—Usted es como un sacerdote —dijo el Halcón, y el doctor Eronildes frunció el ceño. El desagrado del médico lo impulsó a seguir—: Ambos salvan vidas.
—No, Antonio —respondió Eronildes—. Los sacerdotes no salvan: alimentan temores. Desconfío de los hombres que se ponen al servicio de amos invisibles. Yo estoy al servicio de los cuerpos, de lo que es real, tangible. De lo que ha sido demostrado.
—Nada se puede demostrar —respondió el Halcón, moviendo una espina de mandacaru entre los dientes—. Salvo la muerte.
Luzia levantó la mirada de su costura. Eronildes, pálido y encorvado, aspiró impaciente el humo de su cigarrillo. A su lado, el cangaceiro se reía. Una pierna corta y robusta la tenía apoyada sobre un banco de madera. Entre ellos, mirando hacia abajo desde su retrato, la prometida de Eronildes tenía un aspecto lánguido y aburrido, como si estuviera cansada de sus discusiones.
Las tardes eran más animadas cuando el doctor Eronildes recibía sus periódicos. Una vez al mes viajaba río abajo a buscar las provisiones que mandaba traer de Salvador. Puesto que no podían ser repartidos diariamente, sus periódicos se acumulaban y llegaban atados con hilo en grandes paquetes, con las páginas mojadas y rotas, y algunas secciones hurtadas por curiosos capitanes de barco. El Halcón se sentaba a su lado y leía lo que descartaba el doctor, o fingía hacerlo. Más tarde, en la quietud de su habitación, le pedía a Luzia que volviera a echar un vistazo a los periódicos, para pescar algo que se le hubiera escapado. A Luzia le gustaba sentarse con él, solos en la habitación oscura, sin las interrupciones de Eronildes. Se alegró de que el Halcón estuviera bien, pero extrañaba en secreto la época en que pasaba las horas febril y somnoliento y podía mirarlo a sus anchas. Después de recuperarse, Eronildes rara vez permitía que estuvieran solos, acosándolos con preguntas.
Luzia apreciaba al doctor, pero a pesar de su generosidad y buena voluntad, no le inspiraba simpatía. Comenzó a cansarse de sus apuntes y anotaciones constantes, como si sus acciones y observaciones fueran el objeto de un experimento que desconocía por completo. En la víspera de San Juan, cuando Eronildes repartía maíz entre sus trabajadores y les permitía hacer fogatas y tocar un acordeón, Luzia se sentó con el Halcón y el doctor en el porche y observó desde lejos la celebración. Luzia entornó los ojos. Sólo podía ver el resplandor del fuego y las sombras de los hombres y mujeres bailando. Cuando apartó la mirada, advirtió que Eronildes la estaba observando a ella y no a la fogata. Al día siguiente, cuando el capitán cangaceiro estaba descansando, el doctor Eronildes la invitó a pasar a su estudio. Había montones de libros, una lupa y una enorme pizarra negra sujeta a la pared. La pizarra estaba manchada de tiza. Sobre ella, Eronildes había escrito letras, iban de más grandes a más pequeñas. Luego indicó a Luzia que fuera al extremo más lejano de la habitación y las leyera en voz alta. Ella se cruzó de brazos.
—Conozco el abecedario —dijo, resistiéndose a moverse.
—Entonces, demuéstramelo —dijo, sonriendo.
Luzia caminó a grandes zancadas hasta el otro extremo de la habitación y recitó en voz alta las letras grandes de la fila de arriba, pero las de abajo le parecieron borrosas.
—No te preocupes —la tranquilizó Eronildes—. Sin mis gafas, yo no sería capaz de leer ninguna.
Luzia asintió y lo vio hacer anotaciones en su libro. El Halcón llamaba a Eronildes «alma caritativa», y a pesar de sus desacuerdos respetaba al doctor; prefería a un hombre que tuviera sus propias opiniones que a uno sin ellas. Luzia estaba de acuerdo: Eronildes era un hombre bueno. Tenía una bondad sencilla. Los invitaba a su mesa, jamás levantaba la voz, jamás la trataba como a una criada. Pero recibir su bondad era como estar bajo una luz potente: al principio la calidez resultaba reconfortante, pero al tiempo encandilaba, asfixiaba, y todo quedaba expuesto en su descarnada realidad. Luzia prefería la presencia del Halcón. Le gustaba entrar en su pequeño cuarto contiguo a la cocina, donde el ambiente era oscuro y fresco. Le llevaba un tiempo acostumbrarse a la oscuridad, e incluso cuando veía, cuando podía distinguir la silueta del catre del vaqueiro, su sombrero deformado que colgaba de un clavo en la pared, su pecho que se levantaba y bajaba, seguía habiendo sombras. Pero al alzar la mirada desde su cama, tampoco él podía verla con nitidez. Percibía su silueta y debía imaginar el resto.
En las primeras horas de la mañana, cuando el sol aún calentaba poco, salían a caminar por la orilla del río para ejercitar su pierna. Eronildes los disuadió al principio de salir a pasear, ya que decía que el polvo y la arena ensuciarían la herida del Halcón y se volvería a infectar. Era mejor descansar, insistía Eronildes, permanecer en la cama. El Halcón se opuso de forma terminante.
—No tengo miedo de morir de pie en el matorral —dijo—, pero juro por Dios que no moriré en una cama.
A regañadientes, Eronildes le proporcionó un par de muletas de madera. El Halcón balanceó el cuerpo hacia delante entre las dos. Algunas veces intentaba poner el peso sobre su pierna mala, pero se incorporaba dolorido. Luzia permanecía cerca de él, sujetándolo cuando daba pasos demasiado grandes y perdía el equilibrio. El Halcón la apartaba con la mano. Miraba a Luzia con dureza cuando intentaba ayudarlo, como si prefiriera caerse.
Una vez que se habían alejado lo suficiente de la casa de Eronildes, practicaban el tiro al blanco. Comenzaban cada lección con la honda, apuntando a lagartijas, palomas rolinha, mariposas y escarabajos. Si entrecerraba los ojos lo suficiente, Luzia le daba al blanco. Al final de la práctica con piedras, el Halcón le entregaba el revólver. Luzia admiraba el arma. Le gustaba revisar la recámara, quitar el seguro y saber que cualquiera de esas partes pequeñas y aparentemente insignificantes podía paralizar toda la maquinaria. Llegó a quedar seducida por el sonoro chasquido de un disparo y, después, la sacudida que provocaba. Pero eso al Halcón no le gustaba.
—Entiéndelo bien —decía el cangaceiro—: disparar sin tener intención de matar puede matar también, pero a quien tira. Así que es mejor que apuntes bien.
Sus palabras la asustaban, sin embargo su voz no. Era severa, pero jamás amenazadora. Cada vez que ponía el revólver en sus manos, lo hacía con suavidad, envolviendo sus dedos alrededor de la culata como si la estuviera preparando para rezar. Al final de cada lección, cuando volvían a casa de Eronildes, Luzia permitía que caminara delante de ella, impulsándose con determinación con sus muletas. Lo veía hacer equilibrios y casi saltar. Se detuvo frente a un árbol. Era gris y estaba desprovisto de hojas, como casi todos los árboles del matorral alejados del río. Arrancó una ramita, y al ver la médula verde en su interior, asintió tranquilizado.
Cuando regresaron, Eronildes los esperaba. Tenía un periódico en la mano. Hacía poco que había recogido un lote nuevo y se pasaba el día leyendo. El Halcón se dirigió al porche. Eronildes le entregó el periódico.
—Creo que han escrito sobre ti —le dijo el médico—. Nada bueno, por supuesto.
El Halcón le arrancó el periódico de las manos. Casi perdió el equilibrio. Luzia lo sujetó y leyó por encima de su hombro. Era un antiguo ejemplar de hacía más de un mes.
Diario de Pernambuco
(Recife, 23 de junio de 1929)
Destacado cangaceiro elude a las tropas.
En el interior del país reina la perversidad
El capitán Higino Riberio, uno de los pocos sobrevivientes a una emboscada cerca de Sao Tomé en abril de este año, finalmente regresó a Recife. A pesar de las pérdidas, el capitán asegura que no se detendrá. «El Buitre es un bandido de la peor calaña —declaró el capitán Higino—, y estoy decidido a detenerlo».
El Buitre, como es conocido popularmente tierra adentro, invadió la hacienda del coronel Clovis Lucena en diciembre. El señor Marcos Lucena contó que los cangaceiros dominaron la hacienda durante cuatro meses antes de recibir auxilio. Buscado por brutalidades anteriores perpetradas en Fidalga, como la muerte de siete hombres inocentes y haber atemorizado a los residentes del pueblo, el Buitre buscó refugio en Sao Tomé. Allí no menguaron su audacia y ferocidad. Empleó tácticas perversas para atraer y tender una emboscada a las tropas de Pernambuco. Los informes indican que los cangaceiros estaban ataviados con trajes de ricos colores y acompañados por una consorte.
Las condiciones para el desarrollo de un bandolerismo de este calibre son fáciles de resumir:
1. La administración débil por parte de nuestros líderes.
2. La posesión de guaridas y escondites adecuados. Es difícil de entender, pero estos malhechores son aclamados entre los residentes de granjas distantes, lejos de tierras civilizadas. Como pernambucanos no podemos otorgar prestigio ni protección a grupos de bandidos, hombres sin escrúpulos ni fe, por muy populares que sean entre algunos sectores.
Nuestros líderes libran una pobre campaña contra los bandidos. ¿Cambiará esa situación con las elecciones? ¿Cuándo acabará el martirio de nuestros magníficos jóvenes uniformados? ¿Por qué, se pregunta este cronista, debemos continuar perdiéndolos en esas tierras ingratas?
El Halcón dejó de pasear por las mañanas. Dejó de discutir con Eronildes por las tardes. En las noches, mientras yacía en el cuarto de huéspedes, se oían los golpes de las muletas contra el suelo de madera y luego un salto lento, una y otra vez, como si una bestia de tres patas estuviera caminando de un lado a otro en el pequeño cuarto contiguo a la cocina.
Finalmente un día el Halcón le dijo a Eronildes que ya había descansado lo suficiente; iría a reunirse con sus hombres. El doctor Eronildes insistió en que la pierna aún no estaba curada y que si se marchaba, todo su trabajo habría sido en vano. Cuando el Halcón persistió, Eronildes se sentó en el porche solo a fumarse varios cigarrillos, hasta que volvió a la habitación contigua a la cocina.
—Di a tus hombres que vengan aquí —dijo el médico en voz baja—. Pero diles que se comporten.
—No son animales —replicó el Halcón—. Usted es un amigo y tratamos a los amigos con respeto. Cuanto antes lleguen, antes podrá librarse de mí. —Miró a Luzia, y luego de nuevo al doctor—: De nosotros.
El Halcón pidió una tarjeta y una pluma. Con trazos lentos y torpes, garabateó su firma, «Capitán Antonio», sobre la tarjeta y la envolvió en su pañuelo verde de cuello. Luzia cosió el envoltorio dentro del forro de un morral sencillo que pertenecía a un vaqueiro de Eronildes. El hombre se puso la bolsa al hombro y partió hacia la iglesia de Marimbondo.
Semanas después, nueve hombres regresaron con el vaqueiro: Baiano, Canjica, Inteligente, Orejita, Halagador, Medialuna, Cajú, Sabia y Ponta Fina. Los demás habían muerto o desertado. Su ropa estaba manchada y deshilachada. Ponta Fina tenía un brazo en cabestrillo. Ronchas rojas moteaban sus caras, cuellos y manos. Habían acampado lejos de la capilla de Marimbondo, pero las avispas los habían encontrado. Los hombres caminaron alrededor del Halcón. Uno por uno él pasó revista a sus cortes, rozaduras, esguinces y picaduras de avispa, como un padre orgulloso. Luego envolvió a cada uno en un abrazo. Eronildes estaba de pie sobre el porche. Cuando el Halcón lo señaló, el doctor metió sus grandes manos blancas en los bolsillos de su chaleco.
—Es el doctor Eronildes —dijo el Halcón—, es nuestro mejor aliado y amigo. Le debo la vida.
Hasta ese momento, Luzia había estado contenta. ¿Quién había conseguido que atravesaran el río? ¿Quién había encontrado al doctor Eronildes? Miró hacia abajo, hacia el vestido andrajoso que le quedaba demasiado grande. Quería volver a usar los pantalones. La vieja criada los había lavado y guardado. Luzia decidió que en cuanto acamparan los hombres buscaría los pantalones y se los volvería a poner.
Los hombres fueron bien alimentados. Se comieron hasta el último bocado y chuparon una y otra vez sus cucharas de madera. La criada anciana zigzagueaba entre el grupo, sirviéndoles más frijoles. El Halcón fue cojeando de un hombre a otro, sentándose en cuclillas a su lado y hablando rápidamente con cada uno de ellos. La presencia de los hombres lo había revitalizado, y manejaba las muletas con más agilidad. Los cangaceiros asentían y sonreían, con la boca llena. De vez en cuando miraban a Luzia, y luego de nuevo a su comida. Habían acampado cerca de la casa, colgando todas las hamacas de fibra de caroá del doctor. El Halcón ayudó a Canjica a hacer una fogata y luego los llamó para rezar. Luzia se arrodilló al lado de Ponta Fina, que la miró nerviosamente, y luego bajó la mirada hasta sus manos. Después, habló con él.
—¿Qué le ha sucedido a tu brazo? —preguntó Luzia.
Ponta se encogió de hombros.
—Me pegaron un tiro.
—¿Sigue dentro la bala?
—No —farfulló Ponta—, lo atravesó de lado a lado.
—Tu morral desapareció —dijo—. Tendremos que hacer uno nuevo.
Echaba de menos su máquina de coser y pensó, furiosa, que las criadas en casa del coronel Clovis la habrían dejado seguramente en medio del monte para que se oxidara.
—No quiero uno nuevo —dijo Ponta—. No lo quiero si está hecho por ti.
Luzia dio un paso atrás, herida.
Ponta contrajo el rostro en un gesto severo.
—El capitán fue herido de bala —dijo—, perdimos a la mitad de nuestro grupo. Jamás nos había pasado antes de que tú aparecieras. Las mujeres no pertenecen al cangaco. —Hizo una pausa y fijó la mirada en las manos, como si estuviera leyendo lo que decía—. Traen mala suerte.
A la joven se le secó la garganta. Cruzó los brazos con firmeza sobre el pecho, sujetándose para no venirse abajo. Si lloraba, él pensaría que le creía. Pensaría que tenía razón, que ella era como las piedras que la gente recogía cuando estaba enferma o preocupada. Hablaban a esas piedras, les contaban sus dolores y temores, y luego las besaban y las arrojaban lejos, porque creían que la piedra asumiría la carga de su infortunio y que se curarían.
—Fue vuestro capitán quien decidió atacar las tropas, no yo —dijo con severidad, adoptando el tono de tía Sofía cuando era niña—. Los hombres de verdad asumen su responsabilidad. No culpan a otros. Ni a las mujeres.
Con descanso, alimento y tratamientos del doctor Eronildes a base de infusiones y una higiene adecuada, los hombres se recuperaron lentamente de sus males. Luzia se hizo calladamente indispensable, remendando su ropa ajada, sirviéndoles las comidas, reprendiéndoles por olvidarse de cambiar las vendas. El Halcón aún dormía en el cuarto de la cocina, pero pasaba cada vez menos tiempo en la casa. No hubo más lecciones de tiro, ni discusiones a altas horas de la noche. Eronildes se acercaba a menudo a Luzia con su libreta y sus preguntas.