La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (14 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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Podemos citar la
liturgia de los borrachos, la liturgia de los jugadores, la liturgia del dinero.
Existen también evangelios paródicos:
Evangelio del marco, Evangelio de un estudiante parisino, Evangelio de los borrachos
y parodias de las reglas monacales, de los decretos eclesiásticos y de los bandos conciliares, las bulas, los mensajes pontificios y los sermones religiosos. Se encuentran testamentos paródicos en los siglos
VII
y
VIII
, como el
Testamento de un cerdo, Testamente del asno
y epitafios paródicos.
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Ya hemos mencionado la gramática paródica, muy difundida en la Edad Media.
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Existían también parodias de leyes jurídicas. Además de la literatura propiamente paródica, debe tomarse en cuenta el argot de los clérigos, de los monjes, de los colegiales, de los magistrados, así como también la lengua hablada popular. Todas estas formas lingüísticas estaban llenas de imitaciones de los diversos textos religiosos, plegarias, sentencias, proverbios y alusiones a santos y mártires.

Casi no había un texto del Viejo o Nuevo Testamento que no hubiese sido transferido, por medio de transposiciones o alusiones, al lenguaje de lo «inferior» material y corporal.

El hermano Juan, de Rabelais, encarna la gran fuerza paródica y renovadora representada por la clerecía democrática.
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Es también un experto
«en matiére de breviaire»
(en catecismos), es decir que es capaz de trasponer cualquier texto sagrado en términos relativos a la comida, la bebida y el erotismo. Encontramos, diseminados en el libro de Rabelais, una gran cantidad de textos y sentencias sagradas disfrazadas. Como por ejemplo las últimas palabras de Cristo en la cruz:
Sitio
(«tengo sed») y
Consummatum est
(«ha sido consumido») que son transformadas en palabras de glotonería y embriaguez;
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o sino
Venite apotemas,
es decir
potemus
(«Venid a beber») en lugar de
Venite adoremus
(«Venid a posternaros») (salmo XCIV, 6); en otra ocasión el hermano Juan pronuncia una frase latina muy típica del grotesco medieval:
Ad forman nasi cognoscitur «ad te levavi»,
lo que quiere decir
«por la forma de la nariz conocerás (cómo) «me elevé hasta ti».
La primera parte de la frase alude al prejuicio difundido en esa época (compartido incluso por los médicos) según el cual la longitud de la nariz estaba en relación con la longitud del falo, lo que expresaba a su vez la virilidad del hombre. La segunda parte que hemos subrayado y puesto entre comillas es el principio de un salmo (CXXII) que tiene también una connotación obscena, acentuada por el hecho de que la última sílaba de la cita,
vi,
puede identificarse con el nombre del falo por analogía fonética con la palabra francesa.

La nariz era considerada como símbolo fálico en el grotesco de la Antigüedad y la Edad Media. Existía en Francia una letanía paródica sobre los textos de las Sagradas Escrituras y las plegarias que empezaban con la negación latina
ne,
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por ejemplo,
Ne advertar
(«No te des vuelta»),
Ne revoces
(«Olvida»), etc. Esta letanía se llamaba
Nombre de las narices
y comenzaba con las palabras:
Ne reminiscaris delicta nostra
(Olvida nuestros pecados). Esta antífona se repetía al principio y al fin de los siete salmos de la penitencia y estaba asociada a los fundamentos de la doctrina y el culto cristianos.

Rabelais alude a esta letanía (Libro II, cap. I) y dice, refiriéndose a las personas que tienen una nariz monstruosa: «de ellos está escrito:
Ne reminiscaras»
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(olvida). Estos ejemplos típicos demuestran cómo se buscaban analogías y consonancias, por superficiales que fuesen, para desfigurar lo serio dándole connotaciones cómicas. Se buscaba el lado débil del sentido, la imagen y el sonido de las palabras y ritos sagrados que permitían convertirlos en objeto de burla a través de un mínimo detalle que hacía descender el ritual sacro a lo «inferior» material y corporal. Se inventaban leyendas basadas en una deformación del nombre de ciertos santos, como San Vit, por ejemplo; la expresión «adorar a santa Mamica» quería decir ir a visitar a la querida.

Puede afirmarse que el lenguaje familiar de los clérigos (e intelectuales medievales) y de la gente del pueblo estaba saturado de elementos tomados de lo «inferior» material y corporal: obscenidades y groserías, juramentos, textos y sentencias sagradas invertidas; al formar parte de este lenguaje, las palabras eran sometidas a la fuerza rebajante y renovadora del poderoso principio «inferior» ambivalente.

En la época de Rabelais el lenguaje familiar aún no había cambiado de sentido, como lo confirman los dichos del hermano Juan y de Panurgo.
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El carácter universal de la risa es evidente en los ejemplos que hemos enumerado. La burla medieval contiene los mismos temas que el género serio. No sólo no exceptúa lo considerado superior, sino que se dirige principalmente contra él. Además, no está orientado hacia un caso particular ni una parte aislada, sino hacia lo universal e integral, construye un mundo propio opuesto al mundo oficial, una iglesia opuesta a la oficial, un estado opuesto al oficial. La risa crea una liturgia, hace profesión de fe, unifica los lazos matrimoniales, cumple las ceremonias fúnebres, redacta los epitafios y designa reyes y obispos. Es importante destacar que las parodias son fragmentos de un universo cómico unitario e integral.

Este universalismo se manifiesta en forma sorprendentemente lógica en los ritos, espectáculos y parodias carnavalescas. Aparece también, aunque con menos brío, en los dramas religiosos, los refranes y discusiones cómicas, las epopeyas animales, las fábulas y bufonadas.
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La risa y su connotación material-corporal mantienen su identidad dondequiera que se encuentren.

Puede afirmarse que la cultura cómica de la Edad Media se organiza en torno de las fiestas, cumple un rol «cuaternario», es decir de drama satírico opuesto a la «trilogía trágica» del culto y la doctrina cristiana oficiales. A semejanza del drama satírico de la Antigüedad, la cultura cómica de la Edad Media era en gran parte el
drama de la vida corporal
(coito, nacimiento, crecimiento, bebida, comida y necesidades naturales), pero no del cuerpo individual ni de la vida material privada, sino del
gran cuerpo popular de la especie,
para quien el nacimiento y la muerte no eran ni el comienzo ni el fin absolutos, sino sólo las fases de un crecimiento y una renovación ininterrumpidas. Este cuerpo colectivo del drama satírico es inseparable del mundo y del cosmos, y se basa en la tierra devoradora y engendradora.

Al lado del universalismo de la comicidad medieval debemos destacar su vínculo indisoluble y esencial con la
libertad.
Como hemos visto, la comicidad medieval era totalmente extraoficial, aunque estaba autorizada. Los privilegios del bonete de burro eran tan sagrados e intangibles como los del
pileus
(bonete) de las saturnales romanas.

Esta libertad de la risa era muy relativa; sus dominios se agrandaban o se restringían, pero nunca quedaba completamente excluida.

Como hemos visto, esta libertad existía dentro de los límites de los días de fiesta, se expresaba en los días de júbilo y coincidía con el levantamiento de la abstinencia alimenticia (carne y tocino) y sexual. Esta
liberación de la alegría y del cuerpo
contrastaba brutalmente con el ayuno pasado o con el que seguía.

La fiesta interrumpía provisoriamente el funcionamiento del sistema oficial, con sus prohibiciones y divisiones jerárquicas. Por un breve lapso de tiempo, la vida salía de sus carriles habituales y penetraba en los dominios de la libertad utópica. El carácter efímero de esta libertad intensificaba la sensación fantástica y el radicalismo utópico de las imágenes engendradas en el seno de ese ambiente excepcional.

La misma atmósfera de libertad efímera reinaba también en la plaza pública y en las comidas de las fiestas domésticas. La tradición de los dichos de sobremesa licenciosos y obscenos, pero al mismo tiempo filosóficos, que vuelve a florecer en el Renacimiento, se unía a la tradición local de los festines. Ambas tradiciones tenían orígenes folklóricos.
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Esta tradición sobrevive en los siglos siguientes y tiene analogías con las tradiciones de las canciones báquicas de sobremesa, que combinan el universalismo (la vida y la muerte), el lado material y corporal (el vino, el alimento y el amor carnal), el sentimiento elemental del tiempo (juventud, vejez, carácter efímero de la vida y versatilidad del destino) con un utopismo original (fraternidad de los bebedores, triunfo de la abundancia, victoria de la razón, etc.).

Los ritos cómicos de las fiestas de los locos y del burro y de las procesiones y ceremonias de las demás fiestas estaban hasta cierto punto legalizados. Así ocurre con las «diabluras», durante las cuales los «diablos» estaban autorizados a
circular libremente
por las calles varios días antes de las representaciones, creando a su alrededor un ambiente diabólico y desenfrenado; los regocijos durante las ferias estaban permitidos como en el carnaval. Debemos aclarar que esta legislación era extraordinaria e incompleta y no faltaban las represiones y prohibiciones. Durante la Edad Media el estado y la iglesia estaban obligados a efectuar ciertas concesiones a las expresiones públicas, ya que no podían prescindir de ellas. Se intercalaban así días de fiesta en el transcurso del año; en esas ocasiones se permitía a la gente salirse de los moldes y convenciones oficiales, pero exclusivamente a través de las máscaras defensivas de la alegría. No había casi restricciones para las manifestaciones de la risa,

Junto con el universalismo y la libertad de la comicidad medieval debe añadirse un tercer rasgo: su vínculo esencial con la
concepción del mundo popular no-oficial.

En la cultura clásica, la
seriedad
es oficial y autoritaria, y se asocia a la violencia, a las prohibiciones y a las restricciones.
Esta seriedad infunde el miedo y la intimidación,
reinantes en la Edad Media. La risa, por el contrario, implica la superación del miedo. No impone ninguna prohibición. El lenguaje de la risa no es nunca empleado por la violencia ni la autoridad.

El hombre medieval percibía con agudeza la
victoria sobre el miedo
a través de la risa, no sólo como una victoria sobre el terror místico («terror de Dios») y el temor que inspiraban las fuerzas naturales, sino ante todo como una victoria sobre el miedo moral que encadenaba, agobiaba y oscurecía la conciencia del hombre, un terror hacia lo sagrado y prohibido («tabú» y «mana»), hacia el poder divino y humano, a los mandamientos y prohibiciones autoritarias, a la muerte y a los castigos de ultratumba e infernales, en una palabra un miedo
por algo más terrible que lo terrenal.
Al vencer este temor, la risa aclaraba la conciencia del hombre y le revelaba un nuevo mundo.

En realidad esta victoria efímera no sobrepasaba los límites de las fiestas, a las que sucedían los habituales días de terror y opresión; sin embargo, gracias a los resplandores que la conciencia humana vislumbraba en esas fiestas, el ser humano lograba forjarse una concepción diferente, no oficial, sobre el mundo y el hombre, que preparaba el nacimiento de la nueva conciencia renacentista. Uno de los elementos primordiales que caracterizaban la comicidad medieval era la conciencia aguda de percibirla como una victoria ganada sobre el miedo.

Este sentimiento se expresa en innumerables imágenes cómicas. El mundo es vencido por medio de la representación de monstruosidades cómicas, de símbolos del poder y la violencia vueltos inofensivos y ridículos, en las imágenes cómicas de la muerte, y los alegres suplicios divertidos. Lo temible se volvía ridículo. Ya hemos dicho que una de las representaciones indispensables del carnaval era la quema de un modelo grotesco denominado «infierno» en el apogeo de la fiesta. No es posible comprender la imagen grotesca sin tomar en cuenta la importancia del temor vencido. Se juega con lo que se teme, se le hace burla: lo terrible se convierte en un «alegre espantapájaros». Pero tampoco puede generalizarse demasiado ni interpretar el conjunto de la imagen grotesca desde el punto de vista de la racionalización abstracta. Es imposible decir dónde termina el temor vencido y dónde comienza la despreocupada alegría. El infierno carnavalesco es la tierra que devora y procrea; muy frecuentemente se convierte en una cornucopia; el espantapájaros —la muerte— se convierte en una mujer embarazada; las deformidades: vientres hinchados, grandes narices, jorobas, etc., son expresiones del embarazo y la virilidad. La victoria sobre la muerte no es sólo su eliminación abstracta, sino también su destronamiento, su renovación y alegre transformación: el infierno estalla y se convierte en cornucopia.

Dijimos que la risa medieval vence el miedo hacia algo considerado más temible que lo terrenal. Por lo tanto lo terrible y extraterrenal son convertidos en
tierra;
es decir, en madre nutricia que devora para procrear algo nuevo, más grande y mejor. No hay nada terrible sobre la tierra, como no puede haberlo dentro del cuerpo de la madre con sus mamas nutritivas, su matriz y su sangre caliente. Lo terrible terrenal: los órganos genitales, la tumba corporal, se expande en voluptuosidades y nuevos nacimientos.

La comicidad medieval no es una concepción subjetiva, individual y biológica de la continuidad de la vida; es una concepción social y universal. El hombre concibe la continuidad de la vida en las plazas públicas, mezclado con la muchedumbre en el carnaval, donde su cuerpo entra en contacto con los cuerpos de otras personas de toda edad y condición; se siente partícipe de un pueblo en constante crecimiento y renovación. De allí que la comicidad de la fiesta popular contenga un elemento de victoria no sólo sobre el miedo que inspiran los horrores del más allá, las cosas sagradas y la muerte, sino también sobre el miedo que infunden el poder, los monarcas terrenales, la aristocracia y las fuerzas opresoras y limitadoras.
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