La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (75 page)

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Rabelais nos ha dejado una notable imagen de la lengua de los escritores latinizantes en el episodio del estudiante lemosín de
Pantagruel.
Subrayemos que se trata precisamente de la
imagen de la lengua,
mostrada
como un todo
en sus aspectos esenciales. Y esta imagen es
injuriosa, degradante.
No es sin motivo que el tema del discurso del estudiante está cargado de obscenidades. Pantagruel, irritado por su cháchara, lo coge por la garganta, de modo que el infeliz, presa del pánico, empieza a hablar en el
patois
lemosín más puro.
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Si la orientación y la iluminación recíprocas de las grandes lenguas han agudizado y concentrado el sentido del tiempo y de las alternancias, la iluminación recíproca de los dialectos dentro de los límites de la lengua nacional ha agudizado y concentrado, en cambio, la sensación del
espacio histórico,
intensificando y dando un sentido al sentimiento de la originalidad local, regional y provincial.

Se trata de un elemento capital en la nueva percepción diferenciada del espacio histórico de su país y de su mundo, característica de la época que se reflejó vivamente en la obra de Rabelais.

Sin embargo, las cosas no se limitaban a la orientación recíproca de los dialectos. La lengua nacional, al convertirse en la lengua de las ideas y de la literatura, estaba llamada —fatalmente— a entrar en contacto sustancial con otras lenguas nacionales, que habían realizado este proceso y antes conquistado el mundo de las nuevas cosas y nociones. Con relación al francés, esta lengua era el italiano. Con la técnica y la cultura italianas, fueron penetrando numerosos italianismos al francés, inundándolo
y
provocando en él una reacción. Los puristas entablaron la lucha con los italianismos. Vemos surgir parodias de la lengua de los italianizantes, que ofrecen la
imagen
de una lengua desnaturalizada por los ítalianismos. Henri Estienne es autor de una parodia de este género.

La italianización del francés y la lucha contra ella constituyen un documento nuevo e importante para la historia de la iluminación recíproca de las lenguas. Se trata, en este caso, de dos nuevas lenguas nacionales cuya orientación recíproca aporta un elemento nuevo tanto en la percepción de la lengua, concebida como un
todo original
con sus limitaciones y sus perspectivas, como en la percepción del tiempo y, finalmente, en la del espacio histórico concreto.

Resulta indispensable mencionar en forma particular la inmensa importancia que las
traducciones
tuvieron en este proceso. Conocemos el sitial preeminente que ocupan en la vida literaria y lingüística del siglo
XVI
. La traducción de Homero hecha por Salel fue un verdadero acontecimiento. Más aun lo fue la célebre traducción de Plutarco por Amyot (1559). Las numerosas traducciones de autores italianos tuvieron también una importancia considerable. Además, había que traducir a una lengua que aún no tenía una configuración definitiva, sino que se hallaba en vías de formación. Al hacerlo, la lengua se iba formando, partía a conquistar el nuevo mundo de la ideología elevada y de las cosas y nociones nuevas que se revelaban por vez primera a través de las formas de una lengua extranjera.
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Vemos, pues,
en qué compleja intersección de fronteras de las lenguas, dialectos, «patois» y jergas se fue formando la conciencia literaria y lingüística de la época.
La coexistencia ingenua y confusa de las lenguas y dialectos había llegado a su fin, la conciencia literaria y lingüística se hallaba situada ya no en el sistema esquematizado de su propia lengua única e incontestable, sino en el punto de intersección de numerosas lenguas, en el punto preciso
de su orientación recíproca y de su lucha intensiva.

Las lenguas son concepciones del mundo no abstractas sino concretas, sociales, atravesadas por el sistema de las apreciaciones, inseparables de la práctica corriente y de la lucha de clases. Por ello,
cada objeto, cada noción, cada punto de vista, cada apreciación y cada entonación, se encuentran en el punto de intersección de las fronteras de las lenguas
y las
concepciones del mundo,
se hallan implicados en una lucha ideológica encarnizada. En estas condiciones excepcionales, cualquier
dogmatismo lingüístico y verbal,
cualquier
ingenuidad verbal,
resultan de todo punto imposibles.

La lengua del siglo
XVI
, y en particular la de Rabelais, es tachada —incluso hoy en día— de cierta ingenuidad. En realidad, la historia de las literaturas europeas no conoce lengua menos ingenua que aquella. Su desenvoltura y libertad excepcionales se hallan bastante alejadas de la ingenuidad. La conciencia literaria y lingüística de la época no sólo supo sentir su lengua desde el interior, sino también verla
desde fuera,
a
la luz de las otras lenguas,
sentir sus límites, verla como una
imagen
específica y limitada, en toda su relatividad y su humanismo.

Esta pluriactividad de las lenguas, la facultad de observar su propia lengua desde fuera, es decir con los ojos de las otras lenguas, liberan de manera excepcional a la conciencia con relación a la lengua. Esta se convierte en algo extremadamente plástico, incluso en su estructura formal y gramatical. En el plano artístico e ideológico, lo que importa es, ante todo,
la excepcional libertad de las imágenes y de sus asociaciones, con relación a todas las reglas verbales y a toda la jerarquía lingüística en vigencia.
La distinción entre lo elevado y lo bajo, lo prohibido y lo autorizado, lo sagrado y lo profano, pierde toda su fuerza.

La influencia del dogmatismo oculto, anclado en el curso de los siglos, y de la lengua misma sobre el pensamiento humano, en especial sobre las imágenes artísticas, es bastante grande. Allí donde la conciencia creadora vive en una sola y única lengua, y donde las lenguas —en caso de que esta conciencia participe de múltiples lenguas— se hallan rigurosamente delimitadas, resulta imposible superar este dogmatismo profundamente arraigado en el pensamiento lingüístico mismo. No podemos situarnos fuera de nuestro idioma sino allí donde se opera una
alternancia
histórica importante de las
lenguas,
cuando éstas empiezan a medirse a sí mismas y al mundo, cuando en su interior empiezan a hacerse sentir vivamente
los límites de los tiempos, de las culturas y de los grupos sociales.
Tal era, precisamente, el caso en la época de Rabelais. Tan sólo en aquella época resultaba posible el excepcional
radicalismo artístico e ideológico de las imágenes rabelesianas.

En su notable
Pulcinella,
Dieterich, al referirse a la originalidad del arte cómico antiguo de la Baja Italia (mimos, farsas, juguetes e improvisaciones cómicas, bufonerías, enigmas, etc.), afirma que todas estas formas son características del tipo de la
cultura mixta;
en efecto, en esta región, las culturas y las lenguas griega, osca y latina se rozaban y mezclaban en forma estrecha. Tres almas vivían en el pecho de todos los italianos del sur, como en el del primer poeta romano: Ennio. Sus atelanas y su cultura cómica se sitúan en el centro de la cultura mixta greco-osca y, más tarde, romana.
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Finalmente, el personaje mismo de Pulcinella nace de los bajos fondos populares, del lugar en que
los pueblos y las lenguas se mezclaban en forma constante.
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Podemos resumir las afirmaciones de Dieterich diciendo que: la
palabra cómica
específica y eminentemente
libre
de Sicilia, de la Baja Italia, aquella análoga a las atelanas y, finalmente, la palabra bufa de Pulcinella, surgieron en el límite de
las lenguas y de las culturas,
que no sólo se tocaban directamente, sino que, hasta cierto punto, se confundían. Suponemos que, para el
universalismo y el radicalismo cómicos
de estas formas, su aparición y evolución en el
punto límite de las lenguas
revistieron excepcional importancia. En vínculo señalado por Dieterich entre estas formas y la
pluralidad de las lenguas
nos parece sumamente importante. En el campo de la obra literaria y artística no podríamos, mediante
esfuerzos del pensamiento abstracto
y permaneciendo a la vez en el sistema de la lengua sola y única, acabar con el dogmatismo más o menos oculto y profundo que se va depositando en todas las formas de este sistema. La vida de la imagen totalmente nueva, auténticamente prosaica, autocrítica, totalmente lúcida e
intrépida
(y por consiguiente
festiva)
no hace más que comenzar en el punto límite de las lenguas. En el sistema cerrado e impermeable de la lengua única, la imagen está demasiado cuajada para la «desvergüenza y la impudicia realmente divinas» que Dieterich descubre en el mimo y la farsa de la Baja Italia, en las atelanas (hasta donde nos sea posible juzgar) y en la comicidad popular de Pulcinella.
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Repito: la otra lengua es otra concepción del mundo y otra cultura, pero en su forma concreta y absolutamente
intraducible.
Recién al llegar al punto límite de las lenguas resultó posible la licencia excepcional y la implacabilidad festiva de la imagen rabelesiana.

De este modo, la
licencia de la risa
en la obra de Rabelais, consagrada por la tradición de las formas de la fiesta popular, es elevada al rango superior de la conciencia ideológica gracias a la
victoria sobre el dogmatismo lingüístico.
Este triunfo sobre el dogmatismo más recalcitrante y disimulado sólo pudo cumplirse en el curso de los procesos críticos de orientación e iluminación recíprocas de las lenguas, que tuvieron lugar en la época de Rabelais. En la vida lingüística de la época se desarrolló este mismo drama de
la muerte y del nacimiento, del envejecimiento y la renovación simultáneos,
tanto de las formas y significados particulares como de las lenguas concepciones del mundo en su conjunto.

Hemos examinado todos los aspectos más importantes de la obra rabelesiana —en nuestra opinión—, esforzándonos por demostrar que su excepcional originalidad se halla determinada por la cultura cómica popular del pasado, cuyos poderosos contornos se perfilan detrás de todas y cada ; una de las imágenes de Rabelais.

El defecto principal de los estudios rabelesianos que actualmente se efectúan en el extranjero, radica en su ignorancia de la cultura popular; tratan de insertar la obra de Francois Rabelais en el cuadro de la cultura oficial, de comprenderla desde el ángulo único de la «gran» literatura francesa, es decir, de la literatura oficial. Es por ello que los estudios rabelesianos se muestran incapaces de aprehender lo que hay de esencial en la obra de Rabelais.

Por nuestra parte, en esta obra hemos intentado comprender a Rabelais dentro de la marejada de la cultura popular que, siempre y en todas sus etapas, se opuso a la cultura oficial de las clases dominantes, elaborando su punto de vista personal sobre el mundo y las formas particulares de su reflejo cargado de imágenes.

La historia literaria y la estética suelen partir de las manifestaciones obtusas y empobrecidas de la risa en la literatura de los tres últimos siglos; se esfuerzan por encasillar la risa del Renacimiento en el cuadro de sus estrechas concepciones, cuando, en realidad, éstas últimas resultan del todo insuficientes, incluso para comprender a Molière. Rabelais es el heredero y representa la coronación de varios milenios de risa popular. Su obra es la llave insustituible que permite acceder a la inteligencia de la cultura popular en sus manifestaciones más poderosas, profundas y originales.

Nuestra obra representa sólo un primer paso en el vasto estudio de la cultura cómica popular del pasado. Es muy posible que este paso sea poco firme y particularmente inexacto, a pesar de lo cual nos declaramos profundamente convencidos de la importancia de esta tarea. No podemos comprender adecuadamente la vida y la lucha cultural y literaria de las épocas pasadas si ignoramos la cultura cómica popular particular, que ha existido desde siempre y nunca se fusionó con la cultura oficial de las clases dominantes. Al elucidar épocas pasadas, nos vemos, con suma frecuencia, obligados a «creer a cada época bajo palabra», es decir, a creer, en mayor o menor grado, lo que dicen sus ideólogos oficiales, puesto que no escuchamos la voz del pueblo ni sabemos encontrar ni descifrar su expresión pura y sin mezcla (es así como, hasta la fecha, nos seguimos representando unilateralmente a la Edad Media y su cultura).

Todos los actos del drama de la historia mundial tuvieron lugar ante el
coro popular que reía.
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Sin escucharlo, resulta imposible comprender el drama en sus verdaderas dimensiones. Tratemos de imaginar el
Boris Godunov
de Pushkin despojado de sus escenas populares; tal concepción del drama pushkiniano sería no sólo incompleta, sino que, además, estaría deformada. Pues cada uno de sus protagonistas expresa, en efecto, un punto de vista restringido, y el verdadero sentido de la época y de los sucesos que la enmarcan sólo se revela en la tragedia a través de sus escenas masivas. En Pushkin, el pueblo tiene la última palabra.

Nuestra imagen no es una simple comparación metafórica. Cada época de la historia mundial se reflejó en la'cultura popular. En todas las épocas del pasado existió la plaza pública, henchida de una multitud delirante, aquella que el Usurpador veía en su pesadilla:

Abajo, la multitud bullía en la plaza
y, en medio de risas, me señalaba con el dedo;
Y yo tenía vergüenza y miedo.

Repitámonos una vez más que cada uno de los actos de la historia mundial estuvo acompañado por las risas del coro. Pero no en todas las épocas encontró este coro un corifeo de la talla de Rabelais. Y aunque él sólo haya sido el
corifeo
del coro popular en el Renacimiento, supo revelar la difícil y original lengua del pueblo con una originalidad tal, que su obra ilumina también la cultura cómica popular de las otras épocas.

1)

Bélinsky Vissarion (1811-1848), líder de la crítica y la filosofía rusa de vanguardia.

2)

Michelet:
Historia de Francia,
Flammarion, t. IX, pág. 466. Se refiere a la rama de oro profética que Sibila entregó a Eneas. En las citas, los subrayados son del autor.

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