La costurera (78 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Las madres primerizas debían guardar reposo tres semanas como periodo de convalecencia. Se suponía que no debían bañarse ni abandonar la cama. Cuando eran niñas, Luzia y Emília habían acompañado a la tía Sofía en las visitas de felicitación a las nuevas madres. Las habitaciones de esas mujeres permanecían oscuras, con el aire viciado, como madrigueras de animales. Debajo de sus camas se colocaban tazones de aceite de lavanda, pero el perfume no era suficiente para tapar el fuerte olor. Las mujeres olían a leche ácida, a sudor, a sangre seca. Luzia sabía que olía tan mal como aquellas nuevas madres que había conocido en su infancia, porque cada vez que Ponta Fina entraba en su habitación arrugaba la nariz.

Ponta Fina se sentaba al lado de la cama de Luzia y le contaba lo que ocurría fuera de su lecho de convaleciente. La criada de Eronildes había abandonado el rancho. La anciana se había reunido con el doctor, porque un hombre no podía ocuparse de un bebé recién nacido. Luzia no sabía dónde estaba el doctor Eronildes ni cómo planeaba dejar a su hijo en brazos de su hermana. Los pasos que diera Eronildes debían mantenerse en secreto —eso era lo que habían acordado antes del parto— para impedir que Luzia pudiera ir a buscarlo. Ella podría querer recuperar a su niño, pero no sabría dónde buscarlo.

—La comida escasea —le confió Ponta Fina. Sus ojos estaban fijos en el crucifijo que eslava encima de la cama de Luzia—. Los frijoles que el doctor nos dejó casi se han terminado. El Chico Viejo baja casi sin agua. Hemos avanzado cinco metros desde lo que era la orilla y el agua sólo nos llegaba hasta los tobillos. Nos ha llegado la noticia de que hay trenes que vienen de la capital. Gomes está enviando provisiones. Está montando campamentos para los refugiados de la sequía. Algunos de los hombres (Queves, Sabia, Canjica) están hablando de irse. Quieren interceptar esos trenes, saquearlos. Conseguir algo de comida. Baiano y yo les hemos dicho que esperaran.

Luzia asintió con la cabeza. Había estado en cama cuatro días. Si se quedaba allí mucho más tiempo, los cangaceiros la verían como una mujer normal, no como a su capitana invencible o su vigorosa madre. Había establecido un acuerdo con los hombres, tal como en su día hiciera Antonio. Se había cortado el pelo y se consideraba su capitana. Procuró asustarlos hasta conseguir que creyeran en ella; había hecho que los hombres dependieran de su liderazgo, del mismo modo que habían dependido de la dirección de Antonio. Al hacer esto, ella se había comprometido a renunciar a su bienestar personal por el bien del grupo. Había prometido guiar a los hombres. Ellos, a su vez, le prometieron obediencia.

Ponta Fina la miraba atentamente, como un campesino podría observar a una vaca enferma: preocupado por el bienestar de la bestia porque realmente le preocupaba, pero también porque ese bienestar afectaba a su propia forma de vida.

—Espera fuera —ordenó Luzia.

Una vez que abandonó la habitación, la joven apartó las sábanas. Salió de la cama y con sumo cuidado se puso sus viejos pantalones. Cada movimiento amenazaba con volver a abrir la herida que esos días en cama habían empezado a cicatrizar. Sentía que le temblaban las piernas, el vientre estaba demasiado distendido, las caderas curiosamente flojas, como cuerdas que hubieran sido estiradas tanto que se habían dado de sí y nunca volverían a recuperar su firmeza original. Luzia se vendó los pechos. Se abotonó la chaqueta y se colgó la pistolera en el hombro. Se puso el sombrero de Antonio. Estos pocos movimientos la cansaron tanto que se sintió tentada de echarse otra vez en la cama. Ponta Fina le impidió hacerlo: oía cómo el cangaceiro se paseaba impaciente delante de la puerta del dormitorio.

—¡Ponta! —gritó Luzia. El joven entró y se mostró dispuesto a obedecerla.

—Reúne a los hombres —dijo ella—. Nos vamos.

—Pero… ¿tu convalecencia?

—He dado a luz un niño, no un buey. Cuatro días de descanso son suficientes.

En cuanto Ponta Fina salió de la casa principal del rancho, Luzia se dirigió a la cocina, enrolló su vestido de embarazada y lo echó al fuego.

Fuera, los hombres se reunieron en el porche de Eronildes. Luzia alzó el cristal de roca de Antonio y comenzó su oración. Cuando selló los cuerpos de ellos y el suyo mismo con el rezo del
corpo fechado
, Luzia observó a los cangaceiros arrodillados. Los hombres no le preguntaron por su niño. No le preguntaron por su salud. Comprendió cómo debía de haberse sentido Antonio: rodeado de gente, pero siempre lejos de ellos. Lejos incluso de ella, su propia esposa, que también lo había considerado como un guía casi sobrehumano, como la persona que toma las decisiones. En ese momento Luzia era la capitana.

Dirigió la mirada al monte bajo y gris. La sequía traería como consecuencia que las decisiones más rutinarias fueran importantes. Hacia dónde iban a ir los cangaceiros y hasta dónde; a qué hora debían despertarse; a qué hora dormirían, si es que podían dormir, porque la noche era el momento de mayor frescura, el mejor para caminar entre la maleza. Tomar el sendero equivocado o elegir mal el rumbo podía significar la deshidratación y la muerte. Las decisiones de Luzia eran las que iban a determinar la supervivencia de todos. Ponta Fina y Baiano podían aconsejarla, pero, más allá de todas las opiniones que ella escuchara, los hombres esperaban que su capitana llevara la carga de las decisiones. El precio del liderazgo era la soledad.

Luzia salió del porche. Los hombres la siguieron. Antes de internarse en el monte, la capitana se dio la vuelta y los miró a los ojos.

—No moriremos de hambre —anunció, imitando la confianza que siempre mostraba Antonio—. Si Dios nos quisiera ver muertos, lo habría conseguido hace mucho tiempo.

3

A lo largo de la vieja cañada de ganado había muchas tumbas poco profundas, cavadas para los refugiados que habían muerto de hambre. Algunos cuerpos no estaban enterrados y en el clima árido no se habían descompuesto, sino que se habían secado, de manera que permanecían tendidos con la boca abierta junto el sendero, la piel rígida como el cuero, el pelo brillante. Sólo las partes en otro tiempo blandas y húmedas —los ojos, la lengua, el vientre— habían desaparecido, devoradas por animales hambrientos.

A Luzia le dolía la cabeza. El polvo le cubría la cara como una máscara marrón. La tierra le tapaba la nariz y las orejas, hasta el punto de que todos sus sentidos parecían embotados. Después del anochecer, su visión disminuía y apenas podía ver. Los cangaceiros también se quejaban de esa ceguera nocturna. A las pocas semanas de abandonar el rancho de Eronildes, el grupo de cangaceiros sólo podía viajar de día.

El agua era el agente creador de los olores y los sonidos del monte. Sin ella, la región estaba en silencio, no olía a nada. Sólo se escuchaba el zumbido de las moscas. Parecía que eran millones de moscas las que cubrían los cadáveres de los animales y de las personas. Luzia oía su zumbido a kilómetros de distancia. Al principio, los cangaceiros y ella sentían el olor dulce y pestilente de las vacas, las cabras y las ranas muertas. Pero pronto, hasta ese olor se desvaneció. Las criaturas muertas no tenían tiempo de descomponerse; eran comidas con demasiada rapidez.

Luzia y sus hombres encontraban agua en los pliegues interiores de las bromelias y en el corazón de los cactus. Arrancaban los tallos jóvenes y puntiagudos de algunas plantas resistentes y chupaban sus extremos carnosos para engañar la sed. No tenían café, de modo que Luzia recordó las enseñanzas de Antonio y buscó ajenjo, cuyas hojas peludas cumplían la función de siete jarras de café. Cuando encontraba plantas macambira, cortaba sus ramas largas y puntiagudas hasta llegar a la médula y las ponía al fuego durante varias horas. Después de ser secada al sol, la bola amarillenta era machacada hasta que se convertía en una tosca harina. La mucana, esa enredadera leñosa que se enrosca en los árboles del monte, era también una fuente secreta de agua. Cuando Luzia cortaba la enredadera por el lugar adecuado, con un golpe certero arriba y otro abajo, aparecía el jugo. Los cangaceiros tenían que meterse rápidamente los extremos cortados en la boca, pues de otra manera el líquido se perdía.

El hambre aturdía las emociones. La conexión de Luzia con su hijo se volvió difusa, su fuerza se debilitó. Sus hombres y ella misma sólo pensaban en la comida, pero como no había llovido durante la temporada de siembra no había cultivos para cosechar, ninguna provisión que comprar o robar y pocos animales que cazar. Los pensamientos de los cangaceiros se concentraban en los trenes de provisiones de Gomes. Todas las noches los hombres imaginaban lo que había en los vagones del Ferrocarril Gran Oeste: bolsas de frijoles convertidas en feijoadas, guisos que borboteaban ilustrados con salchichas y manitas de cerdo, harina de maíz que se convertía en humeante sémola cubierta con leche templada, los trozos de carne que eran desmenuzados para ser servidos sobre raíces de mandioca untadas con mantequilla. Estos sueños hacían que los hombres estuvieran dispuestos a tolerar el calor, el hambre y la sed, y a seguir a Luzia hasta la estación más cercana del Ferrocarril Gran Oeste.

Cuanto más se alejaban del río San Francisco, los cangaceiros encontraban más casas abandonadas. A veces pueblos enteros estaban vacíos. Luzia y los cangaceiros registraban las casas y los cobertizos en busca de comida. Una tarde, dentro de una casa que ella creía que estaba vacía, Luzia encontró a una mujer.

El dobladillo de su vestido estaba deshilachado. Sus brazos eran tan delgados como ramas, los huesos de los codos eran bultos exagerados. Sus mejillas se veían ajadas, pero su nariz era amplia y noble. En un primer momento no vio a los cangaceiros detenidos en la entrada de la casa. La atención de la mujer se centraba en el suelo.

—¡Levántate! —gritaba—. ¡Levántate, maldición!

Una pared entorpecía la visión de Luzia; no podía ver el objeto de la cólera de la mujer. Luzia creyó que se trataría de un animal, su perro tal vez. La mujer respiró hondo, como si estuviera reuniendo fuerzas. Se arrodilló y agitó aquello que estaba en el suelo, delante de ella. Se levantó polvo. Luzia se acercó un poco más, estirando el cuello. Vio un pie diminuto calzado con una sandalia que asomaba desde detrás de la pared. Luzia entró a la casa. Los hombres la siguieron.

La criatura —Luzia no podía precisar si era un niño o una niña— tenía puestos solamente unos pantalones cortos, sucios. Su cabeza era demasiado grande para su cuerpo. Tenía la boca abierta y le sobresalían las costillas, lo que hacía que pareciera un ave desplumada. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo tranquilamente a pesar de los gritos de la mujer. Esta no se mostró asustada ni sorprendida al ver a los cangaceiros. Sólo miró a los hombres y se tambaleó, como si estuviera a punto de caerse. Cuando Luzia destapó una cantimplora, la mirada de la mujer cambió de inmediato. Ya no era una mirada aturdida, sino concentrada.

«Serías capaz de matarme por esta agua marrón», pensó Luzia mientras sujetaba con fuerza su cantimplora.

—Échate a un lado —dijo.

La mujer pasó su lengua seca sobre los labios.

—Mi niña —gruñó, señalando a la criatura—. Mi niña.

Luzia se arrodilló. Puso su brazo lisiado debajo de la cabeza de la niña. Estaba floja y pesaba mucho, pero cabía perfectamente en el ángulo que formaba el brazo inmóvil de Luzia. Pareció que su brazo había sido diseñado precisamente para eso, que su función era ésa, la de acunar, no la de disparar, acuchillar o coser. Luzia sintió que algo se sobresaltaba dentro de ella. Ese hilo, esa inexplicable conexión, se había difuminado pero no había desaparecido. Miró a aquella criatura de cuerpo flácido. Sostuvo la cantimplora entre las rodillas y usó dos dedos para abrir la boca de la niña. Los labios de la pequeña estaban recubiertos de escamas, su lengua era de un tono gris. Luzia le puso la cantimplora en la boca. El agua que ésta contenía era marrón y arenosa. Unos días atrás, Ponta Fina había encontrado un viejo pozo, y después de cavar un metro en su fondo de barro había aparecido el viscoso líquido.

La niña no tragó. El agua llenó su pequeña boca y luego se desparramó, chorreando por la barbilla, el cuello y el pecho desnudo. Luzia le dio un masaje en la garganta. Levantó un poco más la cabeza de la criatura y le echó más agua.

—Bebe —susurró.

Baiano se agachó junto a ella. Se quitó el sombrero, luego puso dos dedos oscuros en el cuello de la niña. Negó con la cabeza. Luzia lo ignoró. Le dio más agua a la pequeña. Baiano le puso una mano en el hombro.

—No la malgastes, madre —dijo—. La madre está viva. Ella es quien necesita el agua ahora.

La mujer miró desesperadamente la cantimplora y a su niña, como si sólo tuviera energía suficiente para una de ellas y no supiera cuál elegir. Frunció la boca. Baiano se puso detrás de ella. Le sujetó los delgados brazos.

—Listo, madre —dijo.

Luzia se puso de pie. Si le daban la cantimplora, la mujer la vaciaría. La capitana tenía que darle el agua poco a poco. La mujer bebió con tragos largos, ruidosos. Cuando trató de mover los brazos para agarrar la cantimplora, Baiano la sujetó. Por debajo del gastado y casi transparente vestido de la mujer, Luzia vio unos pechos alargados y marchitos: eran los senos de una madre, estirados por haber dado de mamar.

—Le di toda la comida que tenía —explicó la mujer cuando terminó de beber. Se dirigía a Luzia, pero fue Baiano quien asintió con la cabeza en respuesta a sus palabras, como si él y la mujer estuvieran sosteniendo una conversación—. Las personas adultas podemos decirnos que no tenemos hambre. Escuchamos la voz dentro, pero no hablamos de eso —continuó—. Podemos silenciarla. Los niños no pueden. No pueden ser engañados.

Luzia asintió con la cabeza. Los ojos de la mujer estaban vidriosos, con la mirada perdida.

—Cuanto más se les da más quieren —continuó la mujer—. Le di el último trocito de rapadura. Le dije que tenía que retenerlo en su estómago y recodar que estaba allí, como un regalo. Un regalo que su madre le había dado. Tres minutos después ya estaba llorando, diciendo que tenía hambre. Dios, ayúdame: quise pegarla.

La mujer tosió y bajó la cabeza.

—Dale de comer —ordenó Luzia.

Baiano obedeció. Abrió su morral y sacó un trozo de carne deshidratada. La carne tenía un brillo verdoso, pero la mujer se la arrebató ansiosa. Masticó rápidamente, con los ojos cerrados. Luzia se sintió de pronto avergonzada de observarla; ante el pesar de esa mujer, se sintió aliviada. Ella no tendría que ver cómo Expedito adelgazaba ni soportar sus gritos pidiendo comida. Su niño se había librado de la sequía.

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