La cuarta alianza (13 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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La vuelta a Madrid fue rápida. No encontraron nada de tráfico y sin apenas darse cuenta se encontraban parados frente al portal de la casa de Mónica, despidiéndose. Ella salió del coche y se dirigió directamente hacia su casa; le saludó por última vez antes de cerrar la puerta del portal. Sólo deseaba llegar a su habitación y tirarse en la cama a llorar. Fernando, su único amor, le había hecho despertar de un sueño enfrentándola directamente a la cruda realidad; lo único que ella representaba para él era ser una eficaz empleada a la que se le premia por su buen trabajo. Se sentía destrozada.

Él puso en marcha el coche y salió en dirección a la Castellana. No entendía qué había cambiado entre la Mónica de la mañana, alegre, encantadora y cariñosa, y la que acababa de dejar, mucho más triste y seria. Había metido la pata. Seguro que ella había entendido sus verdaderas intenciones y se había asustado. Debía ser eso. Se sentía mal. Por más vueltas que le daba, aquella reacción de Mónica ante su regalo no podía entenderla de otra manera que como un amable rechazo.

—¡Qué iluso he sido! Todo un cuarentón pensando que una chica de veintitantos podría fijarse en mí.

Capítulo 5

Navarra. Año 1244

Pierre de Subignac cruzó los Pirineos por una de las vertientes menos transitadas de las montañas de Huesca. Tras varias jornadas a caballo alcanzaba por fin las estribaciones de Puente la Reina, en el reino de Navarra. Tras entregar la fortaleza de Montségur a las fuerzas papales, había decidido tomar esa dirección para desaparecer durante unos meses y refugiarse en aquel pequeño pueblo navarro.

Durante el tiempo que tardó en levantar el templo de Eunate había conseguido hacer algunos amigos dentro de la comunidad templaría, ya que, de los cuatro años que le había llevado su construcción, dos los había pasado en la propia encomienda, acogido por los monjes, como si se tratara de uno más. De aquello habían pasado más de diez años.

Sus relaciones con los templarios fueron, en todo momento, bastante cordiales, pero especialmente con su comendador, Juan de Atareche. Con él fueron mucho más estrechas y se estableció entre ellos una sólida amistad que todavía perduraba pese al transcurso de los años. Ésta se inició, al poco de llegar Pierre, tras reconocer una notable coincidencia en sus caracteres y opiniones. Esa afinidad les fue conduciendo, día a día, a desarrollar un mayor grado de confianza. Aunque Juan era mucho mayor que él, la diferencia de edad nunca había interferido demasiado en su relación. Para Juan, Pierre era en parte un discípulo y, también, el hijo que nunca había tenido. En pocos meses terminaron conociéndose muy bien, y compartían sin pudor sus sentimientos, sensaciones o preocupaciones. Así fue como Juan sirvió de testigo de la relación que se inició entre Pierre y Ana, y como conoció su conversión a la fe catara, de la mano de ella.

Sorprendentemente su abandono del catolicismo marcó un profundo giro en su relación. En principio, Pierre había temido por su reacción, como hombre templario y defensor armado de la Iglesia y de la fe, pero encontró comprensión e incluso justificación a su decisión de abrazar la nueva fe. Juan empezó a mostrarse de una forma distinta, defendiendo postulados que a él se le antojaban más parecidos al catarismo que a los propuestos por la Iglesia cristiana.

Pese a su excelente trato y lo mucho que llegó a conocerle, Pierre nunca había entendido qué hacía ese hombre, con sus peculiares creencias, presidiendo una comunidad templaría.

Lo cierto es que, durante su estancia en el monasterio, habían disfrutado de numerosos y agradables paseos, conversando de lo divino y de lo humano por la ribera del río Arga. A medida que se reforzaba su amistad, Juan le fue contagiando su pasión por el estudio y la interpretación de sabidurías tan antiguas como la egipcia o la babilónica, en las que era un experto. Le enseñó a comprender la simbología que los números tenían como verdaderos motores del universo, según la filosofía cabalística de los antiguos pueblos semitas. Le hablaba sobre antiguas sectas judías, como los esenios, que habían encontrado la luz de Dios y, a través de ella, la relación directa con El mediante la vida eremítica, la meditación y la ascesis. Ellos eran, según su interpretación, los que habían alimentado los principios básicos de la fe catara.

Como maestro constructor que era, también le inició en los conocimientos necesarios para descifrar correctamente los precisos mensajes que los templarios deseaban transmitir al mundo a través de sus edificios. Mensajes ocultos a la vista de los no iniciados, pero que si se sabían leer adecuadamente expresaban un profundo contenido. Su lenguaje en clave estaba redactado dentro de las dimensiones numéricas que daban a sus estructuras, o en las premeditadas orientaciones de sus templos y, sobre todo, a través de la interpretación de la decoración de sus dobelas, canecillos y capiteles.

La larga vida de Juan —había cumplido ya los noventa años— empezaba a pesarle ya demasiado sobre sus espaldas, y no sólo por el desgaste natural del paso del tiempo, que también, sino por la factura que se habían cobrado en él la suma de tantas aventuras y desventuras acontecidas en los más variopintos lugares del mundo.

Cincuenta años atrás Juan había marchado a Tierra Santa, poco antes de que ésta fuera definitivamente arrebatada a la cristiandad por las tropas egipcias, dirigidas por Saladino, en 1188. Fue como caballero, respondiendo con generosidad a las llamadas del Papa en ayuda y defensa de los santos territorios, para proteger a los peregrinos frente a la continua amenaza de las huestes musulmanas. Pero Juan también sentía desde hacía tiempo una llamada especial de Dios. Y en Jerusalén conoció el Temple. La regla que profesaban aquellos monjes soldados cubría perfectamente su doble aspiración, como caballero y como hombre de Dios. Emocionado, solicitó ser admitido en la orden. Aceptado por los templarios, permaneció con ellos en Jerusalén durante bastantes años, antes de regresar a su Navarra natal.

Aprendió en el sanctasanctórum de los templarios las rígidas ordenanzas inspiradas por san Bernardo de Claraval, el abad que dirigió los inicios de la propia orden y defendió ante el mismo Papa su constitución. Pero como sus inquietudes por ampliar conocimientos no terminaban allí, acabó abocándose al estudio de otras sabidurías orientales, como la cábala, o a ahondar en el ascetismo de los sufíes.

Juan le había enseñado a Pierre a diseñar y a levantar las construcciones por encima de sus fines estéticos o devotos. Aprendió a transformarlas en instrumentos de transmisión de sabiduría para las generaciones futuras. Le explicó que el número cinco, para la cábala, simbolizaba la fuerza, la luz que da la vida, representada en la estrella de cinco puntas. Le animó a dar sentido al número nueve para sus siguientes diseños; el que se correspondía con la sabiduría, también con la serpiente. El número del iniciado y síntesis del bien y del mal.

Mientras se acercaba a la encomienda, iba recordando sus palabras: «Piensa, Pierre, que los hombres morimos. Que nuestros pensamientos e ideas perduran poco tiempo. Pero las piedras permanecen por siempre y es, en ellas, donde debemos expresar y comunicar la verdad, para que los que aprendan a interpretarlas sepan encontrar los caminos correctos».

Pierre se sentía agotado por aquel largo viaje, aunque estaba muy ilusionado con volver a ver a su amigo Juan. Cuando abandonó Montségur hacía años que no sabía nada de Juan.

Desde la colina donde se encontraba se divisaba todo el pueblo. A la entrada del mismo, a su izquierda, localizó el muro y la gran puerta de madera que separaban el monasterio templario, sede de la encomienda, del resto de los edificios. Respiró aliviado al ver finalizado su largo y pesado viaje.

Había pasado mucho tiempo y muchas cosas desde que salió por última vez de allí. Qué diferente le resultaba ahora de cuando partió. Iba con Ana, con su amada Ana, llenos de ilusión por empezar una nueva vida, conscientes de lo que dejaban atrás. Un agudo punzón atravesaba su corazón al recordar su imagen, y las lágrimas afloraron con intensidad. Volvía solo, con la única compañía de aquel irremediable remordimiento por su muerte. Huyendo de todo, sin saber qué debía hacer, ni qué le depararía el destino. Así alcanzó la entrada del monasterio. Un monje armado, al que reconoció de inmediato, pertrechado con su capa blanca y cruz octavia, le detuvo.

—¡Alto al que viene! ¿Qué deseáis de este lugar, buen hombre?

Pierre descabalgó con dificultad y, ya en el suelo, se presentó al freire.

—¡Buenos días, hermano! Parecéis no recordarme. Soy constructor y amigo de este monasterio, donde residí por un tiempo. Deseo ver al comendador don Juan de Atareche, mi amigo.

El monje, tras examinarlo detenidamente, terminó por reconocerle.

—Vos sois Pierre de Subignac, ¿cierto? —Tras oír su esperable respuesta afirmativa, extendió su lanza para cerrarle el paso—. Sabréis entonces que aquí no sois bien recibido. —Pierre le miró preocupado—. Ya podéis tomar vuestro caballo y dirigiros lo más lejos que podáis de aquí. ¡Fuera, maldito hereje!

—Por favor, hermano —clamó con voz humilde—, llevo muchos días a caballo con el único motivo de ver a mi amigo Juan. No pretendo quedarme más tiempo que el necesario para estar un momento con él. —Agarró su brazo en tono suplicante—. Os suplico que me dejéis pasar. Sé que él os autorizaría a hacerlo. Os ruego que tengáis caridad.

El hombre pareció apiadado por sus súplicas. Sin responderle cogió las riendas del caballo y le invitó a entrar. Continuaron caminando hasta las caballerizas en silencio. Finalmente, tras ver la desconcertada cara de Pierre, le explicó:

—Siento tener que informaros del grave estado de salud que padece nuestro comendador...

—¿Qué queréis decir exactamente con su grave estado de salud? ¿Cómo de grave está mi querido amigo? —le interrumpió Pierre, nervioso ante la inesperada noticia.

—¡Está muriéndose! Lleva cinco días agonizando. Su situación es crítica y me temo que ya es sólo cuestión de horas.

Pierre necesitaba ver a Juan. Le rogó que le llevase hasta él. El monje se disculpó por no acompañarle, pues debía permanecer a la entrada; pero le pasó el encargo a otro, que en ese momento se encontraba próximo a ellos, descargando unos sacos de avena en el establo. Pierre siguió al segundo monje por el interior del monasterio. Atravesaron el austero claustro románico por el que tantas veces había paseado, cruzándose con varios monjes que, tras reconocerle, le saludaban, unos extrañados y otros con una sincera sonrisa. Subieron las escaleras para alcanzar la planta alta, donde estaban los dormitorios. Tras recorrer dos largos pasillos llegaron al de Juan. La puerta estaba cerrada. El monje le rogó que aguardase fuera unos minutos.

Pierre se quedó solo. Ansiaba entrar y ver a su querido amigo cuanto antes. Se sentía aturdido y confundido. En ningún momento había pensado en la posibilidad de la muerte de Juan y, ésta, hacía que sus planes cambiasen por completo. Miraba desesperado a la puerta. No terminaba de abrirse. La espera se le hizo insoportable.

Por fin salieron dos monjes. El que le había acompañado hasta allí se alejó por el pasillo sin darle más razón. El otro era un viejo conocido de Pierre. Se trataba de Pedro Uribe, coadjutor de la encomienda y persistente detractor de Pierre durante la época en la que éste había convivido con ellos. Pedro jamás había aprobado su presencia dentro del monasterio. Nunca supo entender muy bien el alcance de sus motivos, pero le tocó padecer su refinada y sutil crueldad junto con una descarada antipatía, manifestadas sin ambages todos esos años. Su permanente acritud para con él empeoró, si cabe, cuando, un poco antes de irse, supo de su renuncia a la fe católica y su bautismo en la catara.

—¡Así que tenemos nuevamente por aquí nada menos que al hereje don Pierre de Subignac! —afirmó con sorna—. ¿Qué nueva te trae por estas santas y católicas moradas?

—Acabo de llegar de un largo viaje, Pedro. Sólo venía a saludar a vuestro comendador, y al enterarme de su grave estado de salud he solicitado verle con urgencia. ¿Puedo pasar un momento a verle, por favor?

Pedro compuso en su rostro una mueca de desaprobación que Pierre interpretó como una clara negativa. Antes de obtener una respuesta de viva voz, Pierre reaccionó adoptando tal gesto de derrota que hizo que Pedro cambiara de opinión, apiadado tal vez por las circunstancias.

—Pierre, sabes que Juan es muy mayor. Ha cumplido noventa y dos años y se nos muere. Creo que no pasará de esta noche. Está tremendamente cansado y debilitado. Estos días no he dejado que lo vea nadie. Soy el comendador en funciones hasta que muera, y no sé por qué lo hago, la verdad, pero te concedo sólo unos minutos. Que sepas que lo hago más pensando en él, pues sé que te quería como a un hermano, que por ti. Confieso que no deseaba volver a verte en mi vida, pero mi corazón es piadoso y espero que lo sepas valorar.

—Te lo agradezco de corazón. No le causaré ninguna fatiga. Estaré poco tiempo, te lo prometo.

Pierre empujó la puerta y la cerró en silencio tras de sí. La habitación era pequeña y una única cama se encontraba al lado de un ventanal por el que entraba la luz generosamente. Cogió una silla y la acercó hasta la cama. Contempló a Juan, que parecía dormido. Estaba exageradamente enflaquecido. Los huesos de los pómulos se le marcaban con claridad y sólo los cubría una fina capa de piel amarillenta. Los párpados y las cuencas de los ojos presentaban un color azulado, así como sus labios. Una barba blanca y descuidada le cubría el cuello y reposaba por encima de las sábanas. Bajo ellas se adivinaba un frágil y esquelético cuerpo. Aquella contagiosa vitalidad y fortaleza que guardaba en sus recuerdos parecía haberle abandonado definitivamente.

Pierre tomó su mano. La notó fría. Ante el contacto, Juan abrió los ojos y encontró el rostro angustiado de Pierre.

—¡Qué agradable sorpresa...! —hablaba con extrema dificultad.

—Mi querido Juan, ¿cómo te encuentras?

—Ya lo ves, Pierre, me muero sin remedio. Me intentan engañar asegurándome que estoy mejor, pero yo sé que mi hora ha llegado y que pronto estaré en las manos de Dios. —Se interrumpió unos instantes para recuperar su frágil respiración—. Pero no hablemos ahora de mí. Cuéntame qué tal te ha ido en Montségur. He sabido de la terrible persecución a la que os ha sometido la cruzada. ¿Cómo están ahora las cosas por allí? ¿Cómo está Ana?

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