La dama azul (13 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: La dama azul
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El plan del
Halcón
funcionó sólo a medias. Y es que, a las familias de Isleta les interesaban más otras cosas. La mayor parte de las conversaciones giraron, por ejemplo, en torno a lo seguras que se sentían las diversas etnias indígenas de campesinos y ganaderos bajo la tutela de fray Juan, cuyos buenos oficios —que ellos atribuían a su «conexión directa con el Dios de la cruz»— habían logrado detener los saqueos y matanzas ocasionales de los apaches
[19]
, la peor plaga de las llanuras.

Sólo los niños, que hacían de intérpretes, refirieron en su ingenuidad otra clase de episodios a los frailes de Perea. Hablaban de los extraños espíritus que se aparecieron a sus progenitores, instándoles a que se aliaran con los hombres llegados del otro lado del mar. Algunos pequeños afirmaban también, temblando de miedo, que esos espíritus todavía podían verse en algunas regiones no muy alejadas de allí. ¿Imaginación? ¿Cuentos para hacerles dormir? ¿O algo más? Los frailes debatieron mucho aquellos relatos, pues, a fin de cuentas, ¿qué crédito se le podía dar a un niño?

Fray Esteban anotó cuidadosamente las «pistas» que recabaron sus hombres. Lo hacía en unos pliegues en blanco que sobraban de su ejemplar de la Biblia, en la que llevaba una especie de diario de ruta muy detallista.

Sin embargo, pese a su meticulosidad, ninguna de las informaciones que consignó en aquellas páginas le ayudaría a resolver el misterio.

En realidad, se necesitaba un milagro, una señal, para que la actitud de aquellos indios cambiara. Y el prodigio llegó al cuarto día, justo cuando los frailes hacían los preparativos para abandonar Isleta. Corría exactamente el domingo 22 de julio de 1629.

Aquella jornada, festividad de santa María Magdalena por más señas, los hombres de fray Esteban y el padre Salas convocaron a la impresionable feligresía a una misa solemne. El
Halcón
intuía que los oficios religiosos podrían sensibilizar a algunos nativos, y que un buen sermón, desde el altar y rodeado de frailes, podría convencer a los adultos para que hablasen. Era —todos lo sabían— la última oportunidad que les quedaba.

Fray Esteban pensaba hablar a los fieles de los miedos de sus hijos a las «voces» del desierto, urdiendo una homilía que les llegara al alma.

Cuando el sol se encontraba ya en lo más alto, y retumbó en las llanuras el último requiebro de la campana grande de la misión, la iglesia estaba a rebosar. Los listones de madera del suelo crujían al paso de la multitud, y tanto el templo como el coro elevado sobre la puerta de acceso aparecían abarrotados de indios. Doce frailes iban a oficiar un rito que habitualmente sólo conducía uno, lo que, sin duda, había sobredimensionado las expectativas de los nativos.

—Ya puede emplearse a fondo, padre Esteban —murmuró fray Juan mientras se embozaba la casulla—. Nunca he visto tanta gente en una sola misa…

—No se preocupe. Todo está preparado. Cuando dos minutos más tarde, los doce frailes, vestidos con hábitos blancos, salieron de la sacristía hacia el altar, un intenso silencio se extendió por toda la iglesia. Todos los ojos se fijaron en la comitiva de religiosos, que se iba disponiendo ordenadamente alrededor del sagrario. Y todos se estremecieron cuando desde el coro comenzó a sonar el
Introito
en latín.

A los indios les maravillaba el poder encerrado en aquel lugar. Apenas hubieron sonado los primeros acordes, la atmósfera del recinto cambió de densidad; se creó una extraña sensación de ligereza en los presentes. Aunque no entendían una palabra de latín, sentían mejor que nadie en toda la cristiandad aquel agridulce estremecimiento en sus carnes, casi olvidado desde los cercanos tiempos en que las kivas ocuparon el lugar de las iglesias.

El padre Perea llevó el peso de la ceremonia, atrapando hipnóticamente la atención de los presentes. Después de la lectura de los textos de la Biblia, el
Halcón
se adelantó y comenzó su sermón:

—Después de que Jesús fuera crucificado, cuentan las escrituras que dos discípulos suyos caminaban hacia Emaús comentando la extraña desaparición del cuerpo del
rabbí
de su sepulcro. Caminaban y hablaban de cómo unas mujeres habían descubierto su tumba vacía, encontrándose con un ángel que les había dicho que el Maestro vivía… Los indios no pestañeaban. Adoraban que les contasen historias maravillosas. Y aquella parecía haber salido directamente de las entrañas de su desierto. El
Halcón
prosiguió.

—De improviso, se les unió un hombre al que no conocían, y que les preguntó qué era aquel asunto que les traía tan ocupados. Ellos, extrañados de que no conociera la historia de Jesús, se la contaron en detalle y el desconocido, inexplicablemente, les reprendió por su falta de fe. Luego cenaron con él, y al verle partir el pan, le reconocieron.

Era el Maestro resucitado quien les había acompañado… pero desapareció frente a ellos en un suspiro.

Algunos indios, entre ellos el mismo Pentiwa, intercambiaron miradas de sorpresa.

—¿Sabéis por qué no le reconocieron? —continuó el
Halcón
—: porque confiaron sólo en sus ojos y no en su corazón. Ellos mismos comentaron después que, en presencia de aquel extraño, sintieron arder sus corazones. Es decir, en sus entrañas sintieron que era alguien divino, pese a no reconocerlo. Y ésa es la lección: si un día encontráis a alguien que hace arder vuestros corazones, ¡no lo dudéis!, es alguien del cielo quien os habla.

Un pequeño murmullo se extendió en la retaguardia del templo. Casi nadie lo advirtió, y el padre Perea tampoco le prestó demasiada atención. Sin embargo, un grupo formado por una cincuentena de varones, con la piel completamente tatuada con motivos geométricos y oscurecida por el implacable sol del desierto, comenzó a abrirse paso entre los congregados. Habían llegado silenciosamente, deslizándose con discreción entre la feligresía, y se habían situado casi en el centro del templo, de pie, entre el resto de los parroquianos.

Fray Esteban prosiguió su sermón.

—Nuestro Señor tiene muchas formas de dejarse sentir, y una es mandar a sus emisarios para, como les sucedió a los apóstoles camino de Emaús, poder poner a prueba la sensibilidad de los hombres. Para identificarles sólo hay que estar atento a las señales que azucen vuestro corazón. ¿Acaso no habéis sentido vosotros ese fuego en las entrañas? ¿No lo han percibido ya vuestros hijos? Yo sé muy bien que sí… Nadie pestañeó. Las familias tiwa, chiyáuwipki o tompiro escuchaban absortas las «acusaciones» del franciscano, sin saber cómo reaccionar siquiera. Mientras tanto, los recién llegados miraban a su alrededor como si el sermón no fuera con ellos. De hecho, no dijeron ni una palabra; tampoco entonaron el
Deo Grafías
ni el
Pater Noster
que siguió a la homilía del padre Perea —probablemente no eran capaces de hacerlo—, y aguardaron discretamente a que la ceremonia finalizase.

Curiosamente, su presencia no pareció extrañar a nadie. Los nativos identificaron a los recién llegados como un grupo de guerreros jumanos, como los que con cierta frecuencia visitaban la región para intercambiar turquesas y sal por pieles y carnes. Solían escoltar a grupos reducidos de mercaderes, a los que protegían de los asaltos.

Cuando terminó la misa, el jefe de aquel grupo, un indio menudo, rapado, con varias espirales concéntricas tatuadas sobre su pecho y tuerto, se acercó hasta el altar, dirigiéndose sin titubear al padre Salas. Le habló durante casi un minuto en un complejo dialecto, el
tanoan
, que Salas comprendió sólo a medias, aunque lo suficiente para hacerle mudar el rostro.

—¿Qué sucede, padre?

El
Halcón
se dio cuenta de inmediato de que algo no iba bien.

—Es un jefe jumano —murmuró Salas mientras secaba un cáliz de plata—. Acaba de explicarme que lleva más de dos semanas de travesía por el desierto, al frente de cincuenta de sus mejores hombres, y que desea hablar con nosotros.

—Si lo que necesita es agua y comida, podemos ayudarles…

—No se trata de eso, padre. Este indio dice que hace algunas semanas vieron una señal que les indicó que encontrarían aquí a muchos hombres de Dios, y que algunos de ellos les podrían predicar sobre la nueva fe venida más allá de la tierra de los pastos infinitos…

—¿Una señal? ¿Qué clase de señal?

El rostro de fray Esteban se iluminó y, algo nervioso, sugestionado quizás por su propio sermón, comenzó a exigir nuevos detalles. El indio menudo accedió, complacido de responder cualquier pregunta del
Halcón
. Gesticulaba aparatosamente mientras hablaba: primero acarició sus caderas con ambas manos y luego las subió bruscamente por encima de su cabeza. El padre Salas, ducho también en el lenguaje de signos que empleaban los miembros de tribus que hablaban distinta lengua, interpretó aquellos ademanes y palabras. No le resultó muy difícil.

—Este hombre asegura que una mujer descendió de los cielos sobre su poblado. Tenía el rostro blanco como la leche, era radiante como la luz del cielo y llevaba una especie de capa azul que le cubría de pies a cabeza, y que les habló de la presencia de muchos padres cerca de allí.

—¿Ha utilizado la palabra «padres»? —balbuceó Perea.

—Sí. Y dice también que la Madre del Maíz nunca les había hablado así antes. Por eso han deducido que esa mujer tenía que ser alguna otra poderosa diosa…

—¿Diosa?

—Bueno, el «capitán tuerto» dice algo más: que aquella mujer les pidió que reunieran una representación de los mejores guerreros para que vinieran a buscarnos, y para que nos escoltasen hasta su pueblo, donde deberíamos administrar el bautismo a los suyos.

El indio hablaba muy rápido, como si se le agotara el tiempo. Acariciaba compulsivamente una tosca cruz hecha de corteza de pino y tartamudeaba un poco al hablar lo que, afortunadamente, no impidió que el padre Salas tradujera sus palabras a la perfección. Es más, diríase que entre ambos —indio y franciscano— existía cierta relación. ¿De dónde si no sacó el padre Salas el extraño apelativo de «capitán tuerto»?

Las aparatosas muecas del jumano no aclaraban aquel extremo: el «capitán» apuntaba insistentemente al cielo con el dedo índice de su mano derecha, y después lo descendía con parsimonia, trazando tirabuzones en el aire.

—Pero ¿sabe este indio lo que es el bautismo? —increpó finalmente el
Halcón
a fray Juan.

—Algo sabe, padre. Debe usted considerar que el «capitán tuerto» lleva varios años viniendo a esta misión para pedirme que envíe misioneros a su pueblo. Como siempre he estado solo, sin nadie que me ayudara en mis tareas pastorales, nunca he podido atender sus peticiones, pero quizá ahora…

—¿Y le había contado alguna vez lo de la mujer que bajó de las alturas? —insistió, visiblemente satisfecho.

—No, nunca.

—Pregúntele si él pudo ver a esa Dama Azul —ordenó Perea.

Fray Juan tradujo a una serie de sonidos ásperos y guturales la pregunta del
Halcón
, y en cuestión de segundos tradujo al castellano la respuesta del indio.

—Dice que él no, pero que algunos de los hombres que le acompañan la han visto en varias ocasiones, siempre al caer la tarde.

—¿En varias ocasiones? Esta sí es buena…

Fray Juan no dejó que el
Halcón
rematara el comentario. Sus ojos brillaban de emoción. De repente, parecía haber olvidado todas sus prevenciones anteriores.

—¿Se da cuenta? ¡Es otra señal!

—¿Otra señal? —fray Esteban no pudo ocultar su creciente enfado.

La exclamación de su interlocutor avalaba sus dudas: el monje le había ocultado información. Pero fray Juan seguía formulando sus deducciones en voz alta, atropelladamente.

—Está claro, padre. Aunque ninguno de mis feligreses indígenas quiera contarle qué les hizo aceptar a Jesucristo como su único Dios, éstos lo harán. ¿No lo ve? El «capitán tuerto» no sabe de tribunales, no teme al Santo Oficio, casi no sabe ni de los mismos españoles, pero le cuenta la historia de una mujer vestida de azul que les empuja hasta esta misión… ¡Y además llega justo ahora!

—Tranquilícese —le ordenó el
Halcón
—. Si es lo que parece, conviene que actuemos con toda precaución. Y si no lo es, deberíamos atajar para siempre esta clase de supercherías.

—¿Usted qué cree que puede ser? ¿Un milagro de Nuestra Señora? ¿Otra aparición de la Guadalupana? —fray Juan se exaltaba por momentos—. ¿No describió Juan Diego a la Virgen de Guadalupe como una Dama Azul?
[20]

—¡Válgame Dios, padre! No se precipite.

Fray Esteban le taladró con la mirada.

—¿Qué cree que debemos hacer? —repuso el padre Salas, tratando de controlar su emoción.

—Dígale a este hombre que estudiaremos hoy mismo su caso, y que decidiremos si mandamos o no a una delegación para que predique en su pueblo… —el
Halcón
le miró de hito en hito—. Mientras tanto, asegúrese de que le explique bien hacia dónde deberíamos dirigirnos y cuántas jornadas de camino nos separan de su asentamiento; después, convoque al resto de los frailes en el refectorio al aire libre. ¿Me ha entendido?

Capítulo
17

El lunes 15 de abril de 1991, Carlos estaba ya completamente repuesto de su viaje por la sierra de Cameros y Ágreda. Tras abandonar el convento el día anterior, no sólo olvidó visitar la sábana santa de La Cuesta, sino que en lugar de regresar a Logroño como tenía previsto, enfiló la N-122, y después la nacional II, en dirección a Madrid.

Una vez hubo dejado a Txema en su casa de Carabanchel, se dirigió directamente a su «cuartel general» cerca de El Escorial, donde durmió como un lirón hasta bien entrada la mañana siguiente. Estaba tan agotado que olvidó escuchar las llamadas acumuladas en su contestador automático. Tampoco llamó a Clara, la estupenda pelirroja que había conocido meses atrás en la presentación de su último libro, con la que mantenía esporádicos encuentros íntimos.

Había abandonado Ágreda con una extraña sensación en el cuerpo. Se trataba de una idea pegadiza, casi atormentada, y era la rara certeza de que Txema tenía razón cuando hablaba de la existencia del Destino. ¿Qué si no le «había guiado» por la serranía de Cameros hasta Ágreda? ¿Qué si no le había llevado hasta las puertas del convento que fundara María Jesús de Ágreda más de trescientos años antes y le devolviera a una investigación que ya había dado por cerrada?

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