—¡No es posible! —repitió—. Tenemos otro informe que contradice abiertamente su conclusión, y que invalida su hipótesis.
Benavides no se dejó aplacar.
—¿No han leído la declaración de fray Francisco de Porras? ¡Ahí está todo claro!
—¿Fray Francisco?
El padre Perea tomó la palabra:
—Sí. Después de que ustedes partieran con los jumanos, y yo fuera informado de esa expedición, el padre Benavides envió a fray Francisco y a fray Cristóbal de la Concepción, con dos hermanos legos y doce soldados, a investigar otro extraño asunto en tierras de moquis.
—¿Y cuándo fue eso? —indagó el padre Salas.
—Ya se lo he dicho, poco después de su partida.
Fray Alonso seguía con el semblante enrojecido por la ira. Resultaba evidente que él no creía que la Virgen hubiera «perdido el tiempo» instruyendo a aquellos infieles y apostaba por una solución «más racional». El
Halcón
trataba de serenarlo inútilmente. Le replicaba con paciencia y buscaba subterfugios que calmaran su crispación. Como se sentía en deuda con sus hombres, decidió ser él mismo quien les brindara una explicación a aquel extravagante comportamiento.
—El padre Porras regresó ayer y nos informó de su extraordinario encuentro con los indios moqui, así como de la fundación de nuestra próxima misión, que se llamará San Bernardo de Awatovi.
—¿Y bien? —fray Juan prestó toda su atención a la aventura.
—La expedición del padre Porras alcanzó su objetivo el pasado 20 de agosto. Se encontró con una población de indios reticentes a nuestra fe que, si bien acogieron hospitalariamente a su grupo, desde el principio buscaron poner a prueba a los religiosos.
—¿Poner a prueba? ¿Cómo?
—Los hechiceros de esas tribus son muy poderosos. Tienen a la población acobardada con sus historias sobre dioses kachinas terribles, que surgen de la tierra y agreden a quienes les son infieles. El padre Porras trató, desde el principio, de combatir esa superchería hablándoles del Creador Todopoderoso y de la debilidad de los kachinas, así que los brujos, para desacreditarle, le llevaron un niño ciego de nacimiento y le pidieron que lo curara su Dios…
—¿Los moquis no vieron a la Dama Azul?
—Aguarde, padre. Lo que ocurrió allí es algo diferente.
—¿Diferente?
Fray Juan, cansado de estar de pie, tomó asiento frente al
Halcón
, poniendo cara de circunstancias.
—¿Recuerda usted, hace más de un mes, cuando interrogamos a Sakmo, el jumano?
—Como si fuera ayer.
—¿Y recuerda cuando fray García de San Francisco le mostró el retrato de la madre Luisa de Carrión?
—Sí. Aquel guerrero dijo que la Dama Azul tenía un cierto parecido con ella, pero que era más joven y hermosa.
—Pues bien, hermano, tenemos razones para creer que esta monja está interviniendo de forma milagrosa en estas tierras.
—¿Y eso por qué?
—No se exalte vuestra paternidad. También el padre Porras es devoto de la madre María Luisa. Cuando los jefes moquis le llevaron a aquel pequeño, el padre colocó sobre sus ojos una pequeña cruz de madera, con inscripciones, que había bendecido la madre Carrión en España y que había traído consigo. Curiosamente, después de orar unos minutos con aquel crucifijo encima de la cara del muchacho, éste sanó.
Fray Alonso, más calmado, intervino.
—¿Lo comprende? Sanó por mediación de esa cruz de la madre Carrión.
—¿Y dónde está ahí la Dama Azul? —protestó fray Diego enérgicamente—. ¿No estaremos mezclando cosas que no tienen nada que ver? Que un niño sane por una cruz bendecida no…
El padre Benavides intervino:
—Por supuesto, este prodigio será debidamente estudiado por mi sucesor, el padre Perea. El será quien demuestre si existe o no relación entre ambos sucesos. No obstante, hay algo que quiero que comprueben ustedes por sí mismos.
Fray Juan estiró el cuello y fray Diego dio un par de pasos hacia la mesa, para contemplar lo que Benavides quería mostrarles. Ceremoniosamente, colocó frente a los frailes el rosario de Masipa y la cruz de la madre Carrión. Hurgó entre las cuentas hasta localizar la cruz de plata y la situó junto a la traída por el padre Porras.
—¿Lo ven? Son como dos gotas de agua.
El padre Salas tomó ambas cruces en sus manos. Tenían el mismo tamaño y los mismos bordes en relieve.
—Pero con todos mis respetos, padre Benavides, todas las cruces se parecen.
Y fray Diego le secundó rotundo.
—Eso no prueba nada.
—Maldito excéntrico —pensó.
Giussepe Baldi entró a regañadientes por la puerta de Filarete, la
loggia delle benedizione
de la basílica más famosa de la cristiandad, y se dirigió a la zona donde los turistas hacen cola para ascender hasta la cúpula de San Pedro.
Tras echar un breve vistazo a los confesionarios apretados contra las paredes de mármol del muro sur, buscó el número 19. Los dígitos apenas eran visibles sobre aquellas vetustas cajas de madera barnizadas mil veces, pero si se prestaba atención, un buen observador podía terminar intuyendo lo que un día fueron unos espléndidos números romanos pintados de color oro, marcados en el ángulo superior derecho de cada «locutorio». El XIX se correspondía con el más oriental de todos ellos; el más cercano a la ampulosa tumba de Alejandro VI, y lucía un mohoso cartel que anunciaba las confesiones en polaco del sacerdote responsable, el padre Czestocowa.
Baldi se sentía ridículo. Se avergonzaba sólo de pensar que debía de hacer más de un siglo que nadie usaba los confesionarios para mantener una reunión discreta entre clérigos, y mucho menos en unos tiempos en que el Vaticano disponía de salas a prueba de «canarios» de última generación. Esto es, de los sofisticados y minúsculos micrófonos espía que tanto gustaba colocar en despachos cardenalicios a los chicos de los servicios de seguridad del Santo Oficio y de otras «agencias» extranjeras. ¡Ni el Papa estaba a salvo!
El benedictino no tenía elección. La cita era inequívoca. Aún más, incuestionable. Así que el veneciano terminó hincando sus rodillas en el lado derecho del confesionario. Lo tuvo fácil: como era previsible, ningún polaco esperaba a esa hora para recibir la absolución.
Los paisanos del Santo Padre suelen emplear ese momento del día para dormitar o ver la tele.
—Ave María Purísima —susurró asegurándose de que nadie estaba lo suficientemente cerca como para escucharle.
—Sin pecado concebida, padre Baldi.
La respuesta dada por la sombra sentada al otro lado de la celosía de madera, confirmaba que había elegido bien. El «evangelista» trató de disimular su entusiasmo.
—¿Monseñor?
—Sí. Me alegro que hayas venido, Giuseppe. Tengo noticias importantes que comunicarte y albergo razones para creer que ni mi despacho es ya un lugar seguro.
La inconfundible voz nasal de Stanislaw Zsidiv traía consigo ciertos aires funestos que intranquilizaron a su «penitente».
—¿Se sabe ya algo sobre la muerte de «San Mateo»?
—No. La autopsia no reveló ningún dato de interés, aunque la policía averiguó que el padre Luigi Corso atendió una visita media hora antes de arrojarse por la ventana. Ahora, todos los esfuerzos se concentran en saber quién fue esa persona y si influyó en su decisión de quitarse la vida.
—Entiendo.
—Pero no te he hecho venir para eso, Giuseppe.
—¿Ah, no?
—¿Recuerdas cuando hablamos en mi despacho del
Memorial
de Benavides?
Monseñor puso a prueba la memoria del «evangelista».
—Creo que sí. Si no recuerdo mal, se trata de un informe redactado por un franciscano en el siglo XVII acerca de las apariciones de la Dama Azul en el sur de los Estados Unidos…
—En efecto —asintió Su Eminencia satisfecho—. Aquel documento fascinó a «San Mateo» porque creyó ver en él la descripción pormenorizada de cómo una monja de clausura se trasladó físicamente de España a América para predicar a los indios. Sin embargo, luego se demostró que aquella apreciación fue demasiado generosa por parte del padre Corso, y cuando otros hermanos se lo hicieron ver, trató de enmendar su vehemencia localizando un segundo texto, redactado en 1634 por el mismo fraile, donde pensaba encontrar —esta vez sí— una descripción más «técnica» del modo en que la monja supuestamente saltó el océano.
—¿Y lo encontró?
—No. Eso es lo grave. Es un texto al que nadie había concedido la menor atención hasta ahora, pues sólo disponíamos de vagas referencias de él. Corso lo buscó en los archivos pontificios, pero nunca lo encontró. Sin embargo, hace unos días, alguien entró en la Biblioteca Nacional de Madrid y robó un manuscrito que perteneció al rey Felipe IV…
—¿No…?
El confesor resopló antes de que el benedictino formulara su pregunta.
—Era el memorial que «San Mateo» había estado buscando. La policía española, según me informaron ayer, no ha encontrado ninguna pista de los ladrones, pero todo apunta a que se trata de un trabajo realizado por profesionales. Quizá los mismos que robaron los archivos del padre Corso. ¿Comprendes la gravedad del asunto?
Baldi calló.
—La impresión que tengo es que alguien pretende hacer desaparecer toda la información relativa a la Dama Azul, para perjudicar el avance de nuestro proyecto de Cronovisión.
—¿Y por qué tantas molestias? ¿Por qué no cerrar el proyecto desde altas instancias y ya está?
—Otra posibilidad —murmuró Zsidiv— es que ese «alguien» haya desarrollado una investigación paralela a la nuestra, haya obtenido resultados satisfactorios y ahora esté borrando las pistas que le condujeron al éxito.
El «evangelista» protestó.
—Eso no son más que conjeturas.
—¿Y qué propones?
—No estoy seguro. Quizá si supiéramos lo que contenía ese documento robado, sabríamos por dónde comenzar a investigar…
Monseñor trató de estirar las piernas dentro de aquella especie de ataúd vertical.
—Eso lo sabemos, padre.
—¿De veras?
—Claro. Benavides actualizó el
Memorial
de su estancia en Nuevo México aquí, en Roma. Hizo dos copias del mismo: una para el Papa Urbano VIII y otra para Felipe IV.
—Entonces, lo tenemos —se entusiasmó Baldi.
—No exactamente… Verás. Fray Alonso de Benavides fue Custodio de la provincia de Nuevo México hasta septiembre de 1629. Después de interrogar a los misioneros que habían estado en algunas tribus de la región recogiendo datos de la Dama Azul, marchó a México, desde donde el arzobispo de aquel entonces, un vasco llamado monseñor Manso y Zúñiga, le envió a España a completar una investigación muy especial…
—Tú dirás.
—Benavides llegó a México con el convencimiento de que la Dama Azul debía de ser una monja con fama de milagrera en Europa, llamada María Luisa de Cardón. El único problema es que los indios describían a una mujer joven y guapa, y la madre Cardón pasaba en aquel momento de los sesenta años. Aquello no persuadió a Benavides que, en lugar de creer que la Dama Azul podía ser una nueva aparición de la Virgen de Guadalupe, pensó que el «viaje por los aires» de la de Cardón podría haber rejuvenecido su aspecto.
—¡Tonterías!
—Déjame explicártelo. En Ciudad de México, el arzobispo le mostró la carta de un fraile franciscano llamado Sebastián Marcilla, donde se hablaba de otra monja más joven, sospechosa también de haberse bilocado a América. Y ésa era María Jesús de Ágreda. Así que, Manso y Zúñiga envió a Benavides a España a investigar, y después de hacer sus averiguaciones se vino a Roma a redactar sus conclusiones.
—Entonces, ¿por qué la copia del
Memorial
que hizo para el Papa no sirve?
—Porque no eran idénticas. Para empezar, la del Papa la volvió a datar en 1630. De ahí, insisto, que Corso no la identificara y, en segundo lugar, lo más importante, en el ejemplar que envió al rey, Benavides añadió ciertas notas en los márgenes, con especificaciones de cómo creía él que la monja se había trasladado físicamente, llevándose consigo objetos litúrgicos que repartió entre los indios. Según parece, mientras la madre Ágreda caía en trance en su convento, y se quedaba como dormida, su «esencia» se materializaba en otro lugar.
—Justo el «Santo Grial» de Monroe y del INSCOM.
—¿Cómo?
El comentario de Baldi desarmó a monseñor.
—Me explico. Siguiendo tus instrucciones, tomé posesión de mi puesto en los laboratorios en los que trabajó Corso. Su ex ayudante, Albert Ferrell, me habló de cómo, con la ayuda de antiguas notas musicales y de los sonidos desarrollados por el ingeniero gringo del que usted me habló, habían tratado de «materializar» personas en otros lugares.
—Sí, estaba al corriente.
—Al parecer, utilizaron una mujer para esos intentos. De hecho, ella fue la persona que trabajó más estrechamente con «San Mateo» antes de su muerte. Desgraciadamente, se marchó a los Estados Unidos hace unos meses.
—¿La has localizado?
—Todavía no, pero cuando lo consiga pienso viajar hasta donde esté para aclarar unas cuantas dudas. Seguramente ella sabrá más que nadie de los logros de la Cronovisión. Incluso puede que conserve alguna copia de la información que fue robada al «primer evangelista»…
El padre Baldi no llegó a terminar la frase. Tres fuertes golpes retumbaron por toda la basílica, como si alguien hubiera derribado otras tantas estatuas contra el suelo o… disparado. Las detonaciones habían sonado muy cerca de donde se encontraban. En concreto, junto a una enorme estatua de mármol, de más de cuatro metros de altura, de Santa Verónica.
Desde el ángulo que le brindaba su posición en el reclinatorio, Baldi sólo pudo distinguir una masa de humo elevándose majestuosamente hacia el techo de la nave.
—Un atentado… —susurró con espanto.
—¿Cómo dices? —monseñor, petrificado por el desconcierto, permaneció inmóvil dentro del confesionario.
—Parece un atentado contra la Verónica.
—No es posible.
Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Dos segundos después de las detonaciones, un hombre de complexión atlética, enfundado en un traje negro, con un portafolios muy voluminoso bajo el brazo, emergió de la intensa nube de polvo y humo. El individuo se movía como un gato, sorteando a los incrédulos fieles que contemplaban el «espectáculo», y corrió hacia el padre Baldi y la puerta de acceso a la cúpula.