Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Selim frunció el ceño, su dedo tocó las fichas con delicadeza y luego volvió a colocarlas bien en el collar.
—Le ciega la avaricia, y la falsa esperanza de una vida fácil.
Se volvió a mirar al desierto. Entrecerró los ojos a causa del sol de la mañana y vio cuatro figuras que emergían de las cuevas más bajas. Salieron a las arenas ataviados con túnicas y capas de camuflaje y con los rostros cubiertos para evitar la pérdida de humedad.
El más pequeño era Biondi. Se estaba preparando para su prueba.
Marha miró con expresión inquisitiva a Selim, luego a Jafar.
—Selim Montagusanos recibe mensajes de Shai-Hulud —le explicó Jafar—. Dios nos ha encomendado la misión de detener el saqueo del desierto, poner fin al cultivo de especia, un comercio que amenaza con llevar a la historia por un camino desastroso. Es una tarea demasiado enorme para nuestro pequeño grupo. Al colaborar en el cultivo de la especia, tú misma has ayudado a nuestros enemigos.
La joven mujer meneó la cabeza con gesto desafiante.
—Al abandonarlo he contribuido a vuestra causa.
Selim se volvió de nuevo hacia ella y su mirada pasaron de la cicatriz en forma de media luna a los ojos intensos. En ellos vio determinación, aunque no podía estar seguro de sus verdaderos motivos.
—¿Por qué has venido aquí, donde sabes que te espera una vida muy dura, en lugar de irte a Arrakis City y enrolarte en la nave de algún mercader?
La joven pareció sorprendida por la pregunta.
—¿Tú qué crees?
—Porque confías en los extraplanetarios tan poco como en vuestro líder.
Ella alzó el mentón.
—Quiero montar gusanos. Solo tú puedes enseñarme.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
El entusiasmo de la joven era mayor que su inseguridad.
—Pensé que, si lograba encontrarte, si conseguía localizar por mí misma vuestro escondite, me aceptaríais.
Selim arqueó las cejas.
—Eso es solo el primer paso.
—El paso más fácil —añadió Jafar.
—Cada cosa a su tiempo, Marha. Por el momento lo has hecho muy bien. No hay muchos que consigan llegar hasta la Aguja antes de que los capturemos. A algunos los mandamos de vuelta con provisiones suficientes para el viaje de regreso a casa. Otros están tan desesperadamente perdidos que vagan hasta morir sin sospechar siquiera que les hemos estado observando.
—¿Los dejáis morir?
Jafar se encogió de hombros.
—El desierto es así. Si no son capaces de sobrevivir, no nos sirven.
—Yo no soy inservible. Soy muy buena con el cuchillo… maté a un adversario y herí a otro en dos duelos. —Se tocó la ceja—. Un hombre me hizo esto en el puerto espacial. Trató de violarme. Y a cambio yo le rajé la barriga.
Selim sacó su daga cristalina de un color blanco lechoso y la sostuvo en alto para que la joven pudiera verla.
—Todo montagusanos lleva una daga como esta, hecha con el diente sagrado de Shai-Hulud.
Marha la observó maravillada, con los ojos brillantes.
—¡Ah, lo que podría hacer con un arma como esa!
Jafar rió.
—Muchos querrían tener una como esta, pero debes ganártela.
—Decidme qué debo hacer.
Al oír un redoble de tambor procedente del extenso desierto, Selim se volvió hacia la ventana.
—Jovencita, antes de que tomes una decisión tan impetuosa observa y verás qué te espera.
—Me llamo Marha. Y ya no soy una jovencita.
Para los jóvenes de las aldeas de Arrakis, Selim era un personaje admirado, un héroe temerario. Muchos trataban de imitarle y convertirse en montagusanos, aunque él trataba de disuadirlos y les advertía de los peligros de la vida del renegado. Él había recibido una visión de Budalá, así que no tenía elección. Pero ellos sí.
A pesar de sus consejos, los candidatos, con su mirada soñadora, rara vez le escuchaban. Salían allá fuera con sus grandes sueños y un exceso de confianza, y normalmente aquello era su ruina. Pero los que sobrevivían aprendían la lección más importante de su vida.
El sonido del tambor resonaba entre las dunas. Casi todos los observadores habían abandonado la arena y habían regresado al abrigo de las rocas. Un hombre, Biondi, estaba sentado en lo alto de una duna, el lugar que había elegido para su prueba. Con él llevaba todo lo que necesitaba: uno de los nuevos destiltrajes que Selim y los suyos habían creado para protegerse y poder sobrevivir cuando tenían que salir al desierto; palos y ganchos, y una cuerda sujeta entre las rodillas. Tocaba un tambor solitario, emitiendo una llamada fuerte e insistente.
Marha se adelantó para situarse junto a Selim, como si no acabara de creerse que estaba junto al hombre que había dado origen a tantas y tantas leyendas.
—¿Vendrá un gusano? ¿Lo montará?
—Ahora veremos si lo consigue —dijo Selim—. Pero Shai-Hulud vendrá. Siempre viene.
Selim fue el primero que vio acercarse al gusano, y se lo señaló a la joven. Después de más de un cuarto de siglo, había perdido la cuenta de las veces que había llamado a un gusano de arena y había trepado por sus anillos para guiar a la criatura a donde él quería.
Biondi solo había montado en dos ocasiones, pero lo hizo acompañado por un maestro jinete, que fue quien realizó todo el trabajo. La actuación del joven había sido correcta, pero aún tenía mucho que aprender. Otro mes de entrenamiento le hubiera ayudado enormemente.
Selim esperaba no perder a otro seguidor, pero fuera como fuese, el destino de Biondi estaba en sus propias manos.
El novicio estuvo tocando el tambor más tiempo del necesario. No vio que el gusano se acercaba hasta que miró hacia el este y notó la ondulación de la arena. Entonces cogió su equipo y se puso en pie con dificultad; al hacerlo golpeó accidentalmente el tambor, que cayó rodando por la duna.
Al pie de aquella formación arenosa, el tambor golpeó una roca y emitió un nuevo sonido reverberante. El gusano se desvió ligeramente, y Biondi cambió su posición tambaleándose en el último momento. El gusano emergió repentinamente, provocando una lluvia de arena que allanó las dunas.
Selim se quedó maravillado ante aquella imagen tan majestuosa.
—Shai-Hulud —susurró con reverencia.
Biondi, una figura insignificante en comparación con aquel monstruo, sujetó los ganchos y el palo con los músculos en tensión.
Instintivamente, Marha retrocedió, pero Selim la sujetó por el hombro y la obligó a seguir mirando.
En el último momento, Biondi perdió los nervios. En lugar de mantenerse firme, sujetando el palo extensor y el gancho, se dio la vuelta para huir. Pero ningún hombre podía huir de Shai-Hulud. El gusano cogió a su víctima junto con un bocado de arena y polvo. Selim ya casi no veía la diminuta figura del joven, que desapareció por la interminable garganta.
Marha miraba, traspuesta. Jafar meneó la cabeza y bajó el mentón, apenado y decepcionado.
Selim asintió como un sabio mucho mayor de lo que en realidad era.
—Shai-Hulud considera que el candidato no estaba preparado. —Se volvió hacia Marha—. Ahora has visto el peligro. ¿No prefieres volver a tu aldea y suplicar perdón al naib Dhartha?
—Al contrario, creo que ahora ya tienes sitio para un nuevo seguidor. —Miró con gesto fiero hacia las arenas—. Y sigo queriendo montar a los gusanos.
Aguante. Fe. Paciencia. Esperanza.
Estas son las palabras clave de nuestra existencia.
Oración zensuní
En Poritrin, aquel extravagante y absurdo proyecto de construcción exigía una cantidad extraordinaria de trabajo y de mano de obra. Y por tanto de esclavos.
Ishmael estaba rodeado de chispas y humo, en medio de la atmósfera caliente de los astilleros y el estrépito de las fundiciones adyacentes. Empapado en sudor, manchado de hollín y polvo grasiento, Ishmael realizaba su trabajo junto a los otros cautivos, siguiendo las instrucciones y procurando no llamar la atención. Era la forma que los zensuníes tenían de sobrevivir, llevar una vida relativamente cómoda dentro de las limitaciones que les imponían sus captores de Poritrin.
Por la noche, cuando volvían a los alojamientos para los budislámicos, Ishmael dirigía a los suyos en la oración y los animaba a tener fe. Era el zensuní más cultivado del grupo, y había memorizado más sutras y parábolas que los demás. Así pues, acudían a él en busca de orientación, sin embargo, hasta él mismo se sentía perdido.
En su corazón, Ishmael sabía que aquel cautiverio terminaría algún día, aunque ya no estaba tan seguro de que él pudiera verlo. Ya tenía treinta y cuatro años. ¿Cuánto tiempo podía conservar la esperanza de que Dios liberara a su gente?
Después de todo tal vez Aliid tenía razón…
Ishmael cerró los ojos y musitó una rápida oración antes de seguir con su trabajo. Oía el sonido del metal y el siseo de las soldadoras láser.
Al sur de la ciudad de Starda, el delta del río Isana se ensanchaba, dejando numerosas islas llanas separadas por profundos canales de navegación. Las barcazas traían materias primas desde las minas del norte hasta los centros de producción.
En los últimos seis meses, siguiendo el consejo del primero Vorian Atreides del ejército de la Yihad, el savant Tio Holtzman había reunido una enorme fuerza de trabajo, obligando a desplazarse a grupos de esclavos de todo el continente, con la bendición de lord Niko Bludd. Aquel proyecto a gran escala exigía, la participación de todos los obreros de Poritrin; más de mil trabajadores habían sido trasladados a las islas industriales. Fábricas pestilentes y ruidosas transformaban las materias primas en los componentes de inmensas naves espaciales, planchas para los cascos y cubiertas para los motores, para después trasladarlo todo a órbita y montarlo en el espacio.
Nadie se había molestado en explicar el plan a las cuadrillas de esclavos. Como si fueran hormigas obreras, cada hombre y mujer tenía su tarea, y había supervisores que controlaban aquel frenesí de actividad desde arriba.
Para Ishmael aquello no era más que otro trabajo sucio y difícil. En los últimos cinco años, había trabajado en campos de caña, en minas y en las fábricas de Starda y sus alrededores. Entre los apasionados zenshií, y también entre los menos radicales zensuníes, había un gran descontento porque cada vez les obligaban a trabajar más para responder a las exigencias de la guerra galáctica de Serena Butler.
Cuando Ishmael no era más que un crío, unos invasores atacaron su pacífica aldea en Harmonthep. Secuestraron a colonos zensuníes sanos y los obligaron a trabajar en los planetas de la Liga donde se permitía la esclavitud. Después de más de veinte años, Poritrin era el mundo de Ishmael, su hogar y su cárcel. Había hecho lo mejor que había podido con su vida.
Ishmael no había causado problemas, así que al llegar a la madurez física se le permitió tomar esposa. Al fin y al cabo, los negreros de Poritrin querían que su ganado rindiera, y las estadísticas demostraban que los esclavos casados trabajaban más y se dejaban controlar más fácilmente. Ishmael aprendió enseguida a amar a Ozza, una mujer fuerte y curiosa que le dio dos hijas: Chamal, que ahora tenía trece años, y la pequeña Falina, que tenía once. Sus vidas no les pertenecían, pero al menos su familia se había mantenido unida a pesar de los diversos traslados y cambios de trabajo. Ishmael nunca supo si era una recompensa por sus servicios o una simple casualidad.
En aquellos momentos, las chispas anaranjadas y el resplandor de las aleaciones candentes convertían aquel lugar en una encarnación del Sheol, tal como se describía en los sutras budislámicos. El humo sulfuroso y el regusto del polvillo metálico y los metales quemados obligaban a los esclavos a cubrirse el rostro con unos trapos ennegrecidos para poder respirar.
A su lado, Ishmael veía el semblante sudado y siempre furioso de su amigo de la infancia, Aliid, a quien no había vuelto a encontrar hasta hacía muy poco en los astilleros. El odio contenido de su compañero le hacía sentirse amenazado e incómodo, pero la amistad era una de las pocas cosas a las que podían aferrarse en aquel lugar.
Ya de pequeño, Aliid siempre fue muy problemático, dispuesto siempre a romper las normas, dado al vandalismo y a pequeños actos de sabotaje. Y él, que era su amigo, con frecuencia había tenido que soportar los castigos y los traslados con él. Antes de que llegaran a la adolescencia los separaron, y no habían vuelto a verse desde hacía casi dieciocho años.
Pero el nuevo y ambicioso proyecto de construcción de Tio Holtzman había reunido a muchos esclavos en las fábricas y las fundiciones. Ishmael y Aliid se habían reencontrado.
En aquellos momentos, entre el repiqueteo de los martillos y el latido percusivo de las soldadoras, Ishmael desplazaba la maquinaria sobre las junturas de las placas de los cascos. Con los años, sus músculos se habían desarrollado considerablemente, al igual que los de Aliid. Aunque sus ropas estaban sucias y rotas, Ishmael llevaba el pelo muy corto y se afeitaba las mejillas, la barbilla y el cuello. En cambio, Aliid se dejaba crecer su pelo oscuro y lo llevaba sujeto con una tira de cuero. Su barba era espesa y negra como la de Bel Moulay, el líder zenshií que trató de liderar una revuelta de esclavos cuando no eran más que unos críos.
Ishmael subió hasta donde estaba su amigo y le ayudó a colocar la pesada plancha de metal en su sitio. Aliid puso en marcha la soldadora antes de que ninguno de los dos pudiera comprobar si las planchas estaban correctamente alineadas. El trabajo de Aliid era bastante chapucero, y él lo sabía, pero los nobles de Poritrin y los supervisores nunca los penalizaban ni criticaban su trabajo. Una tras otra, las naves se habían ido ensamblando en el espacio, en la órbita de aquel tranquilo planeta. Ya había docenas preparadas allá arriba, como una jauría de perros de caza que esperan su oportunidad.
—¿Está dentro de los niveles de tolerancia? —preguntó Ishmael con cautela—. Si no sellamos bien las junturas del casco podríamos provocar la muerte de miles de tripulantes.
Aliid no parecía muy preocupado y continuó disparando la pistola soldadora. De un tirón se quitó el sucio trapo que le cubría la cara para que Ishmael viera su sonrisa dura.
—Ya me disculparé cuando oiga que sus espíritus gritan desde las profundidades del Sheol, que es a donde va la mala gente. Además, si no se molestan en comprobar los componentes en órbita, merecen morder el polvo.