Arnaldo levantó el panel de cristal que protegía la llama del candil y acercó la esquina de una de las hojas. A continuación quemó la segunda y no la soltó hasta que el fuego empezó a mordisquearle los dedos.
Nadie sabría jamás el auténtico nombre de aquel individuo bañado por la pálida claridad de la luna que parecía rendir homenaje a la blancura de su tez. Lo enterrarían en tierra no consagrada, en el anonimato, como un condenado. ¿Qué importancia tenía su verdadera identidad, siempre y cuando todos lo olvidaran de una vez por todas?
H
ermione se terminó el vaso de hipocrás que había pedido la víspera antes de marcharse a la cama y que acababa de recalentar en la chimenea. El cálido ardor del alcohol la tranquilizaba, le infundía un valor que estaba lejos de sentir. No se trataba de mísera cobardía. El señor de Gonvray nunca fue cobarde. Le gustaba pensar que había heredado la valentía de las mujeres, puesto que él era una de ellas; una determinación que no se impone con violencia o demostración de fuerza, sino con una milagrosa contumacia que nada puede detener. Thibaud de Gonvray era plenamente consciente de los riesgos que correría. No afrontarlos, empero, hubiera sido a su juicio una degradación, y por ello se negó. Se negó por Jeanne, su adorada hermana, hermosa y excéntrica, que se había deslizado sin temor al lecho de un río a fin de escapar de un matrimonio que la separaba de su Dios. Jeanne, quien siendo ya casi una jovencita lo regañaba cuando lo sorprendía en la habitación de esta, dando vueltas sobre sí mismo, ataviado con uno de los vestidos que acaba de cogerle. Y Jeanne, quien, a pesar de todo, lo levantaba por las axilas y lo hacía girar como si volara. Pero ahora no debía pensar en ella. Jeanne encarnaba todo el cariño y el amor del mundo. Esa sobrenoche, en cambio, Thibaud iría al encuentro de aquellos que podrían acabar resultando ser verdaderas fieras.
Hermione de Gonvray se levantó a disgusto del banco de piedra del
herbarium
y se acercó al fuego moribundo. Pronto tendría que partir. ¿Qué sería de ella? No se atrevía a imaginarlo. Con toda razón, Plaisance de Champlois no podía admitir los argumentos de su hija apoticaria, por sinceros que estos fuesen, y albergar a un hombre disfrazado en una abadía de bernardas. Hermione había notado la lucha interna, la zozobra de la abadesa cuando le ordenó preparar el equipaje. Asimismo, percibió su alivio cuando una nevada providencial obstruyó todos los caminos. Retroceder para tomar impulso. Un breve respiro antes del naufragio. Hermione se enderezó; ¡basta de lamentaciones! Siempre se había mantenido firme ante cualquier tipo de adversidad. Se echó el mantel de gruesa lana blanca sobre los hombros y salió del
herbarium
con un candil.
La hermana Gonvray tuvo la sensación de que el frío era menos inclemente. La inundó el deseo de acariciar la nieve espesa, de agradecerle su perseverante complicidad, mas reprimió tal chiquillada. Anduvo en dirección al gallinero y lanzó una mirada de conmiseración a algunas aves dormidas, con las plumas erizadas por el frío y la cabeza enterrada bajo el ala. Se detuvo. Tomó una gran bocanada de aire gélido. La perfección del silencio la abrumó. Avanzó unos pasos más. Tan solo vaciló un instante ante la puerta de tablones mal ajustados que cerraba el trastero anexo a los establos. Dio un golpe contra el panel de madera y aguardó. Por poco tiempo. En el interior se oyó el sobresalto de un despertar inesperado, exclamaciones, interrogaciones y el porrazo de un taburete contra el suelo. La puerta se abrió. Tras ella apareció, con aire aturdido, el joven alto y escuálido, el que trataba de disimular sus dos pulgares de más cruzando los brazos o cerrando las manos.
—¿Señora?
—Ruego me perdonéis por esta visita a horas tan intempestivas. Me… me gustaría que conversáramos antes de laudes sobre un hecho bastante grave. ¿Puedo entrar, por favor?
—Desde luego —contestó, apartándose para dejarle paso.
El orden reinante en la habitación, de dimensiones más que modestas, sorprendió a la apoticaria. Unos jergones de paja se alineaban bien organizados por todo el largo de los muros, y un haz de leña menuda descansaba cuidadosamente amontonada contra uno de los flancos de la ruinosa chimenea. Las escudillas y las cucharas ya lavadas se apilaban al extremo de una mesa con bancos. Sidonie hizo una reverencia y puso en pie el taburete caído. Los otros dos hombres, el enano Éloi y el hombre lobo, se habían inclinado en señal de respeto nada más entrar la religiosa y ahora se encontraban juntos en medio del cuarto, formando una piña. Sin embargo, no se leía violencia alguna en sus ojos; simplemente esperaban, no sabían muy bien el qué. Quizás lo peor. Ya estaban acostumbrados.
Hermione abrió la limosnera que pendía de su cinto y extrajo una bolsa pequeña de tela, de la cual sacó un mechón de pelo apelmazado por la sangre; lo posó en la palma de su mano antes de mostrárselo a Urdin, que desvió la mirada. Hermione le dijo con dulzura:
—Os lo ruego, no me mintáis.
Un silencio hermético engulló la respuesta. Con un tono más firme, sin temor alguno ni antipatía en la voz, la apoticaria prosiguió:
—Es pelo, excesivamente fino para proceder de un ser humano… bueno, quiero decir, de un ser normal. A no ser que quien haya apuñalado a la hermana portera sea un niño. Me recuerda a la piel de un zorro tras la muda de invierno —añadió mientras contemplaba la pelusa de un rojizo pardo—. Explicadme, Urdin, ¿cómo ha llegado este pelo a la parte delantera de la túnica de Agnès Ferrand?
De nuevo, el silencio impenetrable.
—Nada ni nadie puede decidir por Dios sobre la vida o la muerte de una de Sus criaturas —dijo la apoticaria con voz queda.
—¿Eso también se aplica a las guerras y las ejecuciones? —inquirió Évrard afable.
—Eso no es más que pura retórica —se defendió ella.
—No, y vos lo sabéis bien. Por esa misma razón la Iglesia concedió la absolución por anticipado a los primeros soldados cristianos, para alentarlos a la lucha.
—Pero se trataba de una lucha justa —insistió Hermione.
—¿Porque así lo decidieron los soberanos? ¿Acaso conocéis la nuestra para concluir que es injusta?
—Precisamente es lo que quiero saber: por qué motivo Urdin dio muerte a Agnès Ferrand. De lo contrario, ya habría revelado mi descubrimiento a la abadesa. Algo que, por lo demás, no excluyo en caso de que vuestras explicaciones no me satisfagan. Os lo confieso sin ambages: tan solo el poco aprecio que me inspiraba la difunta hermana explica mi indulgencia para con vos. Indulgencia que podría ser temporal. —Se le escapó una sonrisa divertida—. Me refiero a que esta noche se os brinda la oportunidad de hacerme pasar a mejor vida. Tan solo yo estoy al corriente.
El hombre lobo persistía en su mutismo, lanzando miradas furtivas al mechón de cabello expuesto en la palma de Hermione.
—No ha sido Urdin, he sido yo —reconoció Éloi al tiempo que se erguía todo lo que su pequeña estatura le permitía—. Era más mala que la sarna y la peste juntas. Urdin solo la trasladó.
—¡Cómo habéis osado usurpar la voluntad de Dios! —exclamó Hermione—. Es un pecado imperdonable.
—En tal caso, se podría decir lo mismo de la portera —la contrarió Évrard—. Máxime cuando a ella únicamente la movían la maldad y el deseo de venganza, mientras que nuestros actos fueron dictados por el amor.
—No comprendo.
Los cuatro intercambiaron miradas repletas de indecisión y de un miedo visible. Ninguno de ellos desconocía el castigo que les aguardaba por haber enviado a Dios a una de Sus servidoras. El proceso sería rápido, la abadesa decidiría sin demora condenarlos a la misma pena aplicada a los lobos que destripan al ganado: la horca.
—Sugiero que se la mostremos. Creo que ella sabrá entendernos —susurró Évrard a sus compañeros.
—¿Y tú qué sabes? —gruñó Urdin con un repentino tono amenazador—. ¿Y si la denuncia? ¿Y si la sacan afuera?
—¿De quién habláis, si puede saberse? —exigió la apoticaria—. ¿Es ella la persona que conoce tan bien el tarot?
—Hablamos de a la que todos protegemos y a quien esa ruin alimaña de baptisterio quería despachar. De Claire —explicó Éloi—. Clara como la aurora y el agua de los manantiales. Una chiquilla preciosa, inocente como un corderito de Jesús nuestro Señor. Claire es quien conoce el tarot. Predecía el futuro a los estúpidos curiosos de las ferias. Ellos sabían a lo que iban, a escuchar pamplinas tranquilizadoras. Eso es lo que a todo el mundo le gusta, ¿no? Pero eso no quita que en verdad sepa hacer hablar a las cartas como si ella misma las hubiese inventado. La carta de la muerte. Era la única boca arriba. Vi la muerte. La guadaña iba a venir, seguro.
—¿Y quién es exactamente Claire? —se interesó Hermione.
—La hija de nuestro antiguo amo… el que desapareció —explicó Sidonie—. Seguramente la idea de enseñar monstruos por las ferias le vino de ella. Es un trabajo fácil y deja unos cuartos. ¿Y sabe por qué, señora?
—Admito que no tengo ni idea.
—Porque los mirones, cuando nos tocan, nos pellizcan, intentan pincharnos y nos levantan los labios para vernos los dientes, se dicen que al fin y al cabo ellos no son tan feos, tontos y desgraciados como creían. Se contentan al menos con no ser como nosotros. Y eso bien vale unos dineros, ¿verdad?
La retahíla que acaba de soltar la enana estaba cargada de furia. Hermione entendió que la ira era el único recurso que la joven había encontrado para contener las lágrimas. Una inmensa tristeza la empujaba a abrazar a Sidonie. Hermione se parecía a ellos: un fenómeno de la naturaleza, inocente de una anomalía que sin embargo padecería toda la vida. Por vez primera, puso en tela de juicio a Dios y Su voluntad.
—¿Y qué le ocurre a Claire? —preguntó dominando la emoción que hacía temblar su voz.
Évrard miró con ojos interrogantes a Urdin; este último asintió con la cabeza.
—Lo ignoramos —reconoció Évrard— No hemos visto a nadie como ella en el centenar de ferias donde nos han exhibido. No soporta la más tenue luz del día. Si se la expone a la claridad, una espesa película blanquecina le cubre los ojos, la piel se le enrojece como si estuviera en carne viva y se le cubre de ampollas.
La apoticaria reflexionó unos segundos y declaró:
—He leído la descripción de esa enfermedad. Es sumamente rara. Al parecer, puede afectar a todos los hijos de una misma familia. Me gustaría verla y hablar con ella a fin de decidir en conciencia cómo proceder con lo que he averiguado —anunció, contemplando la suave pelusa manchada de sangre que descansaba en la palma de su mano.
—Se encuentra en una habitación, bajo tierra —explicó Éloi.
—¿Los famosos subterráneos cuyo acceso nos está vedado desde hace lustros?
—Pues sí, hermana. Los descubrí yo —informó Éloi, mostrándose orgulloso de su astucia.
—Llevadme hasta allí. —Esbozando de nuevo una expresión risueña, añadió—: Qué mejor lugar para liquidarme que unos subterráneos donde nadie me hallaría jamás y donde las ratas me devorarían hasta dejar solo mis huesos.
Évrard la observó fijamente e, imprimiendo gran dulzura a su voz, dijo:
—Decididamente, señora, cualquiera diría al escucharos que el deseo de la muerte os acucia.
Hermione de Gonvray, a su vez, lo miró con intensidad.
—¿Quién sabe, hermano en Jesucristo? ¿Quién sabe? ¡Hay tantas almas llenas de amor y consuelo esperándome al otro lado!
Cogió un gubilete de barro cocido y se deshizo en lágrimas. Apoyada contra la chimenea, se dejó caer sentándose en el suelo, asiendo el recipiente entre las manos.
Hay encuentros de los que solo los necios pueden salir indemnes. Hay encuentros que os abren las puertas del universo, ese que nos habíamos empeñado en ignorar por miedo, pereza o incapacidad para comprenderlo. Conocer a Claire había sido uno de esos encuentros. Desde que saliera del subterráneo y pasara por el portalón de los Hornos para regresar a la abadía, Hermione de Gonvray rememoraba aquellos minutos que apenas lograba calificar; unos segundos de luz tan cegadora que dañaba la vista. En ningún momento Hermione sintió miedo de los contrahechos, que se habían alineado tras de ella esperando su reacción. En ningún momento temió por su vida. Es más, casi lamentó que Dios no escogiera aquel instante para llamarla a Su seno. De ese modo, se quedaría en Clairets para siempre. De ese modo, su ultrajante mentira cesaría. Estaba convencida de que Plaisance honraría su memoria, de que se las compondría para que todas siguieran ignorando su verdadero sexo. De ese modo, descansaría al fin entre sus hermanas.
¿Quién era exactamente aquella chiquilla?
Cuando, pisando la bella alfombra raída y maculada por la sangre de Agnès Ferrand, Hermione se acercó a la cama donde se sentaba Claire, la niña volvió su mirada casi ciega hacia la apoticaria y la saludó jubilosa:
—Bienvenido, señor. Me complace muchísimo tener visita. Si mis valerosos defensores os han conducido hasta mí, es que sois amigo.
—Es una dama de la abadía, ángel mío —rectificó Urdin—. Una dama buena de verdad.
Claire, con una sonrisa de sorpresa en los labios, esguardó a Hermione.
—¡Ah! Perdonadme, señora, apenas veo nada. Mi visión ha mejorado desde que mis valerosos compañeros me trajeron aquí, pero aun así solo distingo de vos una forma, bastante vaga. En cualquier caso, ¿qué importan las formas? ¿Lo que cuenta no es acaso lo que estas albergan en su interior y que pocos perciben? Así, hermana, este patético grupo de fenómenos de la naturaleza que veis aquí reúne la colección de almas más hermosas que jamás podáis encontrar.
Thibaud de Gonvray resistió el impulso de arrodillarse ante la cama, de besarle las manos y darle las gracias. Claire prosiguió:
—¿Deseáis que os cuente nuestra historia? Sin embargo, os prevengo como amiga: el relato no es agradable.
Dos golpes asestados contra la puerta del
herbarium
sobresaltaron a Hermione de Gonvray, que se enjugó los ojos y se levantó. Sin esperar ningún permiso, como de costumbre, la hermana Baskerville entró, anunciando con jovialidad:
—El tiempo mejora. Apuesto a que el deshielo no tardará en llegar, puede que incluso lo haga con las primeras luces del alba. —Calló, miró de hito en hito a su hermana y afirmó, inclinando la cabeza—: Habéis llorado. ¡Y mucho! ¿Por qué?