La cruz de la perdición (11 page)

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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
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Hija mía y queridísima ahijada:

Dispensad una calurosa acogida a mi consejero, Arnaldo de Villanueva. Otorgadle total libertad de movimiento durante su estancia para que pueda hallar las hierbas medicinales y las recetas que con tanto empeño busca. No lo veáis como un huésped de paso, sino como un clérigo y un amigo de fiar. Que no os extrañen sus insólitas peticiones, ya sabéis cómo son los científicos.

Que Dios os bendiga y vele por vuestra salud.

El hecho de que Clemente V, al que jamás había conocido en persona, se acordara de ella, una de sus múltiples ahijadas, le seguía sorprendiendo. Obispos, arzobispos y papas dejaban a su paso todo un séquito de protegidas en señal de reconocimiento o dádiva política sin coste alguno para sus ilustrísimas, pero que complacía a las familias que podían jactarse de ello. Al subrayar que el señor de Villanueva debía ser considerado como un clérigo, le abría a este todas las puertas de la abadía. Dicho de otro modo: ella estaba a su disposición. Le asaltó un pensamiento desazonador: ¿qué plantas medicinales pensaba recolectar el científico en esa época del año? Vagamente inquieta, la joven abadesa se volvió hacia su nueva hija, la cual le dedicó de igual modo una reverencia:

—Mary de Baskerville, madre, apoticaria. A vuestro servicio.

Plaisance de Champlois aguardó la continuación unos instantes, mas esta no llegó.

—Estoy al tanto, hija mía. ¿Tenéis algo más que añadir?

Las pálidas mejillas de la apoticaria se encendieron.

—Es que… no hablo mucho. Mis excusas.

—Salta a la vista… Así no extrañaremos uno de los rasgos característicos de Hermione, nuestra antigua apoticaria, que nos dejará en breve.

Hizo una seña a la portera laica, que había seguido la escena sin perder detalle, con la cara pegada a la mirilla, y tomó la determinación de reemplazarla cuanto antes. Se oyó el tintineo del mazo de llaves, el crujido de la alargada tranca, y una de las pesadas puertas se entreabrió.

—Vamos, conducid el carruaje al interior —ordenó a los tres escoltas—. Os espera una cena caliente.

Castillo de Mortagne,
Perche,
febrero de 1308,
dos días más tarde

S
entado sobre el arquibanco que formaba la parte baja de su armario de tres niveles, Aimery de Mortagne escuchó con atención. Bernard, el mensajero de la abadía, se sentía satisfecho por las nuevas que acababa de transmitir al conde. Por el silencio de este, comprendió que estaba sopesando dicha información. Recorrió el amplio estudio con una mirada discreta. Todo allí destilaba lujo: las paredes revestidas con madera de castaño, las altas ventanas geminadas
[81]
y las tupidas alfombras de Oriente que tapizaban el suelo. A Bernard siempre le había fascinado encontrarse tan cerca del poder, la fortuna y las estratagemas de los poderosos, lo que explicaba en gran medida el que se hubiera vendido a monseñor de Valézan, aun traicionando a su señora, la abadesa
[82]
. Tras el amotinamiento de los gafos, justo antes de regresar a sus dominios, el conde de Mortagne —que a punto estuvo de ensartarlo para hacerle confesar la ubicación del escondrijo de su antiguo comitente, Jean de Valézan— lo abordó de nuevo. En esta ocasión, empero, con una propuesta bastante diferente, un tentador chantaje: o Bernard se convertía en su hombre de confianza dentro de la abadía o informaría sin más tardar a Plaisance de Champlois del doble juego del mensajero. La elección, pues, estaba clara. Por un lado se encontraban la ira de la abadesa y el castigo que sin duda recaería sobre él por su falsedad; por otro, el placer y el orgullo personal que le procuraría aquel acercamiento a un caballero influyente, acercamiento que a buen seguro se traduciría en bonitas sumas de dinero contante y sonante. Bernard había aceptado sin hacerse de rogar; máxime cuando el conde de Mortagne, al contrario de monseñor de Valézan, gozaba de buena reputación y era un aliado de la abadía. Dicho de otro modo, aun incurriendo en la deslealtad, esta redundaba en beneficio de la abadesa y sus hijas. Aliviado por esa irrebatible conclusión, Bernard se había convertido en los ojos y oídos del conde.

—Una nueva apoticaria… es comprensible. Pero Arnaldo de Villanueva en persona, ¿estás seguro? ¡Pardiez!

—Así es, mi señor. Según he oído, se trata de un personaje ilustre. Parece gozar de plena libertad de movimiento en la abadía. Se le ve por todas partes.

—¿Con la pretensión de estudiar las plantas medicinales de la región? ¿Y qué espera recoger en esta época el bueno de Arnaldo?

—Es la misma reflexión que yo me hice.

—Vigílalo bien. No me extrañaría que nos sorprendiera con alguna jugarreta. Si los rumores son fundados, el señor de Villanueva siempre ha sentido debilidad por las misiones de espionaje. —Mortagne reprimió una sonrisa antes de rectificar—: O más bien seamos magnánimos: digamos que por la diplomacia, ya sea en nombre de la realeza o de un pontífice. Es un caballero astuto y de gran inteligencia. Así y todo, no se ha granjeado ninguna fama de hombre perverso.

Bernard contenía su satisfacción a duras penas. Tenía la impresión de que su nuevo señor, si bien poco inclinado al trato familiar, le manifestaba algo de confianza. Una idea colmaba su dicha: ¿y si llegara a ocupar el lugar del senior Malembert, su compañero de toda la vida caído muerto a manos de los esbirros de monseñor de Valézan? Él, Bernard el anónimo, ¿confidente del conde? Él, Bernard el desconocido, ¿compartiendo los secretos de un grande? Después de todo, él también era un hombre libre que, no habiéndose sentido atraído por la labranza o el ejército, había decidido por propia voluntad prestar fidelidad a un señor. Curiosamente, Bernard, que nunca había tenido reparos en engañar o traicionar, sentía una repentina e incondicional lealtad por el enigmático hombre sentado en aquel arquibanco.

—¡Carape! —exclamó Mortagne para sí. Posó de nuevo su inquietante mirada gris plomo en el mensajero e inquirió—: Entonces, ¿nuestra buena abadesa ha logrado convencer al capítulo de prestar albergue a los pobres monstruos?

—En efecto, hasta la próxima primavera. Hay que decir que desde el fallecimiento de la priora Valézan y de su acólita, la hermana Ludain, cuenta con el apoyo de casi toda la asamblea de discretas, y no será la bilis de esa ruin alimaña de Agnès Ferrand, a la que todas evitan, lo que cambie las cosas. ¡Eso no quita que sean más espantosos que el propio diablo!

—Si el diablo fuese en realidad espantoso, ¿nos seduciría tanto?

Esta réplica, pronunciada con cordialidad, convenció a Bernard de que la amistad del conde se hallaba un poco más cerca.

Craso error. La duplicidad era, a juicio del conde, uno de los peores vicios del alma. En cuanto a los traidores, no tenían perdón, aunque le prestaran servicio. No obstante, era consciente de que, en política, un buen granuja generosamente recompensado resultaba en ocasiones más lucrativo que un compañero leal.

—Lo que digo yo, con vuestro permiso, es que un día de estos el noble corazón de la abadesa acabará jugándole una mala pasada —apuntó Bernard, más para demostrar al conde su agudeza que por verdadera inquietud por su señora.

—Ese es también mi temor —coincidió Aimery de Mortagne—. Si bien, pese a su mocedad, se trata de una fina estratega. Además, Dios vela por ella… con tu ayuda.

—A vuestro servicio, mi señor —contestó el mensajero con afectada solemnidad.

—El mundo sería un lugar mucho más fácil si un rostro contrahecho denotara de forma inequívoca un alma vil, presta a cometer maniobras lesivas. En cualquier caso, no les quites ojo a esas cuatro atracciones de feria.

—¿Alberga alguna sospecha, mi señor? —osó preguntar Bernard, cerrando los párpados.

—Desconfío por norma de las coincidencias. Los contrahechos llegaron por la noche, seguidos de la nueva apoticaria y de la sorprendente visita del señor de Villanueva, quien afirma haber «aprovechado» el traslado de la monja a Clairets. ¡Demasiadas novedades de repente en un rincón donde nunca ocurre casi nada! Bueno, pronto sabremos si estos quebraderos de cabeza no son más que cuentos para no dormir…

La expresión de contrariedad reflejada en su rostro desapareció bruscamente. Su mirada almendrada, estirada hacia las sienes, se avivó con un reflejo a la vez salvaje y jovial. Se puso en pie con tal rapidez que Bernard se sobresaltó, aun estando ya acostumbrado a la vivacidad del conde. Aquel hombre espigado, de constitución robusta a la par que esbelta, hablaba y se movía con extrema placidez, con engañosa indolencia. Y sin esperarlo, sin tan siquiera tener tiempo para reaccionar, su daga ya pendía sobre vuestra garganta. Bernard había sufrido la traumática experiencia unas semanas atrás. En un tono que apenas lograba ocultar su pasión, el conde ordenó:

—Centrémonos en mi más valioso tesoro. Dame noticias de mi dulce amada. ¿Se encuentra bien?

—Perfectamente, mi señor. La señora de Nilanay ha sido recibida por todas con verdadero afecto de hermanas. Su imprevista llegada ha provocado todo un revuelo. Todas le mendigan, con más o menos cautela, detalles sobre su nueva vida. A decir verdad, señor, creo que echan en falta la espontaneidad de su antigua hermana Marie-Gillette.

—¿Ninguna guarda entonces rencor a mi futura esposa por haber mentido sobre su identidad y sus votos religiosos? —preguntó el conde sorprendido.

—Por lo visto, no. Todas comprendieron la imperiosa necesidad que obligó a la señora de Nilanay a actuar de la forma en que lo hizo. Sor Marie-Gillette incurría a veces en… mmm… —Bernard vaciló.

¿Se podría interpretar su franqueza como una falta de consideración para con la futura condesa?

—¿Sí? Prosigue.

—…simpáticas impertinencias que le valían las fingidas reprimendas de la abadesa y la exasperación de Adélaïde Baudet, una de las supervisoras, aunque también el cariño cómplice, si bien discreto, de la mayoría de las religiosas. Es que en aquel lugar no abundan las risas, señor.

—¡Si los conventos albergaran congregaciones de alegres jacareros, todos querríamos llevar la tonsura!

—Por lo que tengo entendido, en algunos claustros reina tan placentera existencia que el papa envía a sus emisarios para llamar al orden a los monjes y monjas y reconducirlos a la sana austeridad.

—Cierto. Bernard… no pierdas de vista al señor de Villanueva. Quiero que me informes sobre sus más mínimos movimientos. Su llegada me resulta sospechosa. Se la comunicaré al baile, Charles d’Ecluzole. Y no te olvides de la señora de Nilanay: mi corazón suspira por ella y deseo que se la proteja del más ínfimo contratiempo. Respondes de su seguridad con tu vida.

—Se hará como ordenáis, mi señor.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

M
ary de Baskerville se marchó del
herbarium
sin dirigir una palabra de agradecimiento a Hermione de Gonvray, quien se había pasado el día entero mostrando a la anglosajona su futuro santuario y explicándole el contenido del pesado diario donde, a lo largo de sus años de ejercicio de la profesión, había apuntado con esmero el peso de las hierbas medicinales, los preparados y las medicinas que había suministrado a sus hermanas, así como las causas de sus dolencias y las posologías.

Un tanto desconcertada por la partida cuando menos descortés de su sustituta, Hermione se quedó plantada en medio de la pequeña sala de preparaciones. A pesar de su propensión a sonrojarse, la seguridad que Mary de Baskerville demostraba poseer en cualquier materia intrigó a la antigua apoticaria. Mary no había vacilado en criticar algunos de los compuestos que, sin embargo, Hermione había probado ya con éxito, en burlarse abiertamente de las técnicas tradicionales de recolección que supuestamente intensificaban las propiedades de los principios contenidos en las plantas. La inglesa había soltado, desternillándose:

—Vamos, querida, no me digáis que al igual que Hildegard von Bingen
[*]
elogiáis a la angélica y al sauce antes de arrancarle las hojas
[83]
. ¡Estamos hablando de plantas y de ciencia, no de duendes buenos o supersticiones!

El comentario hirió a Hermione que, en efecto, tenía por costumbre dedicar alabanzas a los vegetales antes de recolectarlos. No obstante, debía admitir sin reservas que los conocimientos médicos de su hermana y colega superaban a los suyos propios. Lo cierto era que Mary de Baskerville iba a ser una de las pocas cosas de la abadía que no extrañaría.

Había empezado a anochecer. Mary de Baskerville adoraba aquellos momentos entre dos luces, cuando los contornos de la realidad se difuminaban, cuando se fundían proyectando sombras grotescas a veces, otras inquietantes. Provista de un candil, decidió brujulear por su nuevo universo. Aún no había tenido tiempo de curiosear por el lugar, de explorarlo, de hacerse a él. Dejó tras de sí los hornos y la panadería y rodeó la cocina.

Se detuvo unos instantes a contemplar la sorprendente arquitectura en forma circular del edificio. Cada uno de los ocho absidiolos que jalonaban la girola de la amplia sala octogonal se prolongaba con un alto conducto de chimenea
[84]
. Era allí donde se preparaba la comida, y en los del lado opuesto a los vientos dominantes del día se ahumaba el pescado y la carne a fin de evitar que el humo retornara al interior. En cuanto al chapitel del edificio estaba cubierto de tejas de piedra en lugar de tablillas de castaño, como las que recubrían la mayor parte de las demás construcciones. Una medida ingeniosa para impedir la propagación del fuego en caso de incendio. Mary de Baskerville suspiró complacida: nada la conmovía tanto como el ingenio humano, en el que distinguía la mano de Dios. Ahora bien, este se había mostrado moderado en la concesión de sus dones, pues por el momento no había conocido a ninguna otra hermana dotada de una inteligencia superior, ni siquiera Hermione de Gonvray, la cual la había aburrido explicándole obviedades machaconamente. Bah, al final este apenas se diferenciaba de su antiguo monasterio.

Avanzó a paso lento estudiando con atención las construcciones circundantes. La mayor parte de los edificios, entre ellos la iglesia abacial de Notre-Dame, al norte, con el coro orientado al este, hacia el sepulcro de Cristo, estaban construidos con una piedra arenisca caliza, un conglomerado natural negruzco compuesto de sílex, cuarzo, arcilla y minerales de hierro. Justo detrás se emplazaban aquellos edificios en los que se permitía el acceso a extraños que estaban de paso: la hospedería, el locutorio y las caballerizas. A la derecha se hallaban las dependencias de la priora
[85]
y de la supriora, y un poco más lejos, el palacio abacial. Esta ilustre denominación, en realidad, no designaba sino un pequeño edificio macizo de una sola planta donde vivían y trabajaban la abadesa y su secretaria. Su austeridad se veía compensada por unos bellos jardines escalonados —las terrazas de la abadesa— que descendían suavemente hacia el oeste. Un poco más al sureste empezaba el claustro de Saint-Joseph, reservado a las monjas. El fondo del claustro estaba delimitado por la sala capitular, el calefactorio y los baños, sobre los que se encontraba el amplio dormitorio de las bernardas. Tras el imponente y sombrío murallón se extendían la enfermería y sus jardines, así como el noviciado, el hospicio que acogía a los expósitos y la capilla de Saint-Augustin. Por último, en el extremo este, desplazado y sin acceso directo al claustro de Saint-Joseph, se enclavaba el claustro de La Madeleine, donde se encontraban las muchachas públicas retiradas, unas sesenta arrepentidas que habían decidido consagrarse a la vida monacal.

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