La cuarta K (15 page)

Read La cuarta K Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: La cuarta K
12.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Francis Xavier Kennedy ganó por abrumadora mayoría las elecciones presidenciales con un programa político demócrata y con un Congreso demócrata.

Pero la presidencia y la rama legislativa se convirtieron en enemigos ya desde el principio. Kennedy perdió el apoyo de la extrema derecha del Congreso debido a que se mostró a favor del aborto. Perdió también el apoyo del ala izquierda porque apoyó la aplicación de la pena de muerte para ciertos crímenes. Afirmó que él era consecuente. Decía que los mismos que estaban a favor del aborto solían estar en contra de la pena de muerte, mientras que quienes estaban en contra del aborto, que consideraban como una forma de asesinato, solían estar a favor de la pena de muerte.

Kennedy también se ganó varios enemigos en el Congreso porque propuso imponer fuertes restricciones a las enormes corporaciones estadounidenses, a la industria petrolera, a la de los granos y a la industria médica. Propuso también que una sola empresa no pudiera ser propietaria de cadenas de televisión, periódicos y revistas al mismo tiempo. Esta última propuesta fue entendida como un intento por destruir la libertad de prensa. Se enarboló la primera enmienda en toda su plenitud.

Ahora, durante su último año de presidencia, el lunes después de Pascua, los miembros del equipo del presidente Francis Kennedy, su gabinete y la vicepresidenta Helen du Pray se reunieron con él en la sala del gabinete de la Casa Blanca, a las siete de la mañana. Y todos temían la acción que él pudiera emprender esta mañana.

Theodore Tappey, el jefe de la CÍA, esperó las indicaciones del presidente para abrir la sesión.-Permítame decir, antes que nada, que Theresa está bien. Nadie ha sido herido. Por el momento no se ha planteado ninguna exigencia específica, pero eso se hará esta tarde, y se nos ha advertido que tendremos que cumplirlas inmediatamente, sin negociación. Eso es algo habitual. Yabril, el jefe de los secuestradores, es un nombre famoso en los círculos terroristas, y bien conocido en nuestros ficheros. Actúa por su cuenta, y habitualmente lleva a cabo sus operaciones con ayuda de algunos de los grupos terroristas organizados, como el de los míticos Cien.

—¿Por qué míticos, Theo? —le interrumpió Klee.

—No es como Alí Baba y los cuarenta ladrones —contestó Theodore Tappey—. Sólo se trata de acciones conjuntas entre terroristas de diferentes países.

—Continúe —dijo Francis Kennedy con brusquedad.

—No cabe la menor duda de que el sultán de Sherhaben está cooperando con Yabril —siguió diciendo Theodore Tappey después de consultar sus notas—. Su ejército protege el campo de aviación para impedir cualquier intento de rescate. Mientras tanto, el sultán aparenta ser nuestro amigo y ofrece voluntariamente sus servicios como negociador. Sea cual fuere su propósito en esto, no podemos saberlo, pero, en cualquier caso, juega a favor de nuestros intereses. El sultán es razonable y vulnerable a la presión. Yabril, en cambio, es una carta loca. —El jefe de la CÍA vaciló y luego, tras un gesto de asentimiento por parte de Kennedy, continuó de mala gana—. Yabril intenta hacerle a su hija un lavado de cerebro, señor presidente. Han mantenido varias conversaciones prolongadas. Parece creer que ella es una revolucionaria en potencia, y que sería un golpe espectacular el que ella pudiera hacer alguna declaración a su favor. Ella no parece tenerle ningún miedo.

Todos los presentes permanecieron en silencio. Sabían que no debían preguntarle a Tappey cómo había conseguido aquella información.

En el vestíbulo situado fuera de la sala de gabinete se escuchaban murmullos de voces, y también escucharon los gritos excitados de los equipos de televisión que esperaban en el prado de la Casa Blanca. Entonces, a uno de los ayudantes de Eugene Dazzy se le permitió entrar en la sala y entregó a éste un memorándum escrito a mano. El jefe del estado mayor de Kennedy lo leyó de un solo vistazo.-¿Ha sido confirmado todo esto? —le preguntó al ayudante.

—Sí, señor —asintió éste.

Dazzy miró directamente a Francis Kennedy.

—Señor presidente —dijo—. Tengo una noticia de lo más extraordinario. El asesino del papa ha sido capturado aquí, en Estados Unidos. El prisionero ha confesado y declara que su nombre en clave es Romeo. Se niega a dar su verdadero nombre. Se ha comprobado con la gente de la seguridad italiana, y el prisionero ha dado detalles que confirman su culpabilidad.

Arthur Wix explotó, como si alguien no invitado hubiera llegado de pronto a una fiesta íntima.

—¿Qué demonios está haciendo aquí? No me lo creo.

Pacientemente, Eugene Dazzy explicó las verificaciones que se habían hecho. La seguridad italiana ya había capturado a algunos de los componentes del grupo de Romeo, quienes habían confesado e identificado a éste como su jefe. Franco Sebbediccio, jefe de la seguridad italiana, era famoso por su habilidad para obtener confesiones. Pero no pudo saber por qué Romeo había volado a Estados Unidos y cómo se le había capturado con tanta facilidad.

Francis Kennedy se dirigió hacia las puertas de cristal que daban al Jardín Rosado. Observó los destacamentos militares que patrullaban por los terrenos de la Casa Blanca y las calles adyacentes de Washington. Y percibió una sensación familiar de horror. Nada en su vida había sido un accidente, la vida era una conspiración mortal, no sólo entre seres humanos sino también entre la fe y la muerte. En un instante de adivinación paranoide comprendió todo el plan que Yabril había creado con tanto orgullo y astucia. Y entonces temió por primera vez por la seguridad de su hija.

Francis Kennedy se apartó de la ventana y regresó a la mesa de conferencias. Recorrió la mesa con la mirada, ante la que se sentaban las personas de rango más alto del país, las más astutas, inteligentes y planificadoras. Ninguna de ellas lo sabía. Casi en broma, dijo:

—¿Qué se apuestan ustedes a que hoy recibiremos s una serie de exigencias del secuestrador? Y que una de ellas será que dejemos en libertad al asesino del papa.

Los demás miraron a Kennedy con asombro.

—Señor presidente —dijo Otto Gray—, eso sería llegar muy lejos. Es una exigencia escandalosa, y no sería negociable.-Los informes de inteligencia no demuestran que exista conexión alguna entre los dos hechos —dijo Theodore Tappey con precaución—. De hecho, sería inconcebible que cualquier grupo terrorista pusiera en marcha dos operaciones de tal envergadura en la misma ciudad y el mismo día. —Se detuvo un momento y se volvió a mirar al fiscal general—. Señor fiscal general, ¿cómo se ha capturado a este hombre? —Y luego, con desprecio, añadió-: A ese tal Romeo.

—A través de un informador que hemos estado utilizando desde hace años —dijo Christian Klee—. Pensamos que era imposible, pero Peter Cloot, mi subdirector, puso en marcha una operación a gran escala que, al parecer, ha tenido éxito. Debo decir que yo también estoy sorprendido. Esto no tiene ningún sentido.

—Aplacemos esta reunión hasta que los secuestradores planteen sus exigencias —dijo el presidente con serenidad—. Pero antes les comunicaré mis instrucciones preliminares. Les daremos lo que desean. El secretario de Estado y el fiscal general se desharán con algún pretexto de los italianos cuando soliciten la extradición de Romeo. Wix, usted, así como los departamentos de Defensa y Estado, prepárense para conseguir que Israel haga concesiones, si entre las exigencias se incluye la liberación de los prisioneros árabes que ellos tienen. Otto, encargúese de preparar al Congreso y a todos los amigos de que podamos disponer allí, para lo que nuestros oponentes llamarán una capitulación completa. —Luego, volviéndose hacia él, Kennedy se dirigió directamente a su jefe de estado mayor—. Euge, dígale al secretario de Prensa que no tendré ningún contacto personal con los medios de comunicación hasta que no haya terminado la crisis. Y que todos los comunicados de prensa tendrán que pasar antes por mí, no por usted.

—Sí, señor —asintió Eugene Dazzy.

Después, Francis Kennedy se dirigió casi con brusquedad a todos los presentes en la sala:

—Ninguno de ustedes hará comentario alguno a la prensa. Y espero que no haya filtraciones. Eso es todo, caballeros. Les ruego que se mantengan localizables.

Las exigencias de Yabril llegaron el lunes por la tarde a través del centro de comunicaciones de la Casa Blanca, transmitidas a su vez a través del sultán de Sherhaben, que aparentemente se mostraba dispuesto a ayudar. La primera exigencia era un rescate de cincuenta millones de dólares por el avión. La segunda, la liberación de seiscientos prisioneros árabes de las cárceles israelíes. La tercera, la liberación de Romeo, el asesino del papa recientemente capturado, y su transporte a Sherhaben. También se decía que, en el caso de que no se cumplieran las exigencias en el término de veinticuatro horas, se daría muerte a uno de los rehenes.

El presidente, su estado mayor, su gabinete y sus asesores especiales se reunieron inmediatamente para discutir las exigencias de Yabril. Kennedy intentó asimilar la mentalidad de los terroristas, un don de empatia que siempre había tenido. Su objetivo principal consistía en humillar a Estados Unidos, destruir su manto de poder a los ojos del mundo, e incluso de las naciones amigas. Y pensó que se trataba de un golpe psicológico maestro. ¿Quién volvería a tomarse en serio a Estados Unidos después de que unos pocos hombres armados y un pequeño sultanato petrolífero les hubiera hecho claudicar? Pero Kennedy sabía que debía permitir que eso sucediera para conseguir que su hija regresara a casa sana y salva. No obstante, en su empatia adivinó que el escenario todavía no estaba completo, que aún se recibirían más sorpresas. Sin embargo, no dijo nada. Dejó que los miembros de su gabinete siguieran con sus informes y deducciones.

El secretario de Estado dio a conocer las recomendaciones del equipo de su departamento, consistentes en enviar al asesino del papa a Roma y dejar que fueran las autoridades italianas las que afrontaran la situación. Los secuestradores tendrían que dirigir al Gobierno italiano su exigencia acerca de la liberación de Romeo.

Todos observaron que Francis Kennedy volvió la cabeza hacia un lado ante esta sugerencia.

Todos los asesores descartaron la amenaza de los secuestradores de ejecutar a uno de los rehenes si no se cumplían las exigencias en el término de veinticuatro horas. Se podía ganar tiempo; la amenaza no era más que una estratagema habitual.

Uno de los líderes del Congreso, presente en la reunión, sugirió que el presidente Kennedy se disociara por completo de toda decisión en el asunto, debido a que su hija estaba implicada, lo que le incapacitaba, emocionalmente, para tomar decisiones efectivas.El congresista que hizo la sugerencia era un republicano veterano, con veinte años de servicios en la Cámara. Se llamaba Alfred Jintz y durante los tres años de la administración Kennedy había sido uno de los que habían bloqueado con mayor efectividad las leyes de bienestar social propuestas por la Casa Blanca. Al igual que la mayoría de los congresistas que pasaban por sus primeros mandatos y hacían lo necesario en favor de las grandes empresas, Jintz había sido reelegido automáticamente un mandato tras otro.

Kennedy no ocultó su disgusto ante la sugerencia y la presencia del congresista. Durante los tres años que llevaba como presidente, había desarrollado un cierto desdén hacia los miembros del Congreso. Tanto la Cámara de Representantes como el Senado se habían convertido en dos órganos que parecían perpetuarse a sí mismos. En la Cámara de Representantes, el poder de las posiciones, sobre todo las de presidentes de comités, les permitía ser reelegidos continuamente, a pesar de que los congresistas tenían que presentarse cada dos años a la elección. Una vez que un congresista hubiera dejado bien claro que creía— en las virtudes y la importancia de los grandes negocios, siempre disponía de millones de dólares para sus campañas políticas, millones que se utilizaban para comprar el tiempo vital de la televisión y para ser reelegido. Ni uno solo de los 435 miembros de la Cámara era trabajador. En cuanto al Senado, con sus mandatos de seis años, un senador tendría que ser muy estúpido o muy idealista para no ser reelegido por dos o tres mandatos. A Kennedy eso le parecía una traición para la democracia.

En este momento, Kennedy experimentó una rabia fría contra Jintz, contra todos los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado.

Cuando Alfred Jintz sugirió que el presidente se desentendiera de las negociaciones, lo dijo con la mayor de las cortesías y tacto. Thomas Lambertino, senador por Nueva York, afirmó que el Senado también creía que el presidente debía quedar al margen del asunto.

Kennedy volvió a levantarse y se dirigió a todos los presentes en la sala, hablando en general.

—Les agradezco su ayuda y sus sugerencias. Mi equipo y yo nos reuniremos más tarde y todos ustedes serán informados de las decisiones que se tomen. Agradezco especialmente su sugerencia al congresista Jintz y al senador Lambertino. La consideraré. Pero, por ahora, debo decirles que todas las instrucciones y órdenes procederán de mí, personalmente. No habrá ninguna delegación. Eso es todo, caballeros. Les ruego que se mantengan localizables.

Francis Kennedy cenó con su equipo personal en el gran comedor noroccidental del segundo piso de la Casa Blanca. Se preparó la mesa antigua para Otto Gray, Arthur Wix, Eugene Dazzy y Christian Klee. El cubierto de Kennedy se colocó en un extremo de la mesa,
y
se dispuso de modo que tuviera más espacio que los demás.

Kennedy permaneció de pie mientras todos se sentaban, sonriéndoles con expresión severa.

—Olviden toda la mierda que han escuchado hoy. Dazzy, encargúese de comunicarle al sultán que cumpliremos con todas las exigencias de los secuestradores antes de que expire el límite de veinticuatro horas. No vamos a enviar a Italia al asesino del papa, sino que lo enviaremos a Sherhaben. Wix, usted se encarga de convencer a Israel. O liberan a todos esos prisioneros, o no vuelven a ver un arma estadounidense mientras yo ocupe la presidencia. Dígale al secretario de Estado que nada de conversaciones diplomáticas. Simplemente, exponer las condiciones. —Se sentó y dejó que el camarero le sirviera. Luego siguió diciendo-: Quiero que sepan que no importa todo lo que tengan que decir en esas reuniones, para mí sólo existe una prioridad: conseguir que Theresa regrese a casa sana y salva. No les daré ninguna excusa para que cometan otro crimen.

Other books

Magnolia by Diana Palmer
The Stargate Black Hole by V Bertolaccini
Bound Together by Eliza Jane
Claiming Rights by ID Locke
Wild Tales by Graham Nash