—¿Cree usted realmente en esa tontería? —preguntó Christian.
—Jesús, ¿quién sabe? —contestó Cloot—. Pero la gente que dirige este país lo cree así. Piensan que es mejor dejar que los chacales tengan su festín con los desposeídos. ¿Qué pueden robar? ¿Unos cuántos miles de millones de dólares? Es un precio muy bajo. Que se viole, se robe, se asesine o se chantajee a miles de personas no importa, porque siempre le sucede a gente sin importancia. Es mucho mejor un daño pequeño que un verdadero levantamiento político.
—Está usted yendo demasiado lejos —dijo Christian.
—Es posible —asintió Cloot.
—Y cuando se llega tan lejos, tendrá toda clase de grupos de vigilancia, de fascismo en forma estadounidense.
—Pues ésa es la clase de acción política que se puede controlar —afirmó Cloot—. Eso ayudaría realmente a la gente que dirige nuestra sociedad. —Ambos permanecieron en silencio. Luego, Cloot continuó-: Me ha enseñado usted ese jodido informe computarizado. ¿Creía acaso que me iba a desmayar? Durante mis primeros años de servicio vi esas mismas estadísticas, pero convertidas en sangre. Teníamos una guardia de veinticuatro horas al día y entonces, en plena noche, me llamaban a la calle. Esposos que les habían partido el cráneo a sus mujeres con un hacha y que luego sólo cumplían cinco años en prisión. Jóvenes drogados que asesinaban a las ancianas para cobrar su cheque de la seguridad social, por valor de noventa pavos. Después los asesinos salen en libertad porque no se han respetado sus derechos civiles. Ladrones que eran verdaderos artistas, ladrones de bancos, cuyos actos se celebraban como si hubieran ganado una medalla de oro. ¡Qué jodida broma! Y los periódicos citando
1984
y a ese jodido George Orwell. Mire, yo he visto llorar a los padres de muchachas asesinadas, cuyas vidas quedan arruinadas para siempre y, mientras tanto, el asesino tan sólo recibe una reprimenda porque cuenta con un abogado de mucho poder, un jurado compuesto por estúpidos y un retrasado de la Iglesia a quien se le ha ocurrido rezar por él.¿Y qué castigo reciben esos asesinos si se logra condenarlos a todos? Tres años, cinco años. El sistema criminal de este país es una burla total. La gente que dirige este país, los ricos, la Iglesia, los políticos, mis compañeros abogados, a todos ellos les encanta que las cosas sigan como están. Nada de movimientos políticos radicales, y, además, salarios muy inflados y sobornos muy atractivos. Así pues, ¿qué importa que cientos de miles de personas corrientes sean asesinadas? ¿A quién demonios le importa que se las robe, se las maltrate, se las viole? —Cloot se detuvo y se secó el sudor de la frente con la servilleta. Luego añadió con un tono de voz hosco-: Esto nunca ha tenido ningún sentido. —Luego, le sonrió a Christian y tomó el informe computarizado—. De todos modos, me gustaría conservar esto —dijo—. No para limpiarme el trasero, como debería hacer, sino para enmarcarlo y colgarlo de la pared de mi despacho, donde estará seguro. Y sé que estará seguro porque alrededor de mi casa tengo instalado un sistema de seguridad de cincuenta mil dólares.
Pero Cloot había demostrado ser un subdirector muy eficiente a la hora de dirigir el FBI, y esta noche, con el rostro sombrío, saludó a Christian con un puñado de memorándums y una carta de tres páginas que le entregó aparte.
Se trataba de una carta compuesta con tipos de letra recortados de los periódicos. Christian la leyó. Era otra de aquellas enloquecidas advertencias de que en la ciudad de Nueva York explotaría una bomba atómica de fabricación casera.
—¿Y para esto me ha sacado del despacho del presidente? —preguntó Christian.
—He esperado hasta después de haber efectuado todos los procedimientos de comprobación rutinarios —dijo Cloot—. Esta amenaza ha sido calificada de posible.
—Oh, Cristo, ahora no —exclamó Christian.
Volvió a leer la carta, ahora con mayor atención. Los diferentes tipos de letra de imprenta le desorientaban. La carta en sí parecía como una extraña pintura vanguardista. Se sentó ante su mesa de despacho y la leyó con lentitud, palabra por palabra. La carta iba dirigida al
New York Times
. Primero leyó los párrafos marcados con un rotulador de color verde, de los utilizados para destacar la información más importante. Dichos párrafos decían:
«Hemos colocado un arma nuclear con un potencial mínimo de medio kilotón y máximo de dos kilotones, en una zona de la ciudad de Nueva York. Esta carta va dirigida a su periódico para que puedan publicarla y advertir a los habitantes de la zona de que la evacúen y escapen a todo daño.
»El ingenio está preparado para estallar dentro de siete días, a partir de la fecha indicada. Comprenderán lo necesario que es publicar esta carta inmediatamente. Hemos emprendido esta acción para demostrar al pueblo de Estados Unidos que el gobierno debe unirse con el resto del mundo, sobre una base de igualdad, para controlar la energía nuclear, ya que, en caso contrario, nuestro planeta se perderá.
»No hay forma alguna de que se nos compre con dinero o cualquier otra oferta. Con la publicación de esta carta y la evacuación de la ciudad salvarán ustedes miles de vidas.
»Para demostrar que no se trata de una broma, hagan analizar por laboratorios gubernamentales el sobre y el papel. Descubrirán en ellos residuos de óxido de plutonio.
«Publiquen la carta inmediatamente.»
El resto de la carta era una proclama sobre moralidad política y una apasionada exigencia de que Estados Unidos dejara de fabricar armas nucleares. Christian Klee miró la fecha y dedujo que la explosión anunciada se produciría el jueves.
—¿La han examinado? —le preguntó a Cloot.
—Sí —asintió éste—. Y contiene residuos. Las letras han sido cortadas de diferentes periódicos y revistas hasta formar un mensaje, pero nos han proporcionado una pista. El autor o autores fueron lo bastante astutos como para utilizar periódicos procedentes de todo el país, pero entre ellos predominan sobre todo los de Boston. He enviado a cincuenta hombres extra para ayudar al jefe de la oficina de allí.
—Tenemos por delante una noche muy larga —dijo Christian con un suspiro—. Por el momento, mantengamos el asunto en secreto, y totalmente al margen de los medios de comunicación. El puesto demando para este caso será mi propio despacho, y se me entregarán todos los documentos relacionados con él. El presidente ya tiene suficientes dolores de cabeza, así que hagamos desaparecer este asunto. Se trata de una mierda como todas esas cartas de chiflados. —Muy bien —asintió Peter Cloot—. Pero sepa que, algún día, una de ellas puede ser muy real.
Fue una noche muy larga. Los informes seguían llegando. Se informó al jefe de la Agencia de Energía e Investigación Nuclear, para que alertara a sus equipos de investigación. Dichos equipos estaban compuestos por personal reclutado especialmente y dotado de un equipo de detección muy complejo capaz de localizar bombas nucleares ocultas.
Christian ordenó que trajeran a su despacho la cena para él y Cloot y leyó los informes. Evidentemente, el
New York Times
no había publicado la carta y se había limitado a pasársela rutinariamente al FBI. Christian llamó por teléfono al editor del
Times
y le pidió que guardara silencio sobre el tema hasta que se hubiera terminado la investigación. Eso también fue una cuestión de rutina. Los periódicos habían recibido miles de cartas similares a lo largo de los años. Pero, debido precisamente a esa eventualidad, la carta no llegó a manos del FBI hasta el lunes, en lugar del sábado.
En algún momento antes de la medianoche, Peter Cloot regresó a su propio despacho para dirigir a su equipo, que estaba recibiendo cientos de llamadas de los agentes que trabajaban en el caso, la mayoría de ellos desde Boston. Christian continuó leyendo los informes a medida que se los entregaban. Lo más importante para él era que no quería aumentar la carga que ya tenía que soportar el presidente. Pensó por un momento en la posibilidad de que aquello pudiera ser otra jugada del complot de los secuestradores, pero ni siquiera ellos se habrían atrevido a jugar con apuestas tan altas. Esto tenía que ser alguna aberración vomitada por la propia sociedad. Alarmas de este tipo ya se habían producido en otras ocasiones, motivadas por locos que afirmaban haber colocado bombas atómicas de fabricación casera y que exigían rescates de diez a cien millones de dólares. Una de aquellas cartas había llegado a exigir incluso una cartera de acciones de Wall Street, con acciones de la IBM, la General Motors, Sears, Texaco y algunas de las empresas que trabajaban en tecnología genética. Cuando se entregó la carta al departamento de Energía para que se trazara un perfil psicológico del autor, el informe dio por sentado que la carta no representaba ninguna amenaza real de bomba, pero que el terrorista poseía un conocimiento excelente del mercado de valores. Lo que condujo a la detención de un pequeño
broker
de Wall Street que había utilizado los fondos de sus clientes y andaba buscando una forma de salir del embrollo.
Christian pensó que ésta tenía que ser otra de aquellas extravagancias, aunque, mientras lo descubrían, no dejaría de ser un problema. Se gastarían cientos de millones de dólares. Afortunadamente, los medios de comunicación no publicarían el contenido de la carta. Había ciertas cosas con las que no se atrevían a jugar aquellos hijos de perra de corazón frío. Sabían que en asuntos como éste se podían invocar ciertas leyes sobre aspectos clasificados relativos al control de la bomba atómica, y que eso podía representar un agujero en la sagrada libertad de las leyes constitucionales. Se pasó las horas siguientes rezando para que todo aquel asunto se disipara en la nada, para no tener que acudir a la mañana siguiente al presidente y presentarle esta nueva carga.
En el sultanato de Sherhaben, Yabril estaba en la puerta del avión secuestrado, preparándose para el siguiente acto que tendría que representar. Suavizó un tanto su concentración absoluta y dejó que su mirada contemplara el desierto que le rodeaba. El sultán había dispuesto la instalación de misiles y equipos de radar. Una división del ejército había establecido un perímetro de seguridad, para que los equipos de televisión no pudieran acercarse al avión a menos de quinientos metros. Más allá se había reunido una enorme multitud. Yabril pensó que al día siguiente tendría que dar la orden de que a los equipos de televisión y a la multitud se les permitiera acercarse más, mucho más. No había peligro de que se produjera un asalto, y el avión estaba perfectamente controlado. Yabril sabía que podía volarlo de un modo tan completo que tendrían que buscar los huesos entre las arenas del desierto.
Finalmente, se apartó de la puerta del avión y se sentó cerca de Theresa Kennedy. Estaban a solas en la cabina de primera clase. Había terroristas encargados de mantener a los demás rehenes en la clase turista, y guardias en la cabina de mando, con la tripulación.
Yabril hizo todo lo que pudo para que Theresa Kennedy se sintiera tranquila. Le dijo que se estaba tratando muy bien a sus compañeros. Naturalmente, no estaban tan cómodos, pero tampoco lo estaban ni él ni ella misma.
—Como podrá suponer, tengo el mayor interés de que no sufra usted el menor daño —le dijo con una expresión seca.
Theresa Kennedy le creyó. A pesar de todo, aquel rostro oscuro y de mirada intensa le pareció simpático, y aunque sabía que se trataba de un hombre peligroso, no consiguió que le disgustara. En su inocencia, creía que su elevada posición la hacía invulnerable.
—Usted puede ayudarnos —dijo Yabril, casi rogándole—, y tambien puede ayudar a sus compañeros. Nuestra causa es justa, como dijo usted misma hace unos pocos años. Pero los poderes judío-estadounidenses establecidos eran demasiado fuertes, y la hicieron callarse.
—Estoy segura de que tiene usted sus razones para hacer lo que hace —dijo Theresa Kennedy sacudiendo la cabeza—. Todo el mundo las tiene. Pero la gente inocente de este avión nunca le ha hecho ningún daño ni a usted ni a su causa. Tan sólo son personas como las que forman parte de su pueblo. No deberían sufrir por los pecados de sus enemigos.
Yabril sintió un placer peculiar por el hecho de que ella fuera valiente e inteligente. Su rostro, tan agradable y tan bonito, al estilo de su país, también le agradaba, como si fuera una muñeca estadounidense.
Le asombró de nuevo que ella no le tuviera miedo, que no demostrara ningún temor ante lo que pudiera sucederle. Lo consideró como la expresión de la ceguera de los poderosos ante el destino, como un privilegio de los ricos e influyentes. Y, desde luego, era algo que encajaba perfectamente con la historia de su familia.
—Señorita Kennedy —dijo con un tono de voz cortés que la halagó hasta el punto de escucharlo con mucha atención—. Sabemos muy bien que no es usted la mujer estadounidense habitual y corrompida, que simpatiza con los pobres y los oprimidos del mundo. Abriga dudas incluso sobre el derecho de Israel para expulsar a los palestinos de su propio país a fin de instalar un Estado belicista propio. Quizá pueda usted grabar una cinta de vídeo haciendo estas declaraciones, para que se la escuche en todo el mundo.
Theresa Kennedy estudió a Yabril. Sus ojos atezados eran líquidos y cálidos, y la sonrisa hacía que su rostro delgado y oscuro fuera casi juvenil. A ella la habían educado para confiar en el mundo, en los demás seres humanos, en su propia inteligencia y en sus creencias. Se daba cuenta de que este hombre creía sinceramente en aquello que estaba haciendo. Y eso le inspiraba respeto. Pero fue amable en su negativa.
—Lo que me dice es cierto. Pero jamás haría nada que pudiera perjudicar a mi padre. —Calló por un instante y añadió-: Y no creo que sus métodos sean inteligentes. No creo que el asesinato y el terror cambien nada.Ante este comentario, Yabril experimentó una profunda oleada de desprecio, a pesar de lo cual replicó con amabilidad:
—El Estado de Israel se estableció por medio del terror y el dinero estadounidense. ¿Le enseñaron eso en su universidad? Nosotros lo aprendimos de Israel, pero sin su hipocresía. Nuestros jeques árabes del petróleo nunca han sido con nosotros tan generosos con su dinero, como lo han sido sus filántropos judíos con respecto a Israel.
—Yo creo en el Estado de Israel —afirmó Theresa Kennedy—. Y también creo que el pueblo palestino debería tener una patria. Yo no ejerzo ninguna influencia sobre mi padre. Nos pasamos todo el tiempo discutiendo. Pero no hay nada que justifique lo que está usted haciendo.