La dalia negra (55 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Cuando Maddy tenía once años, Emmett se dio cuenta de su gran parecido con Georgie y destrozó el rostro del auténtico padre hasta dejarlo irreconocible. Ramona se enamoró de Georgie: su ruina física era aún mayor que la de ella y tuvo la sensación de que los dos se encontraban al mismo nivel, que eran iguales.

Georgie rechazaba sus insistentes insinuaciones. Fue entonces cuando descubrió
El hombre que ríe
, de Victor Hugo, y tanto los Comprachicos como sus desfiguradas víctimas la conmovieron. Compró el cuadro de Yannantuono y lo mantuvo oculto, aunque pensaba en él y lo veía como un recuerdo de Georgie en sus momentos de soledad.

Cuando Maddy entró en la adolescencia se dedicó a ir con cualquier hombre, después compartía los detalles con Emmett, el cual seguía mimándola y jugueteaba con ella en la cama. Martha hacía dibujos obscenos de la hermana a la que odiaba; Ramona la obligó a dibujar paisajes bucólicos para que su ira no la hiciera perder el control. Con el propósito de vengarse de Emmett, empezó a representar sus mascaradas, planeadas desde hacía mucho tiempo, mascaradas que hablaban de forma indirecta sobre su codicia y su cobardía. Las casas de juguete que se derrumbaban representaban las chozas construidas por Emmett hechas pedazos en el terremoto del 33; las niñas que se escondían bajo maniquíes de escaparate vestidos con falsos uniformes alemanes retrataban a Emmett, el cobarde. Unos cuantos padres encontraron más bien inquietantes esas mascaradas y les prohibieron a sus hijos que jugaran con las niñas Sprague. Más o menos por esa época, Georgie se alejó de sus vidas, para recoger basura y vigilar edificios, viviendo en las casas abandonadas de Emmett.

Pasó el tiempo. Ramona se concentró en ocuparse de Martha, apremiándola a que terminara pronto sus estudios en la secundaria, entregándole fondos al Instituto de Arte Otis para que recibiera un tratamiento especial en él. Martha destacó en seguida allí; Ramona vivía gracias a sus logros, tomaba sedantes y los dejaba durante breves temporadas; pensaba a menudo en Georgie... y lo echaba de menos, deseándole.

Y Georgie regresó el otoño del 46. Ramona le oyó cuando le hacía su petición de chantaje a Emmett: tenía que «darle» la chica de la película pomo o correr el riesgo de ver puesta al descubierto una buena parte del sórdido pasado y presente de la familia.

Sintió unos celos y un odio terrible hacia «esa chica» y cuando Elizabeth Short apareció en la mansión Sprague, el 12 de enero de 1947, su rabia explotó. «Esa chica» se parecía tanto a Madeleine que tuvo la misma sensación que si se le estuviese gastando la más cruel de las bromas. Cuando Elizabeth y Georgie se fueron en la camioneta de éste, se dio cuenta de que Martha había subido a su habitación para hacer el equipaje de su viaje a Palm Springs. Dejó una nota en su puerta despidiéndose y diciendo que estaba dormida. Después, le preguntó a. Emmett, como sin darle importancia, que dónde iban «esa chica» y Georgie.

Emmett le dijo que Georgie había mencionado uno de sus edificios abandonados, en North Beachwood. Salió por la puerta trasera, cogió su Packard, fue rápidamente a Hollywoodlandia y esperó. Georgie y la chica llegaron a la base del parque Monte Lee unos cuantos minutos después. Les siguió a pie hasta la choza del bosque. Entraron en ella y Ramona vio encenderse una luz. Ésta proyectó sombras sobre un objeto de madera reluciente que estaba apoyado en el tronco de un árbol..., un bate de béisbol. Cuando oyó que la chica se reía y decía: «¿Te hicieron todas esas cicatrices en la guerra?», cruzó el umbral con el bate en la mano.

Elizabeth Short intentó huir. Ramona la dejó inconsciente de un golpe e hizo que Georgie la desnudara, la amordazara y la atara al colchón. Le prometió unas cuantas partes de la chica, partes que podría quedarse para siempre. Sacó un ejemplar de
El hombre que ríe
de su bolso y empezó a leerlo en voz alta; de vez en cuando miraba a la chica que yacía con sus miembros abiertos en forma de X. Después, la torturó, la quemó, y la golpeó con el bate, y lo anotó todo en el cuaderno que siempre llevaba encima mientras la chica estaba inconsciente a causa del dolor. Georgie lo vio todo y los dos, juntos, entonaron a gritos los cánticos de los Comprachicos. Al cabo de dos días enteros de aquello, le hizo un tajo a Elizabeth Short de oreja a oreja, igual que Gwynplain, para que no la odiara después de morir. Georgie cortó el cuerpo en dos mitades, las lavó en el arroyo que había junto a la choza y las llevó al coche de Ramona. Más tarde, bien entrada la noche, fueron a la Treinta y Nueve y Norton, a un solar que Georgie solía limpiar como basurero municipal que era. Allí dejaron a Elizabeth Short para que se convirtiera en la
Dalia Negra
. Una vez hecho eso, Ramona llevó a Georgie hasta donde estaba su camioneta y regresó junto a Emmett y Madeleine. Les dijo que muy pronto descubrirían dónde había estado y que, por fin, respetarían su voluntad. Como penitencia y liberación le vendió su cuadro de Gwynplain a Eldridge Chambers, que amaba el arte y las gangas, y que además le hizo conseguir un beneficio del trato. Después días y semanas transcurrieron con el horror de que Martha lo descubriera todo y la odiara..., y cada vez más láudano y codeína y narcóticos para hacer que todo se esfumara.

Me hallaba contemplando una hilera de anuncios enmarcados, los trabajos por los que Martha había ganado sus premios, cuando Ramona dejó de hablar. Aquel silencio repentino me sobresaltó; su historia daba tumbos por mi cabeza, hacia atrás y hacia delante, en una secuencia siempre repetida. En la habitación hacía frío... pero yo estaba empapado de sudor.

El primer premio de Martha otorgado en 1948 por la Asociación Publicitaria representaba a un tipo bastante apuesto, vestido con un traje muy elegante, que andaba por la playa con los ojos clavados en una rubia estupenda que tomaba el sol. Se hallaba tan absorto y tan lejos de cuanto lo rodeaba que una gran ola estaba a punto de darle un revolcón. El texto que había en lo alto de la página decía: «¡No hay de qué preocuparse! Con su Peso Pluma Hart, Shaffner & Marx pronto estará otra vez seco y sin una arruga... ¡y preparado para cortejarla esta noche en el club!». La rubia, delgada y preciosa, tenía los rasgos de Martha... en una versión más suave y hermosa. La casa de los Sprague se podía ver en el fondo del dibujo, rodeada de palmeras.

Ramona rompió el silencio.

—¿Qué harás?

Me sentí incapaz de mirarla.

—No lo sé.

—Martha no debe saberlo.

—Eso ya me lo ha dicho.

El tipo del anuncio empezaba a parecerme un Emmett idealizado... el escocés como un chico guapo al estilo Hollywood. Decidí lanzar la típica pregunta policial que el relato de Ramona me había inspirado.

—En el otoño de 1946 alguien andaba tirando gatos muertos por los cementerios de Hollywood. ¿Era usted?

—Sí. Por aquel entonces estaba tan celosa de ella..., sólo quería hacerle saber a Georgie que todavía me importaba. ¿Qué harás?

—No lo sé. Vaya al piso de arriba, Ramona. Déjeme solo.

Oí unos pasos suaves que salían de la habitación y luego sollozos y luego nada. Pensé en el frente unido presentado por la familia para salvar a Ramona y en que el arrestarla haría saltar en pedazos toda mi carrera policial: acusaciones de haber ocultado pruebas, obstrucción a la justicia. El dinero de los Sprague la mantendría lejos de la cámara de gas, y se la comerían viva en Atascadero o en una prisión para mujeres hasta que el lupus acabara con ella, Martha quedaría destrozada, y Emmett y Madeleine aún se tendrían el uno al otro... Acusarles de suprimir pruebas o de obstruir el curso de la justicia no serviría de nada, no se les podría condenar por eso. Si detenía a Ramona, mi vida de policía habría acabado; si la dejaba libre, estaría acabado como hombre; y en ambos casos, Emmett y Madeleine sobrevivirían... juntos.

Y así fue como el ataque patentado marca Bucky Bleichert, repelido y dejado en tablas, se quedó sentado sin moverse en una habitación enorme y lujosa llena de iconos de los antepasados. Estuve examinando las cajas que había en el suelo —el equipaje que los Sprague se llevarían en su huida si el concejo se ponía pesado—, y vi los vestidos de noche baratos y el cuaderno de dibujo cubierto con rostros de mujer, obra, sin duda, de Martha que esbozaba sus otros yo para colocarlos en anuncios donde se pregonaban las virtudes de los dentífricos, los cosméticos y los copos de avena. Quizá fuera capaz de preparar una campaña publicitaria para que Ramona no acabara en Tehachapi. Quizá sin mamaíta, la torturadora, no tendría el valor suficiente para seguir trabajando.

Salí de la mansión y pasé el tiempo haciendo una ronda de los viejos lugares. Visité el asilo: mi padre no me reconoció pero parecía animado, lleno de una maliciosa energía. Lincoln Heights estaba cubierto de casas nuevas, edificios prefabricados que aguardaban a sus inquilinos, con un letrero de «No hace falta dar entrada» para los soldados. El Salón Eagle Rock seguía con su cartel que anunciaba la velada de boxeo del viernes noche y mi ronda de la Central continuaba con los borrachos, los tipos que recogían basura y los que anunciaban a gritos la venida de Jesús. Al anochecer me di por vencido: haría un último intento con la chica de la coraza antes de acabar con su madre, una última oportunidad de preguntarle por qué seguía jugando a la
Dalia
cuando sabía que yo nunca volvería a tocarla.

Fui hacia los bares de la Octava, estacioné en la esquina de Irolo y esperé con un ojo clavado en la entrada del Zimba. Tenía la esperanza de que la maleta que le había visto llevarse a Madeleine por la mañana no significara un viaje a otro sitio; tenía la esperanza de que su paseo como la
Dalia
de hacía dos noches no fuera una ocasión aislada.

Me quedé sentado en el coche y me dediqué a contemplar a los peatones: tipos de uniforme, civiles que andaban en busca de una copa, gentes normales del vecindario que entraban y salían del bar contiguo al Zimba. Pensé en dejarlo correr pero sentí miedo ante el paso siguiente —Ramona—, y no supe qué hacer. Cuando era algo más de la medianoche, el Packard de Madeleine apareció. Ella salió del coche, con su maleta en la mano y pareciendo ella misma, no Elizabeth Short.

Sorprendido, la vi entrar en el restaurante. Quince minutos transcurrieron con lentitud. Después salió del local, convertida en la
Dalia Negra
. Arrojó su maleta sobre el asiento trasero del Packard y entró en el Zimba.

Le di un minuto de tiempo y me acerqué a echar una mirada. En el bar había unos cuantos tipos con galones, no demasiados; los reservados tapizados en piel de cebra se hallaban vacíos. Madeleine estaba bebiendo, sola. Dos soldados se encontraban en unos taburetes cerca de ella, y se preparaban para emprender la gran ofensiva. Se lanzaron con medio segundo de diferencia. El lugar se hallaba demasiado vacío para que me fuera posible vigilarla; me batí en retirada hacia el coche.

Madeleine y un teniente con uniforme de verano salieron del local una hora después. Como de costumbre, entraron en su Packard y giraron en la esquina para ir al estacionamiento de la Novena e Irolo. Yo iba detrás de ellos.

Madeleine aparcó y se dirigió al cobertizo del encargado para buscar la llave del cuarto; el soldado esperó ante la puerta del número doce. Yo pensé en la KMPC puesta al máximo y las persianas bajadas: frustración. En ese momento, Madeleine salió del cobertizo, llamó al teniente y movió la mano hacia el otro lado del estacionamiento, señalando otra habitación. Él se encogió de hombros y fue hacia ella; Madeleine abrió la puerta. La luz se encendió y se apagó en seguida.

Les concedí unos diez minutos y fui hacia el bungaló, resignado a la oscuridad y a escuchar los temas de siempre interpretados por unas cuantas grandes orquestas. Del interior me llegaron gemidos, sin acompañamiento musical. Me di cuenta de que la única ventana del cuarto se hallaba abierta algo así como medio metro, porque un poco de pintura seca en la jamba impedía que se cerrara. Busqué refugio detrás de un emparrado, me puse en cuclillas y escuché.

Gemidos más fuertes, crujidos de los muelles del colchón, gruñidos masculinos. Los ruidos que Madeleine hacía subieron de tono: sonaban más teatrales que cuando estaba conmigo. El soldado lanzó un último gemido. Después, todos los ruidos cesaron y luego Madeleine habló, con un falso acento.

—Ojalá hubiera una radio. En mi tierra, todos los moteles tenían. Estaban atornilladas a la pared y tenías que echarles monedas, pero al menos había música.

El soldado intentaba recuperar el aliento.

—He oído decir que Boston es muy bonito.

Entonces conseguí localizar el falso acento de Madeleine: clase obrera de Nueva Inglaterra, tal y como se suponía que habría hablado Betty Short.

—Medford no tiene nada de bonito, nada de nada. Tuve un trabajo asqueroso después de otro. Camarera, chica de las golosinas en un cine, empleada de las oficinas de una fábrica... Por eso me vine a California en busca de fortuna. Porque Medford era tan horrible.

Las «A» de Madeleine se iban haciendo cada vez más y más duras; parecía una auténtica fulana de Boston.

—¿Viniste aquí durante la guerra? —preguntó él.

—Ajá. Conseguí un trabajo en la cantina del Campamento Cooke. Un soldado me dio una paliza, y un tipo muy rico, un contratista de obras, me salvó. Ahora es mi padre adoptivo. Me deja ir con quien quiera siempre que regrese a casa, a su lado. Me compró mi hermoso coche blanco y todos mis preciosos trajes negros y me frota la espalda, porque no es mi auténtico papá.

—Ése es el tipo de padre que hay que tener. Mi padre me compró una vez una bicicleta y me dio un par de pavos para que pudiera tener un modelo de coche deportivo que anunciaban en una caja de jabón. Pero nunca me compró ningún Packard, de eso puedes estar condenadamente segura. Betty, en verdad tienes un papaíto soberbio.

Me pegué un poco más al suelo y miré por el hueco de la ventana; cuanto podía ver eran dos siluetas oscuras en una cama situada en el centro de la habitación.

—A veces, a mi padre adoptivo no le gustan mis chicos —dijo Madeleine/Betty—. Nunca arma jaleo por eso, ya que no es mi auténtico papaíto y yo le dejo que me frote la espalda. Había un chico, un policía... Mi papaíto dijo que era un mal tipo, que tenía una veta de maldad dentro. Yo no lo creí porque era un chico alto y fuerte y tenía unos preciosos dientes salidos. Intentó hacerme daño pero papaíto le ajustó las cuentas. Papaíto sabe cómo tratar con los hombres débiles que siempre quieren dinero y que intentan hacerle daño a las niñas buenas. Fue un gran héroe en la primera guerra mundial y el policía había escurrido el bulto cuando intentaron reclutarle.

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