Authors: Gonzalo Giner
Un insólito paquete llega a la exclusiva joyería Luengo de Madrid. Su sorprendente contenido resulta tener una antigüedad de más de 3.300 años. Fernando Luengo, su propietario, ayudado por su fiel y joven colaboradora Mónica, decide investigar el origen del brazalete, desenterrando una inquietante y apasionante trama que los va arrastrando por distintos escenarios históricos. Con la ayuda de dos expertos historiadores y a medida que se va desvelando la verdadera realidad del brazalete, Fernando descubre una constante que se repite en todos los acontecimientos históricos que revisa: la aparición de objetos sagrados de extraordinaria trascendencia que tanto templarios, esenios, como Inocencio IV ambicionan poseer para desarrollar o contrarrestar unos oscuros planes apocalípticos. Mientras Fernando va descubriendo los hilos que mueve la oscura secta de los esenios —que desde tiempos inmemoriales ha llegado hasta nuestros días guiada por los textos de un papiro encontrado en Qumram— se va enamorando de Mónica, su ayudante, y de Lucía, una historiadora cuya labor ha sido definitiva para desentrañar la verdad de la misteriosa trama en la que están todos ellos implicados.
Gonzalo Giner
La Cuarta Alianza
ePUB v1.1
Sirhack10.10.11
Editorial: Plaza & Janés
Año de publicación: 2005
ISBN Fisico: 9788497938907
Autor: Gonzalo Giner
Para ti, Pilar. Para Gonzalo y Rocío.
Dedicado a todas las personas con las que he compartido este libro
El solo hecho de escribir es todo un placer. Pero cuando, además, ves publicada tu primera novela, como me está ocurriendo con ésta, la satisfacción es todavía mayor. Por eso, quiero dar las gracias en estas líneas a las personas que de un modo u otro han contribuido a ello.
Me refiero en especial a mi querida editora Raquel Gisbert, a la que sólo puedo estar agradecido por su total implicación en la revisión y publicación de esta novela. También por su permanente paciencia y motivación hacia mí. Nunca sabré cómo agradecérselo. Junto a ella, quiero dar las gracias a Lola y a Olga, que fueron las primeras que apostaron por mí en Plaza y Janés.
Recuerdo con afecto a mis padres, los más fieles creyentes en mi trabajo. A mis hermanas y a toda mi familia, que se han emocionado con cada paso dado. Y a mis amigos, con los cuales compartí una gran parte del libro, que fue muchas veces discutido y la mayor parte disfrutado.
No puedo olvidarme tampoco de Juan carios, que, por entender la oportunidad que se me brindaba con este libro, ha puesto en marcha nuestro proyecto empresarial algo más solo de lo previsto.
A todos, muchas gracias.
Montségur. Año 1244
La aquietada y muda oscuridad de la noche invitaba a pasear entre las almenas de aquella fortaleza enclavada sobre la monumental roca de Montségur. La húmeda brisa que la recorría pendía ligera en el aire como recuerdo de la intensa lluvia del día anterior a ese lunes 14 de marzo.
Desde su torre principal, Pierre de Subignac contemplaba con infinita tristeza aquel majestuoso escenario que en pocas horas iba a ser testigo de un horrendo y pavoroso crimen. Él lo sabía. Había elegido el día. Era su única oportunidad de escapar de aquel largo asedio de las tropas del senescal cruzado Hugo de Arcis. Las últimas semanas había estado considerando todas las alternativas para evadirse de aquella situación, sopesando hasta la más remota posibilidad, pero había terminado por comprender que sólo podría conseguirlo pactando en secreto con los cruzados la entrega de la fortaleza a cambio de su perdón. Su traición iba a costar la vida a sus doscientas hermanas y hermanos, al lado de los cuales había resistido más de nueve meses de implacable asedio.
Aquellos cataros refugiados en Montségur, desconocedores de su felonía, resistían esperando la ayuda prometida de Raimundo VII desde su condado de Toulouse, aunque ésta no terminaba nunca de llegar.
Para Pierre, el apellido Subignac comportaba el firme e inquebrantable precepto de mantener en secreto un sagrado juramento familiar que se había sucedido de generación en generación durante los últimos dos siglos. Y aunque su atormentada conciencia apenas lograba encontrar alguna justificación a la despreciable traición que iba a cometer, se sentía indefectiblemente obligado a impedir que el antiquísimo medallón que colgaba de su cuello pudiera caer en manos ajenas y con ello traicionar su deber de sangre.
El aire fresco se repartía con generosidad y con alivio por todo su rostro, borrando las huellas de la pesada y calurosa jornada.
En el interior de la fortaleza la moral y la esperanza de aquellos últimos cátaros se iba resquebrajando como consecuencia de los más de doscientos setenta días de feroz asedio. Esa larga agonía suponía una pesada carga para aquellos hombres que se llamaban a sí mismos «los puros» y que desde hacía casi cien años profesaban el gnosticismo. Los cátaros habían llegado a ser una de las desviaciones heréticas más preocupantes para la Iglesia católica, hasta el punto de provocar una cruzada específica, la albigense, convocada y alentada por el propio papa Inocencio III. Antes de la solución armada habían fracasado otros muchos intentos por convertir aquellas almas descarriadas. Los dominicos, principales encargados de ello, habían tratado con todo su empeño de convertir a los cátaros con el uso de la palabra, aunque en vano.
Unos años antes habían llegado a Montségur, de boca de trovadores y viajeros, inquietantes noticias de las matanzas cometidas por los cruzados contra sus hermanos en la fe en Béziers, Carcassonne y otros emplazamientos del sudeste del Languedoc. Según se pudo saber, en Béziers, en el verano de 1209, habían sido ejecutados sus veinte mil habitantes al son de las campanas. Muchos de ellos en la misma catedral donde se habían refugiado. Los cruzados, henchidos de empeño y ardor en su cometido de atajar la preocupante herejía gnostica, estaban limpiando y quemando todo lo que pudiera oler a catarismo. Casas, templos, hombres y mujeres hacían hoguera común en las plazas y formaban enormes columnas de humo y ceniza a lo largo de todo el Languedoc.
Una semana antes, Pierre había cumplido cuarenta y cuatro años. Era el máximo responsable de la hermandad catara de Montségur. El conocía esos trágicos acontecimientos. También sabía que eran los últimos cátaros que resistían la cruzada en todo el Languedoc, pero cuidaba con celo de que sus hermanos no lo supieran para no acrecentar aún más el temor que ya tenían. La poca esperanza que les restaba se mantenía viva ante la renovada y anunciada ayuda del conde de Foix, señor de las tierras donde estaba la fortaleza, y también de la del conde de Toulouse.
Pierre sabía que ninguno de ellos aliviaría su desesperante situación, ya que el propio Raimundo VII, conde de Toulouse, antes protector y benefactor del catarismo, había abandonado su benevolencia hacia los puros, no por motivación religiosa sino por proteger a sus vasallos y sus enormes dominios; ahora estaba entregado a la persecución de los cátaros después de suplicar piedad al papa Inocencio III, que le había excomulgado por esta causa. Jacques de Luzac, su gran amigo de infancia, le contó que había visto a Raimundo expiando sus pecados en la puerta de Notre Dame a través de la aceptación de un acuerdo que le exigía lealtad a la Iglesia y al rey de Francia, lo que implicaba la cesión de la alta Provenza a la primera y el matrimonio de su hija, que aportaría como dote el bajo Languedoc, con un hijo del rey de Francia. Y que, como penitencia impuesta por el propio Papa, había permanecido encerrado durante seis semanas en la torre del Louvre. Raimundo, movido únicamente por el afán de conservar sus amplias posesiones en el Languedoc, y ante la real amenaza que suponía Simón de Montfort —verdadera cabeza de la cruzada albigense—, sabía el peligro que suponían la nobleza de Borgoña y la de la Isla de Francia para sus estados. Una nobleza que deseaba imponer su lengua y la influencia germánica sobre sus dominios. Sin posibilidad de movimientos, había terminado por claudicar y se había sometido a la voluntad del Papa.
Montfort, muerto en 1218 durante uno de los asedios a la ciudad de Toulouse, además de verdugo de la herejía catara había sido representante del poder del norte, que deseaba arrebatar sus fértiles tierras del Languedoc.
Pierre había evitado también que en la fortaleza se supiera el grado de terror y los desmanes que el vizconde de Montfort infligió por donde había pasado. El mismo Jacques había escuchado que en Bram sacaron los ojos a todos los defensores de la ciudad. O que en Lavaur todos los caballeros que defendían la plaza, junto con Arnaud Amaury, antiguo abad del monasterio de Pöblet, habían sido horriblemente ejecutados y la hermana de Amaury violada y apedreada en un pozo.
Mientras meditaba sobre todo esto, Ana de Ibárzurun se acercaba a él.
—Pierre, querido, es medianoche y debes descansar. ¡No puedes seguir así! Llevas cuatro noches en las que apenas has dormido y no quiero que acabes enfermando por agotamiento.
Mientras su suave voz le inundaba de paz, Pierre reconocía en aquellos ojos verdes a la mujer que durante dieciséis años le había convertido en el más feliz de los humanos.
—Querida Ana, tienes toda la razón. No tardare mucho.
—Besó su mano—. ¡Ve antes tú y espérame! Sólo quiero dar una última vuelta para examinar los puestos de vigilancia.
Ana, alzando su pesada falda, se volvió sobre sus pasos y se encaminó hacia las escaleras del ala nordeste de la fortaleza. Sin dejar de observarla, Pierre se llevó la mano hacia el rostro e inspiro los restos de la delicada fragancia que le impregnaba.
Ana había nacido cerca de Puente la Reina, en un pequeño pueblo llamado Oscoz, en el reino de Navarra. Era la mayor de tres hermanas de una familia acomodada que poseía abundantes tierras y una gran fortaleza amurallada. Allí fue donde Pierre la conoció, cuando fue a cumplir un extraño encargo encomendado por los templarios unos años antes de abrazar la fe catara.
El trabajo, espléndidamente pagado, había consistido en el diseño y la construcción de una iglesia de planta octogonal, común al peculiar estilo arquitectónico que caracterizaba muchos de sus templos.
Todos pensaban que esas construcciones poligonales, que rompían con el estilo tradicional de planta de cruz latina, eran fruto de la importación, por parte de los cruzados, de los templos que habían conocido por tierras de Bizancio.
Pero Pierre sabía muy bien qué significados ocultos escondían esas edificaciones, pues había sido iniciado de la mano de los propios templarios. Estos monjes soldados buscaban lugares con intensas fuerzas telúricas, lugares que sus habitantes y vecinos, desde tiempos inmemoriales, consideraban enclaves mágicos. Las condiciones únicas en torno a esos emplazamientos facilitaban la comunicación con el mundo del espíritu. Siendo conscientes del poder de esas corrientes de energía, los templarios plantaban el eje central de sus templos justo encima. La energía y la fuerza de la tierra quedaban así dirigidas y concentradas sobre ese punto, que servía como puente de comunicación directa entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo divino. En sus templos trataban también de incorporar parte de la tradición sufi musulmana y de la cábala judía, filosofías que habían ido asimilando durante su larga permanencia en Palestina. El uso simbólico de determinados números, como el ocho o el doce, que casi siempre presidían sus obras, era un ejemplo claro de la influencia de la cábala.