Sidonie dibujó una sonrisa en sus labios y añadió:
—Y nosotros nos vamos a encargar de decorarlo como el de una verdadera princesa.
Ya en la iglesia abacial, Adélaïde Baudet, la supervisora, identificó a su presa arrodillada en el centro del crucero, frente al coro, con los brazos estirados sobre los costados, inmersa en sus fervientes oraciones. Reprimió con gran esfuerzo el arrebato de cólera que la inundaba y esperó hasta calmarse. Adélaïde sabía perfectamente que la había oído llegar: el eco de sus pasos rebotaba en las baldosas de piedra oscura. Pero ella fingía encontrarse absorta en la más profunda de las meditaciones. Pese a estar ya acostumbrada a ese tipo de estratagemas, la supervisora no cejaba en su empeño. En especial con Blanche de Cerfaux, cuya carita de novicia encantadora y pía no la engañaba… Con maña caza la mosca la araña: poniéndose una máscara afable, luchando contra la aversión visceral que le inspiraban las personas como Blanche; Adélaïde se acercó a la novicia lo más silenciosamente posible. Se detuvo a unos pies de ella y esperó, preguntándose cuánto tiempo duraría la pantomima de devoción que en este caso de nada le servía, pues desde luego a ella no se la pegaba. Al fin, Blanche pareció salir de su simulado trance y se giró con rostro iluminado hacia la supervisora.
—Espero no haber interrumpido vuestras fervorosas oraciones, querida. Lo lamentaría —dijo Adélaïde con un falso tono de amabilidad que le costaba horrores.
—De ningún modo —respondió la novicia con voz celestial al tiempo que se levantaba—. ¿Necesitáis de mis servicios? Sabéis cómo me complace poder brindaros toda la ayuda que pueda.
La hermana Baudet clavó su mirada en los ojos cándidos y llenos de afecto que la contemplaban y tuvo la sensación de encontrarse al borde de un siniestro e insondable precipicio. Por un breve instante, mareada por el desagradable vértigo, se preguntó si su imaginación no le estaría jugando una mala pasada. Se repuso y declaró con dulzura:
—He pensado en vos para las tareas de la semana en la iglesia abacial, mi querida Blanche. ¿Os acomoda el cargo de suplente? Se trata de una labor notable, mucho menos dura que las demás, si bien requiere sensibilidad y delicadeza. Así, ahora, en el periodo invernal, deberéis buscar algunos hermosos ramajes para adornar el altar. Me consta que pondréis en ello todo vuestro celo.
Si Adélaïde Baudet esperaba descubrir un mohín de disgusto en el semblante de la novicia, quedó decepcionada. Esta, dedicándole una feliz sonrisa, contestó con alegría:
—Querida hermana, os agradezco profundamente la maravillosa tarea semanal que me ofrecéis. Me entregaré a ella en cuerpo y alma.
Y
a había anochecido hacía más de una hora cuando el carro se detuvo ante el portalón Mayor. A Arnaldo el trayecto se le había hecho interminable, más aún porque su compañera de viaje resultó no ser muy habladora y se había limitado a responder con dos o tres palabras a las pocas preguntas de cortesía que Arnaldo le había formulado. En realidad, ¿qué más daba? Ya lo había averiguado todo de ella, aunque hubiera poco que saber. Realizó sus pesquisas en cuanto estimó conveniente sumarse al carruaje que la conduciría a Clairets: la única hija con vida de un rico armador de buques mercantes, dotada de una pasmosa inteligencia, una vasta cultura y un fuerte carácter, pese a la timidez que sonrojaba aquellas níveas mejillas en cuanto se sentía observada. Pero, ¿era realmente timidez? No podría aseverarlo. Algunos sujetos de tez pálida y translúcida reaccionaban de esa forma; no había razón alguna para atribuirlo a otra causa que no fuera una mera afluencia de sangre. La única mancha en este elogioso retrato era su excesiva propensión al «raciocinio», tal y como lo había calificado su antigua superiora tras años de difícil convivencia. Sor Mary de Baskerville poseía la odiosa manía de discutir las órdenes que consideraba insensatas, que por otra parte habrían sido muchas a juzgar por la reputación de inepta que se había granjeado su antigua abadesa, según había oído Arnaldo. Por ello, a esta última no le molestó lo más mínimo deshacerse de una hija que le recordaba sin cesar, aun de forma involuntaria, que Dios dispensa la inteligencia a merced de su inescrutable antojo: de manera harto desigual.
Visiblemente ansiosa por estirar las piernas tras la larga travesía, Mary de Baskerville, rechazando la escalerilla para damas que se había apresurado a instalar uno de los soldados que los escoltaban, se apeó de un salto y aterrizó con una facilidad poco común en una religiosa. Sorprendido por su atlética agilidad, Arnaldo, que en los últimos dos días se había esforzado en apartar la mirada de ella, la escrutó sin ningún comedimiento. Una mácula casi escarlata cubrió las mejillas de la mujer y se extendió hasta su frente blanquecina, como si de una grave quemadura se tratase. Era bastante alta para ser del sexo débil; de hecho, lo superaba en más de medio palmo. Delgada, aunque de constitución fuerte, debía de rondar los veinticinco o veintisiete años. Aun siendo indiscutiblemente guapa, con rasgos nada anodinos, había algo en ella, no sabía el qué, que le disgustaba. Arnaldo dio en el clavo: sus ojos azules, rematados por unas rubias pestañas y enmarcados por unas cejas igualmente claras, conferían a su rostro un aspecto lampiño. A ello se añadía la espectral palidez de su piel, tan fina y transparente que la red de venas verdiazules que corría bajo sus sienes se traslucía hasta tal punto que cualquiera hubiera podido confundirla con uno de esos albinos que se exhibían en las ferias.
La mujer habló con voz grave y lenta:
—¿Conocéis vos la historia de este monasterio, maese? Confieso que no he tenido tiempo de indagar en ello antes de mi partida. Una lástima. Es sumamente descortés por mi parte, dada la calurosa acogida que piensan brindarme, según he deducido de las palabras que me confió mi antigua superiora antes de mi marcha.
Un acento anglosajón, casi imperceptible, confería a sus frases una curiosa y agradable cadencia.
Sin duda, fue la frase más larga que salió de su boca desde el inicio del viaje y, en cualquier caso, su primera pregunta. Arnaldo respondió encantado pues:
—La abadía se halla en el linde del bosque de Clairets, en el distrito parroquial de Masle. Tiene una extensión de unos cientos de arpendes
[*]
. Por lo que sé, la construcción del monasterio se prolongó durante siete años y finalizó en 1212. A este monasterio de mujeres, uno de los más importantes del reino, como bien sabéis, le han sido concedidos innumerables privilegios, tales como la exención de impuestos y un importante capital. Además, vuestras futuras hermanas pueden abastecerse de leña y madera de construcción provinente de los bosques propiedad de los condes de Chartres. A esto se suman tierras en Masle y Theil, así como una considerable renta anual que engrosan las pródigas donaciones de burgueses, señores e incluso de campesinos acomodados.
—Un poder extraordinario, a decir verdad —comentó Mary de Baskerville—. Mucho mayor que el de mi antigua abadía del sur.
—Cierto, aunque el clima aquí es menos clemente.
La abadía de Clairets gozaba del derecho de administrar alta, media y baja justicia
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. Las abadesas poseían las mismas prerrogativas en la materia que los señores, entre las que se encontraba imponer penas de flagelación, amputación e incluso muerte. Las horcas, donde se procedía a ejecutar dichas condenas, se elevaban a unos cientos de toesas del monasterio, en el paraje de Gibet
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.
—Ya me acostumbraré. ¿En vuestra impresionante lista figura igualmente una reputación caritativa?
—Eso he oído. Vuestra nueva madre es en ese aspecto una digna sucesora de la señora de Normilly.
—Una beneficencia que espero no sea puerilmente pródiga —añadió la mujer.
Arnaldo la examinó un tanto sorprendido. Ella prosiguió:
—Hay pobres desdichados que Dios pone en nuestro camino para que les prestemos auxilio. Después está el resto: los sinvergüenzas que se aprovechan de sus pústulas y muñones para arrebatar el pan de la boca a los auténticos necesitados. Hemos de ser capaces de distinguirlos y diferenciarlos al momento.
Desarmado por el tono categórico, por el juicio tajante, Arnaldo repuso:
—¿He de inferir que poseéis la perspicacia necesaria para identificar quiénes son los miserables y quiénes los caraduras? ¿Y realmente puede alguien sacar provecho alguno de una amputación o una deformación?
La religiosa fijó sus azulados ojos en los del hombre, sin ruborizarse esta vez. Sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción.
—La respuesta a la primera pregunta es rotundamente sí. Dios me ha dotado de la perspicacia necesaria; así pues, cometería un error, qué digo, un pecado capital, si no hiciera pleno uso de ella. Un don de Dios no se rechaza, y menos aún se discute. En cuanto a la segunda… demostráis poseer un buen corazón, lo cual os honra. No obstante, señor, he visto a padres dejar tuertos a sus hijos, reabrir sus purulentas heridas y colocarlos luego en los pórticos de las iglesias para enternecer a las mujeres y que estas aflojen la bolsa.
Desconcertado por oír aquellas palabras en boca de una servidora de Dios, pese a estar ya al corriente de que dichas mutilaciones se infligían a propósito para apiadar a los transeúntes, Arnaldo intentó contraatacar:
—¿No tenéis la vocación de amar a los hombres para servir a nuestro Salvador?
—En efecto —respondió la mujer con una risa apagada—. Si bien, mi amor no es infinito, al contrario que el Suyo. Por tanto, lo reservo para aquellos que lo merecen. —Cambiando bruscamente de tema, se interesó—: Maese, ¿sabéis cuántas hermanas moran en este lugar?
—Creo no errar si digo unas trescientas monjas, tal vez algunas más si contamos a las muchachas públicas retiradas
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, a unas cincuenta novicias y a más de ochenta sirvientes laicos…
Se detuvo al percatarse de la mirada azul intensa. Sin saber muy bien por qué tuvo la desagradable impresión de haber sido manipulado. Se tranquilizó. La frecuentación del poder, con sus artimañas y astutos encubrimientos, le envenenaba el alma hasta el punto de ver marrulleros y ataques dondequiera. Después de todo, aun siendo ella instruida y notoria su profunda inteligencia, no se trataba más que de una mujer.
—¡Carape! Hace un frío que pela y me rugen las tripas de hambre —soltó el caballero—. Apremiemos a la portera para que nos haga entrar de inmediato.
Tras completas, la guardiana irrumpió en el despacho de la abadesa pisándole los talones a Adèle, la cual intentaba que la sirvienta recuperara la compostura.
—¡Madre, Dios se apiade de nosotras! —clamó la obesa mujer con los ojos desencajados, llenos de reprobadora sorpresa—. ¡No hay manera, se lo he repetido mil veces a vuestra secretaria pero no me hace ni caso!
—Calmaos, hija mía, y explicadme qué os trae a mi presencia —dijo Plaisance, condescendiente.
—Pues… resulta que yo tenía que vigilar el portalón Mayor para recibir a la nueva apoticaria; y eso es lo que he hecho, tal y como me habíais ordenado. A esto que llega un carro con toldo, con llantas en las ruedas, como las que llevan los canónigos y los obispos. Y dentro me encuentro a una monja que no habla, por así decirlo, en cristiano… ¡y a un hombre! Pero no un monje, no, sino a un hombre de verdad, un viejo, ¡sin sombrero ni nada! Se me han puesto a berrear, pero les he dicho que no pensaba dejarles esperar en el patio y los he dejado fuera. Yo me he dicho que algo olía a chamusquina.
Plaisance declaró, levantándose de su asiento:
—Pues bien, vayamos a aclarar todo este asunto, hija mía. Os sigo. Adèle, ordene de inmediato a dos sirvientes laicos que se reúnan con nosotras cuanto antes. Nunca se sabe.
Escoltada por dos hombres armados con escardillos
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y antorchas, Plaisance se dirigió al carruaje con llantas de metal tirado por cuatro percherones. Un bonito tiro, en efecto; deslumbrante para tratarse del simple traslado de una monja. Se sobresaltó al oír tras de sí los dos giros de la pesada llave y el roce de la tranca con las hojas del portalón al descender. La miedica de la guardiana acababa de cortarle la retirada, por si las moscas… No, no era en verdad cobardía. Lo hizo a sabiendas, en venganza a aquella tarde en que Plaisance la amenazó con el látigo.
Un hombre de cierta edad se le acercó e hizo una reverencia, tendiéndole una misiva enrollada. Bajo la luz de las antorchas pudo distinguir el gran sello papal.
El hombre se presentó sin alzar la cabeza:
—Arnaldo
[*]
de Villanueva
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, madre, un humilde servidor que os solicita la gracia de vuestra hospitalidad. Quise aprovechar la reasignación de vuestra nueva apoticaria para imponer mi presencia en su carruaje.
La abadesa se quedó petrificada. Arnaldo de Villanueva, uno de los científicos, alquimistas y astrólogos más célebres de todos los tiempos, además de médico, confidente e incluso en ocasiones espía de reyes y papas, como el actual Clemente V
[*]
. Arnaldo de Villanueva, el mismo que había logrado escapar de las garras de la Inquisición —pues algunas de sus teorías rezumaban desobediencia, por no decir rebelión— gracias a salvarle la vida a Bonifacio VIII. La fe puesta en él por el nuevo Santo Padre para repetir la misma proeza en su persona explicaba la protección de la que el galeno volvía a gozar. ¿No había sido él quien tuvo la desfachatez de escribir: «Las obras de caridad y los servicios que presta a la humanidad un médico sabio y competente son preferibles a todo eso que los curas denominan obras pías, a las oraciones e incluso al santo sacrificio de la misa»? A cualquier otra persona eso le habría supuesto la excomunión, incluso el encarcelamiento. El hombre no era en absoluto como Plaisance se había imaginado: más bien de corta estatura, imponente —pese a su avanzada edad—, de ojos, cabellos y barba castaños. Su nariz prominente, junto con una boca carnosa y unos mofletes caídos, le conferían un aspecto mediocre que jamás habría asociado a una de las mentes más polifacéticas y versátiles de su época.
La nueva apoticaria, Mary de Baskerville, se aproximó a su vez. Plaisance, que aún no había salido de su asombro, le ordenó detenerse con un gesto y una sonrisa. Con el pulso no muy firme, rompió el ancho sello y leyó la sucinta misiva, una orden apenas velada: