La costurera (39 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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«Compórtate», le había ordenado doña Dulce antes de alejarse. Así que Emília se sentó en silencio, con una mano sobre su tocado y la otra alrededor de un vaso de soda, y observó la pista de baile. Cuando las viejas familias se levantaban para bailar, las nuevas se sentaban. Los dos grupos se observaban con recelo: los caballeros se reían con desenfado; las damas cuchicheaban ocultándose tras sus manos.

Emília no sabía bailar la samba, ni el vals. Había memorizado las instrucciones de Dulce sobre los bailes: jamás enlazar los dedos, jamás tocar los rostros, usar siempre el codo como palanca para evitar que el compañero se acerque demasiado.

De repente sonaron las trompetas. Los brazos del músico que tocaba la pandereta se movieron con frenesí. La orquesta arremetió con un frevo, el ritmo típico de Pernambuco. Los invitados aplaudieron. Ambos lados del salón se pusieron de pie. La gente soltó a sus parejas; saltaba de izquierda a derecha, balanceándose sobre los talones como si fuera a caer hacia atrás, y luego se enderezaba rápidamente y repetía el frenético paso. El personal del club repartió pequeñas sombrillas doradas, y los invitados las abrieron, blandiéndolas de arriba abajo al ritmo enardecido de la música. Degas sonrió. Agarró el brazo de Emília y la condujo a la pista de baile.

Una sombrilla se abrió al lado de ella. El tocado de Emília se deslizó hacia delante, y le tapó los ojos. Perdió el equilibrio y cayó sobre Degas.

—¡Relájate! —El marido cogió el frasquito del bolsillo y quitó el tapón. Vertió el éter sobre su pañuelo y arrojó el tubo vacío sobre la bandeja de un camarero que pasaba. Luego apretó con firmeza el pañuelo sobre la nariz y la boca de Emília.

Ella sintió frío en los orificios de la nariz, un hormigueo en la garganta y la cabeza de pronto extrañamente vaporosa. Vio el tocado caer al suelo y desaparecer bajo innumerables pies. El confeti se adhirió a sus pestañas. Sintió como si el pecho estuviera a punto de estallarle. El techo comenzó a girar y a acercarse a ella. La música vibró más y más rápido, hasta que adquirió un matiz metálico y extraño, como un largo zumbido en sus oídos. Emília oyó carcajadas, y el sonido la sobresaltó. Giró y giró para ver de dónde venían. Las sombrillas se abrieron y se cerraron en una vertiginosa confusión dorada. Las carcajadas se hicieron más estruendosas. Emília se dio cuenta de que eran suyas. No podía parar. Cuando lo intentó, se rió aún más. Era desesperante, aterrador. Vio a la mujer Raposo con la peluca blanca. El cuerpo del gorrión chocó contra los barrotes de su jaula. Las alas no se abrieron. La risa de Emília se apagó; su corazón se aceleró. Buscó a Degas, pero no pudo hallarlo. Se abrió paso entre la gente.

No supo durante cuánto tiempo permaneció en el borde de la pista de baile con los ojos cerrados. No supo cuánto tiempo pasó hasta que su cabeza dejó de girar. Cuando abrió los ojos, el frevo había terminado. Su tocado había desaparecido; el cuero cabelludo le dolía. Estaba en la parte de la pista de las viejas familias. Cuando se dio cuenta, Emília retrocedió rápidamente, evitando la pista de baile. Se desplazó a través de la zona oscura y libre de mesas. Allí vio a Degas.

Estaba de pie junto a un grupo de invitados disfrazados de gitanos y marineros. Sus disfraces no eran tan elaborados como los de las viejas y nuevas familias; los hombres y las mujeres marineros usaban gorras blancas; los gitanos, pañoletas improvisadas. En medio de los sencillos disfraces, Degas —con su tocado tornasolado de plumas— parecía un pavo real. Estaba detrás de Felipe, cuyo pañuelo de la cabeza se había soltado. Degas dudó, y luego cogió las puntas del pañuelo. Debajo de su pechera india, los brazos estaban desnudos. Sus manos parecían pequeñas y torpes, pero anudaron el pañuelo con suavidad a la cabeza de Felipe. Un mechón del pelo del amigo asomó y cayó sobre su oreja. Con las yemas de los dedos, Degas lo colocó. Su mano se demoró sobre el cuello de Felipe; el joven echó el rostro pecoso hacia atrás, acercándolo a Degas.

Una idea veloz y escalofriante pasó por la cabeza de Emília. Luego desapareció.

15

Doña Dulce estaba sentada, rígida y sola, bebiendo a sorbos un vaso de zumo en la mesa de los Coelho. Emília no quería sentarse a su lado. El humo del tabaco enturbiaba el salón de baile, irritándole los ojos. La música estaba demasiado fuerte. Salió a tomar el aire. A la entrada había una hilera de automóviles y carruajes. Dos jóvenes Raposo de pelo oscuro se abrieron paso hasta el coche de su familia. Una de ellas reconoció a Emília, por haberla visto en la plaza del Derby.

—No tienes buen aspecto —dijo, frunciendo sus gruesas cejas—. Nosotras vivimos en Torre. Está justo al lado de Madalena. Te llevaremos.

Con el desparpajo y el pragmatismo propios de una mujer Raposo, la joven cogió el brazo de Emília, la guió hacia el automóvil y dio unos golpes sonoros en la ventanilla para despertar al chófer. Aunque Emília protestó, la muchacha no le hizo caso. El conductor regresaría para buscar al resto del clan. Informaría a los Coelho de que ella se había marchado pronto. Emília estaba verdaderamente cansada de la fiesta. Agradeció la amabilidad de la muchacha. Pero esta actitud cambió apenas se alejaron del Club Internacional.

Toda joven bien educada mayor de 15 años era una novia en potencia, y gozaba especulando sobre las cualidades de un buen candidato. Después de una breve discusión sobre la fiesta, las jóvenes Raposo decidieron comparar a los galanes.

—Vi al joven Lobo —dijo, risueña, una de las hermanas—. Está completamente prendado de ti.

La otra joven Raposo puso cara de pocos amigos.

—¿Crees que me gusta ese descarado? No tiene futuro ni ambición. Vivirá a costa de su padre durante el resto de su vida. ¡Si nos casáramos, viviríamos en la casa de sus padres! Una joven debería poseer sus propios criados, su propia casa. ¿No estás de acuerdo, Emília?

Las muchachas se rieron tontamente. Emília se encogió de hombros. Durante el resto del viaje, fingió que dormía. Cuando llegaron al portón de los Coelho, las hermanas le dedicaron un parco adiós.

La casa de los Coelho estaba a oscuras, la noche era cerrada. En la distancia se oyó el opaco estruendo de música callejera, un tambor continuo que imitaba al rápido ritmo del frevo. La multitud gritaba. Emília sintió de pronto una terrible soledad. Pensó en sacar su retrato de comunión del armario para verlo, pero no tenía fuerzas para subir las escaleras de caracol. Entró en el despacho del doctor Duarte. Allí, en posición fetal y durmiendo, se hallaba la niña sirena. Emília levantó el frasco del estante. Lo colocó sobre sus rodillas. El cristal estaba frío al principio, pero lentamente adquirió la temperatura de su piel.

Emília no comprendía las ideas del doctor Duarte, pero le gustaba la simpleza de las mediciones. Los hombres eran criaturas misteriosas. Hasta los caballeros, con sus barbas recortadas y su elegancia perfumada, resultaban poco de fiar. Qué gran alegría, entonces, poder medir a un hombre. Y a través de esas medidas determinar quién tenía buen corazón y quién era cruel. Quién podía proporcionar felicidad y quién no.

Emília volvió a poner rápidamente a la niña sirena en su lugar sobre el estante. La niña no estaba viva, se dijo a sí misma. Y las personas no eran como los vestidos. No se podían medir, marcar y cortar. La conversación de las jóvenes Raposo, con sus veladas críticas, atormentó a Emília. Un buen esposo tenía ambición, mientras que uno malo era dependiente de su padre. Ninguna mujer deseaba algo así. Las mujeres querían su propia casa, sus propios criados. Querían ser doñas, no nueras.

Emília siempre había creído que Degas era un buen partido. Después de llegar a Recife, se sintió inferior, provinciana y carente de refinamiento. Había creído que el desinterés de su esposo se debía a sus insuficiencias; ahora sabía que no era así.

La joven apreciaba los lujos de su nueva vida con Degas. Sin él, tal vez hubiera terminado como una de esas pobres costureras de Recife, atrapada en una estancia sofocante, inclinada horas enteras sobre una máquina de coser. Pero además de la capacidad de Degas de proporcionarle vestidos, casas o criados, Emília había esperado que un esposo educado le proporcionara una tranquila felicidad. Que juntos pudieran hacer de su vida matrimonial una tela fina, en la cual todo hilo irregular quedara escondido tan hábilmente que pasara desapercibido, haciendo que el género siempre se mostrase suave y bello. Pero allí de pie, en aquel estudio oscuro, entre libros extraños y frascos colmados por pálidos restos, recordó la sensación de frío del éter en la fiesta de carnaval, recordó las manos de su esposo atando con cuidado un pañuelo gitano, y presintió una aterradora certeza: había elegido mal. Y todos los que la rodeaban —doña Dulce, las criadas de la casa, incluso las jóvenes Raposo— parecían sospechar lo que Emília finalmente había notado: que Degas era incapaz de crear un tejido con aquellos hilos invisibles que conformaban la felicidad de una mujer.

16

Cuando regresaron los Coelho, Emília estaba dormida sobre la cama infantil de Degas. Oyó el estruendo lejano de un motor. Se despertó con el chasquido seco de la cerradura. De pie en la puerta estaba la sombra de un hombre, oscura y maciza. Plumas iridiscentes brillaban alrededor de su cintura y su cuello, estampadas con grandes círculos blancos, como una docena de pares de ojos. Emília se incorporó.

—Te hemos buscado por todas partes —dijo Degas—. ¿Por qué te fuiste?

—Estaba cansada —respondió Emília—. Me ardían los ojos.

—Debiste decírmelo.

—El chófer de los Raposo os avisó, ¿no?

—Sí. Mi madre está furiosa.

—¿Por qué? —De repente, Emília también se sentía furiosa.

—Una mujer no se va sin su esposo.

Emília se volvió a acostar. Las plumas de su disfraz atravesaban la tela brillante, pinchándole la piel.

—Y además con las Raposo —prosiguió Degas—. Todo Recife estará hablando de ello mañana.

—Que hablen —dijo Emília con brusquedad.

Oyó los jadeos de Degas, el zumbido de un mosquito, los fuertes latidos de los tambores maracatu en la distancia. Degas estiró la mano para tantear la cama, como si sus ojos no se hubieran acostumbrado aún a la oscuridad. Se desplomó al lado de ella, casi sobre sus piernas. Se había sentado sobre su falda, inmovilizándola. Emanaba un hedor agrio y fermentado, mezcla de alcohol y sudor.

—¿Qué sabes de mí? —preguntó. El tono de su voz era apremiante; sus ojos, húmedos y oscuros.

Emília sintió una oleada de disgusto. Ella podría preguntarle lo mismo. Degas jamás quería saber cómo pasaba los días; jamás preguntaba por sus sentimientos. Emília sólo era algo útil y atractivo, como la gramola o los brillantes zapatos. En definitiva, un adorno que ocupaba un lugar periférico en su vida.

—Jamás me has besado —le dijo ella.

—Te he besado muchas veces.

—No —dijo Emília—. No me has besado como se besa a una mujer.

Degas se frotó el rostro con las manos. Suspiró.

—No, supongo que no. —Fijó la mirada en Emília. Se pasó la mano por el pelo—. No he cumplido con mi parte del trato.

—Un trato —repitió Emília automáticamente. Era lo que solía hacer en el mercado de los sábados, pero jamás le gustó. De hecho, lo odiaba. Siempre pagaba demasiado y recibía demasiado poco. Emília cogió la esquina de la sábana almidonada y la arrugó.

—Tu madre quiere un nieto —dijo con la voz temblorosa y abrumada—. Me echa la culpa a mí.

—Lo siento —susurró Degas—. No es justo.

Se levantó y extendió la mano.

—Ven —dijo.

Lo dijo tan suavemente que Emília, pese a su enfado, obedeció. Degas le levantó los brazos por encima de la cabeza. Le quitó el arrugado disfraz. Debajo llevaba una combinación y pantalones cortos de algodón. Aun así, Emília sentía un frío extraño. Se cruzó los brazos sobre el pecho.

—Acuéstate —susurró Degas.

Sintió las sábanas ásperas contra la espalda. Las manos de él estaban frías. Se movieron suavemente al principio, y luego con mayor urgencia, presionando y tirando como si la estuviera moldeando con sus delgados dedos. Enseguida sus pantalones cortos habían desaparecido; la combinación estaba apretujada alrededor del pecho. Degas pesaba mucho. El pecho de Emília apenas podía elevarse o descender. Comenzó a respirar con dificultad, la cabeza le latía. Cerró los ojos y recordó el molino de harina de Taquaritinga, su húmedo calor, el olor acre de la mandioca, los hombres y las mujeres sudorosos encorvados sobre los pálidos tubérculos que se aplastaban hasta quedar transformados para siempre.

Capítulo 6

Luzia

Matorral de la caatinga, interior de Pernambuco

Valle del río San Francisco, Bahía

Diciembre de 1928-noviembre de 1929

1

Debajo de la aguja de su Singer germinaron las rosadas estrellas de las plantas de macambira. Sobre las solapas de los morrales y en las alas agrietadas de los sombreros de los hombres, cosió círculos verdes semejantes al cactus bonete. Bordó remolinos color naranja imitando la corteza desprendida de los árboles imburana. Luzia se olvidó de las inútiles mariposas y rosas de los manteles y las toallas de doña Conceição. El matorral se transformó en su paleta.

En aquella maraña achaparrada de maleza gris, cualquier indicio de color resultaba extraordinario. Luzia coleccionaba las cascaras de los escarabajos muertos que se adherían, doradas y traslúcidas, a las ramas de los árboles. Admiraba las amarillas bayas del juá antes de machacarlas y lograr una pulpa espumosa para lavarse el pelo. Y cuando oía los nítidos gorjeos del periquito de la caatinga —que atravesaba el sofocante silencio de la tarde como el ruido de trozos de vidrio que se hacían añicos en las alturas— oteaba el cielo hasta que distinguía sus verdes alas. No podía ver los pájaros, sólo su contorno borroso, como una mancha de color en el cielo. Luzia aguzaba la vista para ver los árboles y las cumbres lejanas. Entornaba los ojos para ver con mayor claridad y no de manera borrosa y confusa. Poco a poco, comenzó a ignorar todo lo que se hallaba lejos. Podía ver lo suficiente, podía leer los periódicos que el Halcón le traía y distinguir claramente las puntadas que cosía. No necesitaba ver lo que estaba lejos, sólo lo que tenía delante.

Los cangaceiros valoraban su costura. Cuando el grupo invadía un pueblo, los hombres buscaban telas e hilos. Registraban cobertizos y almacenes polvorientos, revisaban los armarios de costura de las damas y luego le presentaban sus hallazgos a Luzia. Los únicos utensilios que no aceptaba eran las cintas métricas. Sólo usaba su propia cinta, la que Emília había empaquetado, porque la había hecho ella misma y confiaba en su precisión.

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