Era tranquilo, pero no tímido. Cuando las visitas lo acariciaban o le pellizcaban las mejillas, él las miraba con gesto serio y se alejaba para ir junto a Emília. «¡Qué dulce!», solían decir las visitas, incómodas. «Es tímido». Pero no era timidez. Expedito nunca se escondía detrás de Emília. Nunca buscaba protección entre sus faldas. Se quedaba al lado de ella, agarrándole los dedos con fuerza con su mano pequeña.
El doctor Duarte admiraba el valor del pequeño, su firmeza silenciosa. Todas las semanas, llevaba al Coronel a la feria de pájaros de Madalena y se reía cuando Expedito metía los dedos entre los barrotes de las jaulas o les daba rodajas de plátano directamente en el pico a los loros. Emília estaba constantemente preocupada. Temía que las aves de la feria le picaran las manos al niño, o que las tortugas trataran de morderle los dedos.
Sus ojos eran de color castaño oscuro, con vetas verdes. Su mandíbula era recta y firme. Rara vez sonreía. Incluso cuando el doctor Duarte le daba un muñeco de trapo o un avión de juguete, Expedito permanecía serio. Sólo cuando Emília gritaba al tocar las tortugas que él ponía en su regazo, o cuando ella le hacía cosquillas antes de acostarse, Expedito sonreía. Esas sonrisas —tan dulces y tan poco frecuentes— eran como obsequios. Como secretos compartidos entre ellos.
El primer envío de armas no produjo ningún resultado. Pero después del segundo, los Coelho recibieron una llamada telefónica, muy tarde, por la noche. Emília oyó el sonido del teléfono a lo lejos, pero no se despertó hasta que escuchó al doctor Duarte en el pasillo golpeando la puerta del dormitorio de Degas.
—¡Despierta! —gritaba su suegro.
Expedito se agitó en su cuna. Emília se levantó rápidamente y abrió la puerta. Su suegro se paseaba por el pasillo, con el pelo blanco despeinado, la camisa por fuera del pantalón. Cuando Degas finalmente abrió la puerta, el doctor Duarte entró apresuradamente.
—Vístete —ordenó jadeando—. Llévame al Instituto de Criminología.
—¿Por qué? —preguntó Degas.
Su padre agitó los brazos.
—No confío en mi visión nocturna, y estoy demasiado nervioso como para prestar atención a las señales de tráfico.
—¿Por qué tanta urgencia? —insistió Degas.
—¡Por un espécimen, por supuesto! —respondió el doctor Duarte—. Hubo una escaramuza, un ataque a la carretera. Los soldados ganaron y me han traído uno.
—¿Un qué?
—¡Un espécimen! ¡Una cangaceira! —gritó el doctor Duarte.
Emília se aferró al pomo de la puerta. Sus rodillas se doblaron y se sintió como los muñecos de cuerda y madera de Expedito, cuyas piernas se soltaban al apretar un botón. Detrás de ella, escuchó al niño, que se movía en su cuna. En el pasillo oyó el ruido distante de una cafetera.
—Tu madre está haciendo café —informó el doctor Duarte—. Apresúrate y vamos.
Degas miró al otro lado del pasillo apenas iluminado. Vio a Emília.
—¿Un espécimen vivo? —preguntó, volviéndose hacia su padre.
El doctor Duarte negó con la cabeza.
—Les rogué a los capitanes que me consigan uno vivo, pero es inútil. ¿Crees que prestan atención a mis telegramas? Ellos están medio locos de hambre y envidia. Me han enviado una cabeza. Por lo menos han tenido el buen criterio de mantenerla en una lata de formol, de otra manera sería irreconocible.
—¿De quién es? —quiso saber Degas, mirando a Emília otra vez.
—¡No lo sé! Por eso tengo prisa.
Siguió la mirada de su hijo y volvió la cabeza hacia atrás, hacia Emília. Al verla, su suegro sonrió.
—Lamento haberte despertado —se disculpó—. Asuntos de negocios.
Ella apretó con tanta fuerza el pomo que se le agarrotó la mano. Sabía que tenía que devolverle una sonrisa, tenía que aceptar la disculpa de su suegro y asegurar que no la había molestado, pero Emília sintió que tenía la cara rígida, que era incapaz de abrir la boca. Sólo sus manos parecían funcionar; cerró de golpe la puerta del dormitorio.
Escuchó que el portón de entrada chirriaba al abrirse y el ruido del motor del Chrysler. Su estómago estaba hecho un nudo, contraído. Quería un vaso de agua o una infusión de manzanilla, pero no quería encontrarse cara a cara con doña Dulce en la cocina. Se quedó en su habitación, mirando a Expedito en su cuna. Durante unos minutos el niño le devolvió la mirada; luego se quedó dormido otra vez.
Unas horas más tarde Emília oyó que el coche regresaba. Abandonó su habitación y esperó en el pasillo oscuro. Degas subió las escaleras. Cuando vio a Emília con su camisón blanco, se sobresaltó.
—¡Oh! —exclamó—. Me has dado un susto.
La boca de Emília estaba seca. Si hablaba, haría sólo una pregunta, y estaba asustada por la posible contestación de Degas. Temerosa, también, de lo que sus manos podrían hacerle a él en respuesta. Degas negó con la cabeza.
—No era ella —dijo.
Emília cerró los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—Los soldados enviaron una nota. Y la cabeza era demasiado pequeña. Ninguna de sus características coincide con la fotografía.
—¿Quién era entonces?
—No lo sé. Una joven. Una de las esposas de los cangaceiros.
Emília se cubrió la cara con las manos. Estaba aliviada, pero también perturbada. Imaginó a la niña sirena, para siempre atrapada en un frasco de cristal. Las armas que habían matado a esa joven cangaceira eran las mismas que ella había permitido que pusieran en sus envíos de caridad. Degas le acarició el brazo tímidamente.
—Ellos mismos lo provocan, Emília. No es mi culpa. Ni tampoco la tuya.
Emília regresó a su habitación. Allí, levantó a Expedito de su cuna y lo llevó a su cama. Observó sus puños diminutos y apretados, sus pestañas largas, sus pies rollizos.
Habría más envíos de armas escondidas en los pliegues de la ropa de Emília, y después, más especímenes enviados a la costa. Emília iba a tener que asomarse a ese pasillo oscuro una y otra vez, esperando que Degas le dijera si el doctor Duarte había recibido su espécimen más deseado. Sintió dolor en el pecho. Su garganta estaba tensa. ¡Odiaba a esa Costurera! ¿Por qué aquella mujer no prestaba atención a sus advertencias? ¿Por qué no abandonaba la lucha y desaparecía en la caatinga? En cambio, la Costurera peleaba, saliendo siempre en los periódicos y haciendo que el secreto de Emília fuera más y más peligroso. Si no tenía cuidado o si Degas decidía abrir la boca, Expedito mismo podría convertirse en un espécimen. Pero si detenían a la Costurera, entonces la gente del gobierno podría terminar la carretera, las informaciones periodísticas disminuirían y los cangaceiros serían olvidados. Sería mejor para todos ellos que la Costurera muriese.
Emília se cubrió los ojos. Trató de respirar por la boca, para acallar los sonidos de su nariz taponada. A pesar de sus esfuerzos por no hacer ruido, Expedito se despertó. La miró con la expresión que los niños adoptan cuando ven a un adulto llorando…, una mezcla de confusión, preocupación y reproche. En ese momento, Emília recordó a Luzia mirándola desde el otro lado de la Singer a pedal, castigándola por pasarle notas al profesor Celio. Puso su mano en la cara de Expedito.
La Costurera era una criminal, pero en algún lugar dentro de esa mujer estaba Luzia. Y Luzia le había enviado a este niño, el obsequio más grande que Emília hubiera recibido jamás. Su hermana le había confiado a ella no sólo la vida de Expedito, sino también sus recuerdos. Emília le daría forma a la imagen de su verdadera madre. Y la manera en que ella la recordaba no era como un cangaceira, sino como Luzia: alta, de pelo largo, orgullosa. Bailando sola, con torpeza, en su dormitorio de la infancia. Dándoles de comer a las gallinas en el patio de la tía Sofía. Rezando frente a su altar de santos.
Emília no podía impedir que se siguieran escondiendo armas en sus envíos de caridad, pero podía continuar con sus sutiles advertencias. Enviaría mensajes todavía más claros, si tenía la oportunidad. Si no trataba de advertir a su hermana, entonces estaría ayudando al doctor Duarte a conseguir su espécimen. Y cuando llegara el momento de hablarle a Expedito acerca de la muerte de su madre, ¿cómo podría Emília mirarlo a los ojos? ¿Cómo le iba a explicar que ella había ayudado a condenar a Luzia?
Luzia
Caatinga, tierras áridas, Pernambuco
Agosto de 1933-noviembre de 1934
Los cuellos eran como las ramas de los árboles de la caatinga: delgados, pero duros. Había tendones, músculos, vértebras y otras estructuras fuertes que hacían difícil el corte. También había diferencias entre individuos. Algunos cuellos eran más gruesos que otros. Luzia también evaluaba a los hombres por su cuello. Este sería difícil de cortar; aquél, fácil. Estos pensamientos le llegaban de manera tan natural que al principio la asustaban, y tuvo que concentrarse en el hecho de que si los soldados de Gomes la detenían le cortarían la cabeza. Es más, sería peor: la deshonrarían primero. Y serían recompensados por sus esfuerzos. Gomes le había puesto un alto precio a la cabeza de la Costurera. El gobernador Higino también dio un incentivo a los soldados. Cualquier hombre que detuviera a un cangaceiro o cangaceira podía quedarse con todo lo que se encontrara en sus cuerpos. Luzia encontró una carta de agradecimiento publicada en el
Diario de Pernambuco
. Era de un soldado que había matado no hacía mucho a uno de sus hombres.
«Obtuve muchos collares y anillos de oro para mi esposa e hijas —escribía el soldado—. ¡Gracias a Dios y a Gomes, encontré dinero suficiente en el macuto del ladrón como para arreglar la casa de mi madre!».
Debido a esto, Luzia puso en vigor una nueva regla en el grupo: a cualquier soldado que fuera capturado, incluso si estaba muerto, se le cortaría la cabeza y se le retirarían sus pertenencias.
—Gomes no puede darnos órdenes —decía Luzia a sus cangaceiros después de cada ataque—. Somos nuestros propios amos.
Por la noche, cuando no podía dormir, recordaba las bulandeiras, los molinos de algodón, que antes de la sequía trabajaban a un ritmo vertiginoso, cada uno de ellos movido por dos mulas fuertes. Los animales eran enganchados a la rueda del molino y se movían en grandes círculos, haciendo dar vueltas y más vueltas a la rueda. Al final del día, las mulas no podían detener su marcha circular. Estaban aturdidas por el constante girar de la rueda, por el movimiento del molino, y se resistían cuando los trabajadores trataban de soltarlas. Las mulas se habían convertido en sus propios amos. Atrapadas por su propia necesidad de seguir dando vueltas, trabajaban hasta caer muertas.
Luzia comprendía a esos animales. Los ataques a las obras de la carretera provocaban más artículos en los periódicos, lo cual, a su vez, subía el precio de las cabezas de los cangaceiros, y esto hacía que se enviaran más soldados a las tierras áridas, lo que indignaba a los cangaceiros, provocando nuevos ataques. La Costurera y sus cangaceiros estaban atrapados en un gran círculo que ellos mismos habían creado, e iban a seguir empujando hasta la muerte.
Cada cabeza de cangaceiro que los soldados de Gomes cortaban pertenecía supuestamente al Halcón o a la Costurera. Hasta que las cabezas llegaban a Recife metidas en latas de formol y los científicos declaraban que los especímenes pertenecían a otros cangaceiros desconocidos. O hasta que Luzia enviaba un telegrama a la capital después de un ataque fallido a la carretera o a un campamento de refugiados y daba pruebas de su existencia. Los telegramas estaban firmados por el «capitán Antonio Teixeira y esposa». Cada vez que los funcionarios trataban de confirmar quién había enviado los mensajes, no podían hacerlo. Las estaciones de telégrafos habían sido quemadas con los telegrafistas dentro.
En esas estaciones de telégrafos, en los puestos de construcción de la carretera y en los trenes que los cangaceiros saqueaban, Luzia encontraba periódicos. El más reciente titular del
Diario
decía:
¡Capturado!
¡Por fin ha sido detenido el Halcón!
Luzia encontró una fotografía en la segunda página, con una advertencia arriba que sugería que las damas no miraran. Había una caja de municiones de madera y alrededor de ella una pila de sombreros de media luna y morrales bordados. Sobre la caja, cuidadosamente alineadas, estaban las cabezas. El pelo alborotado y largo. Sus caras parecían más gordas, las mandíbulas flojas y sin cuellos que las sostuvieran. Las bocas quedaron abiertas y los ojos cerrados, como si estuvieran profundamente dormidos. Sólo los ojos de Orejita estaban parcialmente abiertos, como si hubiera parpadeado mientras le sacaban la fotografía. Los cráneos habían sido llevados a Recife, decía el diario, al Instituto de Criminología, donde serían medidos y estudiados. Orejita había fingido ser el Halcón y había pagado por su farsa. Luzia recortó la fotografía y la puso en su morral para usarla más adelante. Iba a tener que demostrarles a los científicos de cráneos y a Gomes que estaban equivocados. El Halcón no estaba muerto, y tampoco la Costurera.
En el puesto de construcción de la carretera instalado cerca de Río Branco, los trabajadores estaban divididos en tres equipos: uno para talar árboles y cactus, otro para arrastrar los troncos y el tercero para preparar y aviar la tierra. Los bueyes arrastraban los carros sobre la tierra aplanada, mientras sus pezuñas aplastaban las piedras, dejándola todavía más plana. Cada vez que veía la tierra así arrasada, Luzia sentía pesadez en su estómago. Tenía la sensación de que aquellos árboles derribados, aquellas piedras, aquellas puntiagudas hojas de agave arrancadas, se metían en ella, cargándola con la culpa de su destrucción. Comprendía el amor de Antonio por aquel monte bajo: Las aves, las arenas, las rocas, los cactus y los manantiales secretos no recurrían a la Costurera en busca de orientación o liderazgo. La caatinga no le pedía nada a Luzia. Y Gomes, con su carretera, quería apoderarse precisamente de aquello que era su único consuelo.
Cerca de las obras, había hileras de tiendas para los trabajadores. El recinto se parecía a los campamentos de refugiados de Gomes, salvo que no había niños ni mujeres. Para proteger el puesto de construcción de la carretera había una jauría de perros flacos encadenados a unos matorrales. Los animales olfateaban el aire. Luzia y su grupo estaban agachados en la dirección del viento, de modo que la brisa no iba a llevar su olor a los perros. La capitana observó el campamento con los viejos prismáticos de Antonio. Cerca de ella, Ponta Fina miraba con atención a través de un catalejo alemán que le había quitado a un ingeniero de la carretera unos meses antes. Detrás de ellos, los otros cangaceiros esperaban.