Magdalena pasó a la carrera con su pelo revuelto y las ropas desgarradas. Una lluvia de piedras la perseguía: querían lapidarla. ¿Lapidarla? ¿En presencia de Cristo? ¡Es una prostituta! Magdalena huía hacia un pantano de color amarillo donde confluía la pestilente escoria dorada de la vieja sociedad. Sobre su burbujeante superficie flotaban una cruz y una bota. El Faraón le exigió a José que explicara, aunque no le gustaba su explicación. Y los proyectiles rebotaban en la espalda de Magdalena. Quise socorrerla y oír lo que decía. "¡Han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto! ¡Han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto!" Buenaventura corría para ayudar a Magdalena y tras él corría Torres. ¡Olga también! Se alejaban hacia el pantano, como insectos que se pierden de la vista.
Yo quería ver a Cristo porque mi pecho estallaba de angustia. No me interesaba su corte celestial ni terrena. Me afirmé con las dos manos en una baranda y entré al palco. Caí de pie sobre la blanda alfombra. Junto al micrófono estaba Caifás, con cuello de armiño y hábitos blancos. Sostenía una Biblia con tapas de marfil y leía el Evangelio, leía la palabra de Cristo, mientras Cristo... ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡¡Es Él!!
—
yacía atado con sogas a la enorme cruz de oro que presidía la manifestación triunfal, y lloraba inconsolablemente.