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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción, Relato

La cruz y el dragón (2 page)

BOOK: La cruz y el dragón
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Judas no era un hombre paciente, e hizo sangrar mucho más a Jesús antes de terminar con El. Y cuando Jesús se negó a responder a sus preguntas, Judas, con desprecio, lo hizo arrojar nuevamente a las calles. Pero primero Judas ordenó a sus guardias que cercenaran las piernas de Cristo. —Curandero —dijo—. Cúrate a ti mismo.

Entonces le llegó el Arrepentimiento, las visiones en la noche; y Judas Iscariote renunció a su corona, a las artes mágicas y a sus riquezas para seguir al hombre al que había lisiado. Despreciado y escarnecido por aquellos que alguna vez tiranizó, Judas se transformó en las Piernas del Señor, y durante un año cargó a Jesús en su espalda llevándolo por todos los rincones del reino que una vez había gobernado.

Cuando Jesús al fin se curó a sí mismo, Judas caminó a su lado y desde ese momento se transformó en el fiel amigo y consejero de Jesús, el primero y principal de los Doce.

Finalmente, Jesús le dio a Judas el don de las lenguas, llamó y santificó a los dragones que Judas había expulsado, y envió a su discípulo en una misión solitaria a través del océano «para llevar Mi Palabra adonde Yo no puedo llegar».

Llegó un día en que el sol se oscureció a mediodía y el suelo tembló, y Judas hizo girar a los dragones sobre las poderosas alas y voló de regreso por encima de los mares furiosos. Pero cuando llegó a la ciudad de Jerusalén, halló a Cristo muerto en la cruz.

En ese momento su fe tambaleó y durante los tres días siguientes la Gran Ira de Judas fue como una tempestad a través del mundo antiguo. Sus dragones arrasaron el Templo de Jerusalén y expulsaron a la gente de la ciudad y también atacaron los grandes centros de poder en Roma y Babilonia. Cuando halló a los Once restantes y los interrogó y supo cómo el llamado Simón-Pedro habla traicionado tres veces al Señor, lo estranguló con sus propias manos y alimentó con su cuerpo a los dragones. Y después envió a esos dragones para que iniciaran incendios en todo el mundo, a modo de piras funerarias para Jesús de Nazareth.

Y Jesús resucitó al tercer día, y Judas lloró, pero sus lágrimas no lograron conmover la ira de Cristo, porque en su furia asesina había traicionado todas las enseñanzas del Señor.

Así que Jesús hizo regresar a los dragones y apagó los fuegos en todas partes. De sus vientres hizo salir a Pedro y le devolvió la vida y le dio dominio sobre toda la Santa Iglesia.

Después los dragones murieron, todos los dragones en todos los rincones del mundo, porque eran la viva enseña del poder y la sabiduría de Judas Iscariote, que había pecado tanto. Y El le quitó el don de las lenguas y el poder de curar, e incluso la vista, porque Judas había actuado como un hombre ciego (había una hermosa pintura de Judas ciego llorando amargamente sobre los cuerpos de los dragones). Y El le dijo a Judas que por milenios sería recordado sólo como el Traidor, y las gentes maldecirían su nombre y todo lo que había hecho sería borrado y olvidado. Pero entonces Cristo, porque Judas lo había amado tanto, le otorgó un don: la vida eterna, para que pudiera viajar, meditar sobre sus pecados, al fin ser perdonado y recién entonces, dejar de existir.

Y ese fue el comienzo del último capítulo en la vida de Judas Iscariote, un capítulo muy largo. El que una vez fuera Rey-Dragón y amigo de Cristo, ahora era tan sólo un viajero ciego, exiliado y sin amigos, vagando por los fríos caminos de la Tierra, viviendo incluso cuando las ciudades y las gentes y las cosas que había conocido ya habían muerto. Y Pedro, el primer Papa y su eterno enemigo, difundió a lo largo y ancho del mundo la historia de cómo Judas había vendido a Cristo por treinta monedas de plata, desprestigiándolo de tal manera, que Judas no se atrevió a volver a usar su verdadero nombre. Por un tiempo se llamó a sí mismo el Judío Errante, y después de muchos otros modos más.

Vivió más de mil años, llegó a ser un sacerdote y un curandero y un amigo de los animales, y fue cazado y perseguido cuando la Iglesia fundada por Pedro se volvió abotagada y corrupta. Pero había vivido muchísimo tiempo y por fin alcanzó la sabiduría y un gran sentimiento de paz. Finalmente Jesús vino a él mientras yacía en su largamente postergado lecho de muerte; y se reconciliaron y Judas lloró una vez más. Y antes de que muriera, Cristo le prometió que El permitiría a unos pocos recordar quién y qué había sido Judas; y que con el paso de los siglos, las nuevas se difundirían hasta que finalmente la Mentira de Pedro fuese destruida y olvidada.

Tal era la vida de San Judas Iscariote, narrada en
El Camino de la Cruz y el Dragón
.

Allí figuraban también sus enseñanzas y los libros apócrifos que supuestamente había escrito.

Cuando cerré el volumen, se lo presté a Arla-k-Bau, capitana de
La Verdad de Cristo
.

Aria era una mujer delgada, pragmática, que no profesaba ninguna fe en particular, aunque yo valoraba sus opiniones. Los otros miembros de la tripulación, los buenos hermanos y hermanas de San Cristóbal, sólo harían eco al horror religioso del arzobispo.

—Interesante —dijo Aria cuando me devolvió el libro.

Me reí entre dientes.

—¿Eso es todo?

Se encogió de hombros.

—En conjunto resulta una historia agradable. Más fácil de leer que tu Biblia, Damián, y también más dramática.

—Es verdad —admití—. Pero es absurda. Una maraña increíble de doctrina, escritos apócrifos, mitología, y superstición. Entretenida, si, sin lugar a dudas. Imaginativa, incluso atrevida. Pero ridícula, ¿no te parece? ¿Cómo podemos creer en dragones? ¿En Cristo sin piernas? ¿En Pedro recompuesto de sus pedazos después de haber sido devorado por cuatro monstruos?

La sonrisa de Aria era burlona.

—¿Acaso es más tonto que creer en el agua transformándose en vino, o Cristo caminando sobre las aguas, o un hombre viviendo en el estómago de una ballena?

—Aria se divertía desafiándome. Fue un escándalo cuando seleccioné a un no creyente como capitán, pero era muy buena en su trabajo y me gustaba tenerla a mi alrededor para que me mantuviera con todos los sentidos alertas. Aria poseía una mente magnífica, y yo valoraba la inteligencia mucho más que la obediencia ciega. Tal vez, en mí, eso representaba un pecado.

—Hay una diferencia —dije.

—¿La hay? —respondió, cortante. Sabía ver detrás de mis máscaras—. Oh, Damián, admítelo. El libro te agradó.

Me aclaré la garganta.

—Despertó mi interés —tuve que aceptar. Tenía que justificarme ante mi mismo—. Sabes bien la clase de material con el que lidio normalmente. Leves y aburridas desviaciones doctrinales, oscuras sutilezas teológicas llevadas más allá de toda proporción, obvias maniobras políticas emprendidas para establecer a un ambicioso obispo planetario como nuevo Santo Padre, o para obtener alguna que otra concesión de Nueva Roma o de Vess. La guerra es interminable, pero las batallas son sucias y aburridas. Me agotan, tanto espiritual, como emocional y psíquicamente. Después me siento exhausto y culpable. —Di un golpecito sobre la cubierta de cuero del libro—. Esto es diferente. La herejía debe ser aplastada, por supuesto, pero admito que ansío enfrentarme con este Lukyan Judasson.

—Los trabajos artísticos también son adorables —dijo Aria, hojeando las páginas de
El Camino de la Cruz y el Dragón
y deteniéndose para estudiar una reproducción especialmente llamativa. Creo que era la de Judas llorando sobre sus dragones. Me hizo sonreír el pensar que la había impactado tanto como a mí. Pero entonces fruncí el ceño: ese fue el primer indicio de las dificultades que me acechaban.

Y así fue cómo
La verdad de Cristo
llegó a la ciudad de porcelana de Ammadon, en el planeta Arion, donde había sentado sus cuarteles la Orden de San Judas Iscariote.

Arion era un mundo agradable y gentil, habitado desde hacía tres siglos. Tenía una población de menos de nueve millones; Ammadon, la única verdadera ciudad, era el hogar de dos de esos millones. El nivel tecnológico era bastante alto, basado principalmente en las importaciones. Arion poseía muy pocas industrias y no era un mundo afecto a las innovaciones, excepto tal vez por sus actividades artísticas. Las artes eran muy importantes, florecientes y vitales. La libertad de cultos era un precepto básico de la comunidad, pero Arion no era exactamente un planeta religioso, y la mayoría de los habitantes vivían plácidas vidas seglares. La religión más popular era el Esteticismo, que no es precisamente una religión. Había también Taoístas, Enkanistas, Antiguos Cristianos Verdaderos, e Hijos del Soñador así como una docena o más de sectas menores.

Y finalmente había nueve iglesias de la Única Verdadera Fe Católica Interestelar.

Había habido doce.

Las tres que faltaban eran ahora casas dedicadas a la Fe que estaba creciendo con mayor rapidez en Arion, la Qrden de San Judas Iscariote, que también había erigido una docena de nuevas iglesias propias.

El obispo de Arion era un hombre oscuro y severo, de cortos cabellos negros, que no demostraba sentirse muy feliz de verme. —¡Damián Har Veris! —Exclamó asombrado cuando aparecí en su residencia—. Hemos oído hablar de usted, por supuesto, pero jamás se me ocurrió que lo conocería o lo tendría como huésped. Contamos con muy pocos fieles en este planeta…

—Y cada vez son menos —dije—. Un asunto que preocupa al Señor Comandante, el Arzobispo Torgathon. Aparentemente, usted no está tan preocupado, Excelencia, ya que no consideró adecuado informar sobre las actividades de esta secta de adoradores de Judas.

Se sintió ofendido ante mi reprimenda, pero se tragó la ira con rapidez: hasta un obispo tiene motivos para temer a un Caballero Inquisidor.

—Estamos preocupados, por supuesto —dijo—. Hacemos lo que podemos para combatir la herejía. Si usted puede brindarnos consejos que nos ayuden, los escucharé agradecido.

—Soy un Inquisidor de la Orden Militante de los Caballeros de Jesucristo —le respondí bruscamente—. No doy consejos, Excelencia. Yo actúo. Por eso fui enviado a Arion, y eso es lo que haré. Ahora, dígame todo lo que sabe sobre esta herejía y su Primer Académico, el tal Lukyan Judasson.

—Por supuesto, Padre Damián —comenzó el obispo.

Indicó a un sirviente que trajera una bandeja con vino y queso, y comenzó a resumir la corta pero explosiva historia del culto a Judas. Lo escuché mientras me lustraba las uñas en la solapa carmesí del chaleco hasta que la pintura negra relumbró con luz propia, interrumpiendo de tanto en tanto al obispo con alguna pregunta. Antes de que hubiera llegado a la mitad de su exposición, ya me había decidido a visitar personalmente a Lukyan. Me pareció el curso de acción más apropiado.

Y es lo que había deseado hacer desde un principio.

Las apariencias eran importantes en Arion, me dijeron, de modo que considere necesario impresionar a Lukyen con mi presencia y mi jerarquía. Calcé mis mejores botas, elegantes botas hechas a mano de oscuro cuero Romano que nunca habían visto el interior de la cámara de recepción de Torgathon, y llevé un severo traje negro con solapas borgoña y collar almidonado. De mi cuello pendí un espléndido crucifijo de oro puro; el alfiler de corbata era una espada también de oro, la enseña de los Caballeros Inquisidores. El Hermano Dennis me pintó las uñas con todo cuidado, de un negro semejantes al ébano, me oscureció los ojos y me cubrió el rostro con un fino polvo blanco. Cuando miré hacia el espejo, me asusté de mí mismo. Sonreí, pero brevemente: arruinaba el efecto.

Fui caminando hasta la Casa de San Judas Iscariote. Las calles de Ammadon, amplias, espaciosas, doradas, estaban flanqueadas por árboles escarlata llamados Susurros-Al-Viento, ya que las largas frondas colgantes parecían en efecto susurrar secretos a la gentil brisa. La hermana Judith me acompañaba. Es una mujer pequeña, de aspecto frágil incluso, vestida con las túnicas y capuchas de la Orden de San Cristóbal. Con su cara mansa y buena, los ojos grandes, jóvenes e inocentes, me es de gran ayuda. Ya ha matado cuatro veces a aquellos que intentaron asaltarme.

La Casa propiamente dicha era de construcción reciente. Amplia y majestuosa, se erguía entre jardines de pequeñas flores brillantes y mares de césped dorado, y los jardines estaban rodeados por una elevada muralla. Tanto la pared que rodeaba la propiedad como el exterior del edificio mismo estaban cubiertos con murales. Reconocí unos pocos por haberlos visto en
El Camino de la Cruz y el Dragón
, y me detuve a admirarlos antes de cruzar la entrada principal. Nadie trató de detenernos. No había guardias, ni siquiera una recepcionista. Dentro de las murallas, hombres y mujeres paseaban lánguidamente en medio de las flores, o se sentaban en bancos bajo los árboles llamados Corteza-de-Plata o los Susurros-Al-Viento.

La hermana Judith y yo nos detuvimos un instante, para luego dirigirnos directamente hacia la casa propiamente dicha.

Apenas habíamos empezado a subir los escalones cuando un hombre apareció desde el interior; se quedó esperándonos en el umbral. Era gordo y rubio, con una inmensa barba hirsuta enmarcando una lenta sonrisa. Vestía una túnica liviana que le llegaba a los pies enfundados en sandalias. La túnica estaba bordada con las figuras de un dragón que transportaba la silueta de un hombre con una cruz en la mano.

Cuando llegué al tope de las escaleras, el hombre se inclinó ante mí.

—Padre Damián Har Veris de los Caballeros Inquisidores —dijo. La sonrisa se amplió—. Lo saludo en nombre de Jesús y San Judas. Yo soy Lukyan. Tomé nota mentalmente de averiguar quién entre los empleados del obispo estaba pasando información al culto de Judas, pero mi compostura no se alteró. He sido un Caballero Inquisidor por mucho, mucho tiempo.

—Padre Lukyan Mo —dije, estrechándole la mano—. Tengo algunas preguntas que hacerle. —No sonreí. El sí lo hizo.

—Pensé que vendría para hacerlas —me contestó.

La oficina de Lukyan era amplia, pero espartana. Los herejes a menudo poseen una simplicidad que los dignatarios de la verdadera Iglesia parecen haber perdido. Sin embargo cabía una indulgencia.

Dominando la pared detrás de su escritorio/consola, campeaba el cuadro del que yo me había enamorado, el Judas ciego llorando sobre los dragones.

Lukyan tomó asiento con pesadez y me indicó una segunda silla. Habíamos dejado a la hermana Judith afuera, en la cámara de espera.

—Prefiero quedarme de pie, Padre Lukyan —dije, sabiendo que eso me proporcionaba una indiscutible ventaja.

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