La cruz de la perdición (18 page)

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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
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Hermione la estudió, un tanto preocupada, y preguntó con calma:

—No comprendo qué queréis decirme, mi querida Marie-Gil… perdón, Alexia. Tranquilizaos. Sentémonos y contadme vuestra historia con todos los pormenores. No puede ser tan terrible…

Con los labios apretados, Alexia la sacó de su error con un enérgico movimiento de cabeza. Le tendió la breve misiva dirigida al conde de Mortagne, precisando:

—Os lo explicaré después.

El asombro, la incomprensión y el temor se sucedieron en el bello rostro, sorprendentemente juvenil para una mujer que superaba la treintena. Hermione alzó la vista y preguntó impasible:

—¿He entendido bien, a pesar de las cautas frases con que habéis narrado vuestro… descubrimiento?

—Eso me temo.

—Contádmelo todo, no omitáis ni el más ínfimo detalle.

Alexia tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para ordenar el caos de su mente. Relató palabra por palabra la desconcertante conversación mantenida entre Arnaldo de Villanueva y su compañero Frédéric, el sedicente mensajero. Concluyó refiriendo su fallido intento de prevenir al conde de Mortagne y la precipitada marcha al amanecer del galeno de reyes y papas.

Ambas permanecieron un buen rato mirándose sin mediar palabra. Al fin, Hermione rompió el silencio:

—He… he de abandonar Clairets, por orden de la abadesa; en cuanto el tiempo lo permita. No me preguntéis la razón, os lo ruego. Odiaría tener que mentiros.

Alexia exclamó dando un salto en el banco:

—¡Eso no es posible! Sois la única… Dios mío, ¿qué va a ser de nosotras si os marcháis?

—Mary de Baskerville será una excelente sustituta. Es una persona brillante, ya he podido constatarlo.

—¡No la conozco en absoluto! Además, es una anglosajona. ¿Cómo podemos fiarnos de esa gente con el pretexto de que, por una vez, ya no estamos en guerra?

—No es una anglosajona. Me refiero a que no es solo eso —replicó Hermione con calma—. Es una hermana, una bernarda, además de una espléndida científica. Si os soy sincera, os confieso, no con envidia sino con admiración, que me supera en inteligencia… con creces. Ciertamente, no es que sea encantadora, pero qué más da. No debemos desviarnos del tema que nos ocupa; lo importante no es la gentileza, sino la eficacia.

Alexia tomó una decisión.

—¡Ni hablar, no nos dejaréis! Convenceré a nuestra madre de que es una auténtica estupidez, la peor que podría cometer. ¡Y lo haré ahora mismo! ¡No me dejaré convencer! ¡Palabra de una Nilanay! Somos pobres, mas valientes.

Salió disparada del
herbarium
sin oír el comentario de Hermione:

—Seréis una honorable condesa —murmuró la apoticaria cuando Alexia hubo desaparecido.

Sentada en un murete, la joven Henriette Masson fingía estar absorta en la lectura de su salterio a fin de vigilar las idas y venidas a la capilla de Saint-Augustin, donde reposaba el cuerpo lavado de Blanche de Cerfaux, ataviada con una túnica nueva y un velo que disimulaba el horrendo aspecto de sus heridas abiertas. Por fin acabó el desfile de hermanas que acudían a dar el último adiós a la novicia asesinada. El miedo de Henriette se acrecentó. Era el momento de intervenir.

¿Dónde se habría metido? ¿Habría conseguido hacerse con lo que le había implorado? La persona a la que ansiosamente esperaba apareció por fin torciendo la esquina del calefactorio y los baños. Adèle Grosparmi lanzó una mirada inquieta en derredor y aceleró el paso. Al llegar a la altura de Henriette, extrajo un frasco del bolsillo delantero de su túnica y, tendiéndoselo, murmuró:

—Aquí lo tenéis. No fue fácil escaparme unos minutos del despacho de la abadesa. ¡Dios mío, si nos descubrieran sería terrible!

Cogiendo el frasco de contenido verdusco con un gesto enérgico y esforzándose por imprimir a su tono una firmeza que ni por asomo sentía, Henriette declaró:

—Os estaré eternamente agradecida por este servicio, por este favor. ¡Rápido!, marchaos antes de que os vean en mi compañía. Gracias de nuevo, de todo corazón. Sabed que habéis obrado correctamente.

Adèle Grosparmi corrió de regreso al palacio abacial. Fue tal su alivio que Henriette cerró unos instantes los párpados. Estaba a salvo. Obligándose a guardar la calma, se dirigió a la capilla.

Una vez ante el féretro donde reposaban los restos de Blanche de Cerfaux, Henriette no rezó ni rogó por la salvación del alma de la difunta. Con mano temblorosa y las mandíbulas crispadas de ira, vertió gota a gota el líquido verde esmeralda, observando embelesada cómo se formaba un fino hilo que se deslizaba desde la bella frente curvada de la muerta hacia su oreja. No se santiguó, sino que escupió sobre el rostro de Blanche e intentó desesperadamente separar las manos de esta, unidas en posición de rezo.

Paralizada en el umbral de la puerta, Thibaude Santenet presenció la sacrílega escena con la boca abierta de estupefacción y los ojos desorbitados. Cerró la puerta en silencio para no delatar su presencia y salió a todo correr, como si acabara de atisbar al mismísimo diablo ataviado de novicia.

—¿Pero qué es esto? —bramó Plaisance—. ¿Una conspiración? ¿Habéis hecho un pacto?

—¿De qué estáis hablando, madre? —preguntó Alexia, quien no dudó momentos antes en ordenar a la abadesa silencio cuando esta intentó interrumpir su apremiante requerimiento. El ardor de sus palabras había hecho parecer su alegato una imposición.

—¿Qué ocurre con Hermione de Gonvray? He meditado a conciencia mi decisión de trasladarla de Clairets y no tengo por qué daros explicaciones, ni a vos ni a esa Mary de Baskerville que ha formulado la misma demanda, qué digo, que me ha conminado a retener a Hermione con nosotras so pretexto de ser la única capaz de ayudarla a elucidar el asesinato de Blanche. Con ello está menospreciando tanto a la persona del señor de Villanueva como, si me permitís decirlo, a mí misma.

Alexia alzó la vista al techo y masculló con fastidio:

—¡Ah, sí, el señor de Villanueva, claro!

—¡No consiento vuestra insolencia! —bramó Plaisance—. No solo me sorprende viniendo de vos, sino que además es del todo inapropiado.

—No se trata de insolencia —casi gritó Alexia—, sino de hechos. De hechos tan espantosos que requieren todas nuestras fuerzas. —Su voz se elevó todavía más—: ¡¿Es que aún no habéis entendido que estamos aisladas del mundo?! Solo nos tenemos a nosotras mismas.

—Estáis dramatizando la situación como una actriz de pueblo; vuestro comportamiento es indigno de la futura condesa de Mortagne y de mi antigua hija. La nieve acabará fundiéndose tarde o temprano.

—Está bien; entonces me veo obligada a contaros lo que acabo de referir a Hermione y aún ignora Mary de Baskerville. Nuestro querido señor de Villanueva está atrayendo a la abadía a los peores demonios del infierno. ¿Sabíais que tuvo sus más y sus menos con la Inquisición, y que solo pudo librarse del proceso y de la cárcel gracias a sus dotes de médico? Os recuerdo que es asimismo alquimista, también llamado brujo. Un brujo blanco, pero brujo al fin y al cabo.

—Estoy al corriente de esos rumores. No obstante, considero que es preciso hacer caso omiso de tales pamplinas. A la mínima que los necios no comprenden algo, se sacan de la manga un hechicero. Si el señor de Villanueva goza de la confianza de nuestro Santo Padre, incluso de su amistad, ¿quiénes somos nosotras para juzgarlo?

—Soy consciente de ello. Sin embargo, os ruego escuchéis la conversación que oí por casualidad. El asesinato de vuestra hija Blanche de Cerfaux adquiere un cariz muy distinto, ¡un cariz terrible!

Plaisance de Champlois no pronunció palabra durante el tiempo que duró el relato de Alexia de Nilanay. Con la boca entreabierta por el asombro, o quizás consternación, no despegó la vista de su antigua hija. Su tez fue palideciendo por momentos y bajo sus ojos se dibujaron unas ojeras gris malva. Cuando Alexia hubo finalizado, subrayando el aislamiento de todas ellas del mundo exterior, Plaisance permaneció en silencio unos instantes. La joven intentó con todas sus fuerzas no caer en la desesperación. Por su mente se sucedían los pensamientos más descabellados. La asaltó el recuerdo del rostro desencajado por la locura de la hermana Balencourt, sus palabras de delirio: «Huye de este lugar. Ya viene, está a las puertas, lo noto. Hiede a carroña. No te preocupes por mí, huye, aún estás a tiempo. ¡Huye te digo! En breve irrumpirá aquí. Nada lo detendrá».

Plaisance se aferró a sus recuerdos más queridos para no perder la razón: la madre Normilly, sus partidas al juego de los arcos, sus paseos primaverales por los jardines, las risotadas de aquella excepcional mujer que actuaba en ella como un bálsamo y parecía capaz de afrontar cualquier adversidad. Aquel reconfortante sortilegio al que recurría en los momentos de encrucijada produjo su acostumbrado milagro. La terrible tenaza que le oprimía el pecho hasta el punto de dificultarle la respiración se aflojó un poco. La joven abadesa inspiró con calma y declaró con una voz sorprendentemente distante:

—El señor de Villanueva me debe algunas explicaciones.

—Se marchó esta mañana temprano, madre; a caballo, una enorme imprudencia habida cuenta de su edad y de los rigores del tiempo.

—¿Ha abandonado la abadía?

—En efecto.

Plaisance se dejó caer contra el respaldo esculpido de su alto sitial. Alexia pensó que así parecía aún más joven. Tan joven… La invadió un intenso abatimiento. ¿Qué podía hacer aquella niña contra el mal, que probablemente solo había visto reflejado en algunos pecados veniales? De pronto, la joven abadesa se puso en pie y se dirigió con paso firme a la puerta del despacho. La señora de Nilanay tuvo la sensación de haber vuelto a subestimarla. Plaisance gritó desde lo alto de la escalera que conducía al pequeño despacho de su secretaria:

—Adèle, por favor, haga llamar de inmediato a la señora de Baskerville y a Hermione de Gonvray. Luego avise a las porteras laicas. Quiero que me informen del regreso del señor de Villanueva en cuanto se produzca, ¡a cualquier hora!

Sentada en el calefactorio de la abadía, donde se guardaban los tinteros de cuerno para evitar que se congelaran, Rolande Bonnel, la depositaria, contaba por cuarta vez la misma columna plagada de números. Con mano insegura, mojó la pluma en la tinta y volvió a tachar el resultado. Rolande tenía por costumbre verificar tres veces cada cuenta para asegurarse de no haber cometido ningún error. La exasperación iba venciendo a la incertidumbre, a la angustia; un cambio de humor bienvenido. Con cada nueva serie de sumas y restas, obtenía un resultado completamente distinto. Se maldijo a sí misma. Aquella tarde, la aritmética no le reportaba ni placer ni alivio, a pesar de que, por regla general, la austera gracia de las cifras y la tranquila autoridad de los números la deleitaban. Rolande encontraba en aquellos interminables cálculos las certezas que siempre necesitó. ¡Ah, las certezas! Eran tan tranquilizadoras cuando todo alrededor parecía inestable y en constante movimiento, hasta el punto de que le resultaba imposible aferrarse a nada en absoluto. Sin duda, Rolande era consciente de ser una molestia, de que la consideraban meticulosa hasta el extremo. Su enfermiza insistencia en los más ínfimos detalles aburría a la madre superiora. Con todo, Plaisance de Champlois era una de las pocas personas en haber comprendido que, más allá del escaso prestigio que le confería el cargo de depositaria, Rolande hallaba en sus inacabables operaciones algo de tierra firme que la apaciguaba, que le aseguraba que el suelo ya no desaparecería bajo sus pies.

Se pasó las manos por el rostro, exhortándose a armarse de paciencia, a prestar mayor atención. Intentó eliminar de su mente los horribles pensamientos que la mortificaban desde hacía tiempo. Fue en vano. Lo hecho, hecho estaba, y soportaría aquel peso sobre sus espaldas toda la vida.

—¡Ah, mi querida Rolande, al fin os encuentro!

Se sobresaltó al oír la potente voz de Barbe Masurier, de tal forma que la pluma se le escapó de las manos y su afilada punta tallada le arañó el dedo índice.

—Yo… estaba repasando las cuentas —farfulló Rolande, ruborizándose.

—No me sorprende, con lo escrupulosa que sois. Clotilde Bouvier está preocupada porque no os vio esta tarde. Por lo visto debíais reuniros con ella con motivo de una serie de compras hechas al vivandero, así que le dije que si me cruzaba con vos, os avisaría.

—Muchas gracias. —La depositaria, que había recobrado levemente la calma, esbozó una sonrisa—. Pensaba ir a verla en cuanto acabara de comprobar las sumas.

—No entiendo cómo conseguís calcularlo siempre todo casi sin ningún descuadre. Yo, en cambio, soy una completa inepta para los números.

—Y sin embargo, estos son sumamente placenteros y dóciles —respondió Rolande con dulzura y tristeza en la voz.

Barbe Masurier regresó a sus tareas.

La mirada de Rolande se posó en el registro. De su índice cayó una gran gota de sangre que emborronó sus erradas cuentas formando una aciaga estrella carmín. El pánico se adueñó de la depositaria, que se deshizo en lágrimas.

Abadía de Dame-Marie,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

E
l viaje había sido azaroso. Su castrado se hundió en varias ocasiones hasta las rodillas en una nieve blanda y traicionera. Arnaldo de Villanueva se vio obligado a hacer parte del trayecto a pie a fin de aligerar el peso del animal, que respingaba agitando las crines, poniendo los ojos en blanco y relinchando de miedo cada vez que el suelo se afondaba bajos sus cascos. Un denso silencio níveo engullía los sonidos del bosque de tal modo que el anciano científico se sintió en la más profunda de las soledades. Un sentimiento desagradable de que la vida había desertado de aquel paisaje demasiado hostil.

Llegó al portalón de la abadía justo antes de nona. Más modesto en tamaño que Clairets, el monasterio emanaba una absoluta desolación que no se disipó durante el corto camino del porche principal a las dependencias del abad. Un sirviente laico, callado como una tumba, lo acompañó exhortándole varias veces a aligerar el paso con un ademán enérgico, sin tan siquiera dirigirle la mirada.

El padre Jacques de Liège, que debía de rondar los sesenta, suspiró cuando el señor de Villanueva le presentó brevemente sus respetos y le tendió la misiva de Clemente V, de su propio puño y letra. Una crepitante lumbre chisporroteaba en la gran chimenea del despacho del abad. El señor de Villanueva pensó que allí la austeridad era menos rigurosa que en Clairets, a menos que Jacques de Liège se prodigara toda clase de atenciones solo para sí mismo. Tal era el caso de numerosas abadesas o de múltiples abades o discretos, quienes se arrogaban pequeños privilegios que los demás religiosos no osaban cuestionar.

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