Antonio una vez—: significa respeto». Una presión ardiente creció dentro de Luzia: la imaginó densa y oscura, como frijoles cocidos durante demasiado tiempo en su recipiente. Luzia sintió esa sustancia oscura que crecía dentro de ella, consumiendo sus lágrimas sofocadas para convertirlas en otra cosa, en algo peligroso, pero también útil.

El vestido de la viuda tenía un cuello doble, una parte alta y rígida, otra parte abierta por delante en dos amplias solapas de tela negra bordada. Luzia le agarró el cuello del vestido. Dobló la tela y observó la parte de atrás. Había puntadas largas, poco cuidadosas, que iban de un dibujo a otro; la costurera había sido demasiado descuidada como para cortar y anudar el hilo.

—Este bordado es un desastre —dijo Luzia.

La expresión de la viuda pasó de ser divertida a mostrar confusión. Luzia le soltó el cuello y miró a las muchachas de labios rojos. Algunas habían tratado de limpiarse el carmín y sus barbillas habían quedado manchadas de color rosa. Luzia miró hacia arriba; allí estaba el cartel del presidente Gomes —«Padre de los Pobres»—, su enorme cara, su expresión sonriente y magnánima. ¿Qué aspecto tendría ella, se preguntó Luzia, allí de pie, debajo de un rostro tan grande y apuesto? ¿Parecería una mujer hambrienta y lisiada? ¿Una terrible cangaceira? Miró a la multitud que rodeaba el porche. Algunos la miraban con miedo, otros con indecisión. La viuda tenía razón: Gomes no era del todo malo. Eso era lo que lo volvía peligroso. Si Gomes se convertía en un héroe popular, la Costurera y sus cangaceiros serían los malos. El ya estaba tratando de presentar esa versión en los periódicos, diciendo que los cangaceiros eran criminales inútiles. El doctor Eronildes tenía razón. La gente de aquellas tierras áridas sólo tenía espacio en su corazón para un héroe. Si quería sobrevivir, Luzia tendría que luchar para ocupar ese lugar.

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