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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (87 page)

BOOK: La costurera
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—De Recife —aventuró Baiano—. Tal vez se las den cuando los reclutan y abandonen la ciudad con ellas en las manos.

Luzia negó con la cabeza.

—Eso no sale en los periódicos. En las fotografías los reclutas aparecen totalmente limpios; sólo tienen uniformes y comida, eso es todo. Gomes no les puede dar armas al principio para que no se  sientan tentados de huir y unirse a nosotros. Les dan las armas aquí, cuando ya están instalados en los campamentos.

Ponta Fina suspiró.

—No llegan en los trenes de provisiones. Eso lo sabemos.

Luzia asintió con la cabeza. Habían atacado algunos trenes de suministros y no habían encontrado armas en ninguno de ellos.

—Podría ser algún coronel —sugirió Baiano.

—¿Cómo? —quiso saber Ponta—. Habríamos notado algo. Nos habríamos enterado. Consiguen estas armas en la costa, no crecen en los árboles.

—Si fuera así, yo querría esas semillas —dijo Luzia, y sonrió.

Ponta Fina sacudió la cabeza.

—Esos trenes de caridad me dan que pensar.

—¿Cómo es eso? —intervino Luzia—. ¿Por qué? ¿Acaso quieres ropa nueva?

—Madre —dijo Ponta con voz apremiante—, lo hemos robado todo: material para el telégrafo, trenes de suministros, propiedades de coroneles. ¿Por qué no esos cargamentos de caridad? Sólo uno, sólo para ver lo que encontramos.

—No encontraremos nada.

—¿Estás segura?

—¿Dudas de mí?

Ponta y Baiano la miraron a los ojos. Durante la sequía, se habían visto obligados a dejarse crecer la barba, porque no había agua para afeitarse. Los hombres se rascaban la cara y el cuello, pues los nuevos pelos duros les picaban. Pronto, las espesas y enredadas barbas se mezclaron con polvo para esconder las caras de los hombres. Tenían un aspecto salvaje y descuidado. Antonio no lo habría aprobado, pero a Luzia le gustaban así: los hombres resultaban temibles.

—Simplemente no me gusta —repitió Ponta Fina, señalando las nuevas armas—. Perdón, madre, pero no me siento cómodo. Hay algo en esos trenes de caridad que no me cuadra.

—Esos envíos son para personas a las que queremos tener de nuestro lado… Es nuestra gente —dijo Luzia—. Si los asaltamos, nos verán como criminales. Eso es lo que quiere Gomes.

Ponta sacudió la cabeza.

—Asaltamos los trenes de comida. Nadie se quejó, al ver que repartíamos los alimentos que llevaban. Podemos hacer lo mismo con los de la ropa. No vamos a detener los trenes para robarlos, sólo para mirarlos.

—No —insistió Luzia. La pesadez en su estómago aumentó—. Tengo mis razones.

—¿Son buenas razones? —quiso saber Ponta.

Luzia cerró los ojos.

—No siempre comprendemos las cosas que Dios o los santos hacen, pero siempre confiamos en ellos.

—No somos Dios, madre —susurró Ponta Fina—. No podemos ver las cosas como él las ve.

Era demasiado delicado como para desafiarla directamente; procuró que su locura pareciera colectiva. El «no somos» de Ponta realmente quería decir «no eres». «No eres Dios. Tú no puedes ver como Él ve». En cualquier caso, esas palabras la enfadaron. Había un propósito estratégico en su decisión de preservar los envíos de caridad, pero las razones de Luzia eran también egoístas. ¿Ponta sospechaba eso? ¿Acaso él creía que ella los estaba poniendo en peligro para satisfacer un deseo personal, preservando la seguridad de su hijo al beneficiar a Emília? Luzia se avergonzó ante esa idea.

—Si no te gustan mis decisiones, vete —dijo—. No te necesito.

Ponta Fina levantó la vista, sobresaltado. Se frotó los ojos enrojecidos.

—Yo voy a donde tú vayas —replicó.

A Luzia le ardió el pecho. Sintió la misma agitación incontenible que experimentaba antes de un ataque, pero lo cierto era que el ataque ya había pasado. Sus enemigos estaban muertos. No quedaba nadie contra quien pelear.

Luzia sacó el cristal de roca de su chaqueta. Iba envuelto en un papel en el que estaba escrita una oración que había encontrado en el morral de Antonio. Le había gustado la oración y la usaba después de cada ataque triunfal, antes de que empezaran las decapitaciones. Luzia llamó a los cangaceiros para que se reunieran y éstos se arrodillaron alrededor de ella. Las muchachas del grupo la observaban atentamente. Escuchaban a Luzia, la obedecían y se arrodillaban delante de ella durante las oraciones, pero, a diferencia de los hombres, las jóvenes la miraban fijamente. Observaban cada temblor de su mano, cada vacilación, cada paso inseguro. A Luzia le recordaban a ella misma cuando acababa de unirse a los cangaceiros y los espiaba constantemente en busca de alguna señal de debilidad. Luzia podía conducir a los hombres haciendo que la admiraran. Los cangaceiros estaban intimidados por su altura, su pelo corto y la amenaza del fantasma de Antonio. Las mujeres eran diferentes. A veces Luzia lamentaba haber permitido que se unieran al grupo. El asombro de las muchachas ante su aspecto se desvanecía después de los primeros días pasados con el grupo. Durante esa etapa crucial, la capitana tenía que convertirse en otra cosa. No podía ser vista simplemente como otra mujer. Si no podía impresionar a las muchachas del grupo, tenía que asustarlas. Poco a poco se convirtió en la Costurera, ni mujer ni hombre, sino algo diferente. Una especie de predador de las tierras áridas, despiadado e imposible de conocer.

Después de rezar, los cangaceiros se pusieron de pie y se dispersaron por el campamento atacado. Cada hombre y cada mujer encontró un soldado muerto. Sacaron los machetes de sus vainas. Luzia cogió el suyo. Miró al niño soldado tendido en el suelo delante de ella. No tenía pasado ni futuro. Había sido aliviado de la vida, mientras que Luzia seguía viviendo. Ella tenía un deber para con sus cangaceiros y Antonio, aun cuando se sentía vieja a los 24 años. Le dolían las articulaciones. Tenía la visión borrosa. Su pelo se había debilitado. Estaba tan gastada y se había vuelto tan cínica como las viejas cotillas de Taquaritinga, aquellas que le habían puesto el sobrenombre de Gramola. Había estado tan ansiosa por desprenderse de ese sobrenombre, por evitar ser la lisiada inútil que la gente creía que era, que había acabado convirtiéndose en la Costurera. Pero una vez, hacía mucho tiempo, antes de caerse de aquel árbol de mangos, había sido Luzia. ¿Quién era esa niña? ¿En qué se habría convertido si la gente no la hubiera enjaulado dentro del personaje de Gramola? ¿Y si no se hubiera encerrado ella misma dentro del corsé de la Costurera?

Las únicas recompensas de la Costurera eran la venganza y el olvido. Su machete cortó el aire al caer. El ruido de la hoja fue como un suspiro largo y satisfecho. Cuando golpeó, el impacto no fue ni elegante ni limpio. Pero cada vez que su machete cortaba era como si estuviera cortando aquel hilo invisible que la ataba a Expedito, su única debilidad y su última conexión con una vida normal.

3

El hilo, sin embargo, era robusto, no se cortaba fácilmente. Cada vez que Luzia buscaba algún periódico con la esperanza de encontrar la fotografía de su hijo, sentía una angustia irrefrenable. En la sección de sociedad de los periódicos encontraba solamente fotos de la señora de Degas Coelho, mientras que las otras secciones estaban llenas de artículos sobre Celestino Gomes y su nuevo gobierno. En el pasado noviembre de 1933, la Primera Asamblea Nacional, recién elegida, se reunió para redactar el borrador de una constitución. Hubo un intenso debate. Los estados del sur, como Sao Paulo —sede de extensas plantaciones de café y de la Compañía Cervecera Antártica, que producía más ganancias que la recaudación de impuestos de todos los estados del norte juntos—, luchaban por sus derechos particulares. Al norte y al noreste no les gustaba el predominio del sur y apoyaron al fuerte gobierno central de Gomes. Los grupos que Gomes había cortejado durante la revolución también tenían algo que decir. Los trabajadores querían derechos laborales, la Iglesia católica ejercía presión en favor de la promulgación de leyes morales, los militares querían poder.

El gobernador de Pernambuco —el teniente Higino Ribeiro— se ganó un nuevo título. Los «tenientes» formaban parte del gobierno provisional mientras que los «gobernadores» eran considerados parte de la vieja república. Los jefes de los estados necesitaban una nueva denominación. En diciembre, la Primera Asamblea Nacional convirtió a Higino en «interventor» oficial del estado de Pernambuco. El título de la Costurera también había cambiado; el
Diario de Pernambuco
informó de que un periódico norteamericano se había enterado de los continuos ataques de los cangaceiros contra la carretera. Los diarios en todo el noreste tradujeron el titular extranjero: «¡Una bandolera es el terror de Brasil!».

Luzia sintió una oleada de orgullo al ver que gente del otro extremo del continente hablaba de la Costurera. Su estatus había cambiado. Ya no era sólo el terror de la caatinga, sino el terror de todo un país. De todas maneras, su orgullo fue efímero; Luzia sabía que el verdadero terror era la sequía.

Sus cangaceiros, y ella misma, estaban débiles. Las encías les sangraban. El pelo de todos ellos perdía su pigmentación para volverse de un color anaranjado pálido, y se caía en enredados mechones. Los hombres y mujeres de Luzia empezaban a tener aspecto de animales aterrorizados: una mucosidad clara chorreaba de sus narices, sus rostros estaban demacrados y en sus ojos saltones, las partes blancas se habían vuelto amarillentas. Pronto ya no tendrían fuerzas para pelear. Los soldados y los trabajadores de la carretera también sufrían, y los periódicos consideraban aquellos montes una tierra yerma. Algunos editoriales decían que la construcción de la carretera debía ser detenida, pues era un esfuerzo inútil y costoso.

Luzia sentía una secreta gratitud hacia la sequía; era mejor morir de hambre que morir a manos de los soldados de Gomes. Pero antes de que el hambre acabara con ellos, tendría que disolver el grupo. Si la sequía continuaba y la construcción de la carretera se interrumpía, les diría a sus cangaceiros que lo mejor iba a ser separarse, partir en grupos de dos a buscar fortuna en el sur o en la costa. Antonio nunca habría disuelto el grupo, pero esa posibilidad le daba un silencioso consuelo a Luzia. El doctor Eronildes le había dicho que podía arreglar su brazo lisiado. Podía hacer que recuperase su funcionamiento. En aquel momento, Luzia no le había creído. Pero la sequía hizo que tuviera esperanza. Tal vez el hueso rígido pudiera ser replantado, como si fuera una semilla. Quizá podría dejar las ropas de cangaceira, lavarse la cara y el pelo y ponerse un vestido de mujer. Emília era buena para las transformaciones; podía enseñarle a Luzia cómo hacerlo. Podrían viajar juntas al sur. Luzia le enseñaría a Expedito todas las habilidades de Antonio: a desollar una cabra, a atravesar el cogote de un animal sin tener miedo. Le iba enseñar también a enhebrar una aguja, a diseñar ropa. Le iba a explicar cuándo medir, cuándo cortar y cuándo remendar. Si él escapaba de sus manos callosas o de su abrazo demasiado apretado, si llegara a preferir a su hermosa tía en lugar de a su madre desgarbada, Luzia estaba dispuesta a soportarlo.

Todos los días los cangaceiros rezaban pidiendo la lluvia y Luzia lo hacía con ellos. Pero en sus oraciones privadas —las que pronunciaba a solas, por la noche— pedía una señal. Si la sequía continuaba hasta febrero del nuevo año, abandonaría a la Costurera para siempre. Si llovía, eso quería decir que ella estaba destinada a continuar siendo una cangaceira, y que su lucha contra la carretera no había terminado.

La capitana observaba la maleza en busca de una respuesta. A poco de unirse a Antonio, sólo veía monotonía en la extensión gris de la caatinga. Estaba equivocada, el monte siempre estaba en transformación. La luz, el viento, las posiciones de las nubes cambiaban constantemente. Era como si la caatinga le estuviera hablando, y Luzia escuchaba. Durante la sequía, le decía dónde escondía el agua y la comida. Cuando aparecían más soldados, Luzia le preguntaba al monte qué rutas eran seguras y cuáles eran una trampa. La caatinga respondía con una repentina ráfaga de viento, o con un nido de avispas que bloqueaba algún sendero, advirtiéndola para que tuviera cuidado. En enero del nuevo año el aire cambió. Ya no era el aire seco y cortante que parecía crujir con el calor. En cambio, era pesado. Las nubes tapaban el sol, pero esto no era una novedad. Tantas nubes habían pasado sobre ellos durante la sequía que Luzia y los cangaceiros habían dejado de pensar en ellas como indicios de lluvia.

Esa noche, después de que el grupo hubiera instalado el campamento, una chica tiró del brazo lisiado de Luzia. Se llamaba Fátima y tenía unos ojos nerviosos e inquietos.

—Madre —dijo—, mira.

La niña señaló hacia un cactus mandacaru. Sobre su tallo más alto había una flor de gruesos pétalos.

—Podría estar anunciando rocío —dijo Luzia—. Una noche fría después de un día caluroso.

Esa noche Luzia no pudo dormir. Permaneció echada sobre su manta y estuvo atenta al posible ruido de las ranas saliendo de sus escondites bajo tierra. En cambio, sólo escuchó suaves suspiros y gemidos. Algunas parejas se habían alejado del campamento para hacer el amor.

Cada uno de los hombres estaba casado con una muchacha por él escogida. No era un juego, les había advertido Luzia. Casándose en la caatinga establecían uniones sagradas que serían bendecidas por un sacerdote cuando pudieran encontrar uno. Las parejas dormían separadas todos los viernes —el día sagrado— y la víspera de un ataque a la carretera, para no consumir sus fuerzas. Estaba prohibido el intercambio de maridos y de mujeres. Y no podía haber ningún bebé. Cualquier niño que naciera sería entregado a algún sacerdote o a alguna familia que fuera a abandonar la caatinga. Si las mujeres desobedecían, no habría excusa ni perdón. Sólo existía una solución para la desobediencia; Luzia se aseguró de que las jóvenes comprendieran esto.

—Tienes que elegir —le había dicho Luzia a cada una de ellas— entre ser una cangaceira o una mujer. No puedes ser ambas cosas. Y una vez que elijas, no puedes echarte atrás.

Si la joven no se estremecía ante estas palabras, Luzia la dejaba entrar en la banda.

Casi todas ellas eran víctimas de la sequía. Habían perdido a sus familias o habían sido vendidas a casas de mala fama a cambio de comida. Algunas habían pedido su ingreso en el grupo. Otras fueron persuadidas por los cangaceiros. No pasó mucho tiempo antes de que cada hombre tuviera su compañera.

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