La dama azul (24 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: La dama azul
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—Para eso hablaremos con el tal Jeremías. El padre Tejada fue muy entusiasta sobre sus conocimientos acerca de manuscritos de esa época.

—Y te lo dijo tan pronto os dejé solos, ¿eh? Oye, ¿tú matas siempre dos pájaros de un tiro?

Carlos encogió los hombros en un gesto divertido. Después, se lanzó sobre la estantería. Encontró la obra en pocos segundos. Se titulaba
Historia y magia natural o Ciencia de Filosofía oculta
y era un tratado de más de 350 páginas que recogía una especie de
Summa
geográfica con todos los conocimientos comunes de la época de su redacción, a finales del siglo XVII. Describía los continentes conocidos con escuetos detalles, y añadía, con frecuencia regular, alusiones a las tierras dominadas por la corona española y sus poderosos monarcas.

Carlos hojeó la obra con deleite. Cuando llegó a la página 125, sus ojos casi se salieron de las órbitas.

—Mira. Aquí está. Mira. Tejada tenía razón. Lee.

—«Si la noticia de la fe ha llegado a los fines de la América»… ¿Y…?

—Es justo lo que buscábamos.

José Luis profirió un gruñido apenas audible.

—¿No te das cuenta? El autor se pregunta si alguien había logrado evangelizar partes del Nuevo Mundo antes de la llegada de Colón…

—Insisto, ¿y…?
—Pues que la Dama Azul no fue la primera.

—Bueno, tú lee lo que quieras y luego me lo cuentas.

El periodista hizo caso omiso del desinterés de José Luis, y se sumergió en el tratado. Leyó estupefacto cómo los primeros jesuitas que arribaron a Sudamérica ya se tropezaron con pistas que indicaban que otros cristianos habían estado predicando por aquellas tierras antes que ellos. Y no precisamente de la orden de San Francisco. Al parecer, varios de aquellos primeros misioneros descubrieron que los indios veneraban formas adulteradas de la Santísima Trinidad bajo las advocaciones de «padre del sol», «hijo del sol» y «hermano del sol», y que especialmente en Paraguay se conservaba el recuerdo del paso de un tal Pay Zumé, que, cruz en ristre, predicó la buena nueva de la resurrección mucho tiempo antes de la llegada de los españoles.

¿Qué concluyeron aquellos padres?: Pues que había sido santo Tomás, el apóstol escéptico de Jesús, quien recorriera aquellos territorios en el siglo I. Y es que —según leyó Carlos en el apretado resumen—,
Pay Zumé
era una deformación lingüística de santo Tomé o santo Tomás.

—Vaya, vaya… —masculló una voz anciana a sus espaldas—. Así que ustedes son los que preguntaban por mí y consultan nuestro ejemplar del informe del padre Castrillo… Qué agradable combinación.

Carlos despegó la vista del libro.

—El padre Jeremías, supongo… —vaciló.

—El mismo. O mejor, el único Jeremías de todo Loyola.

Parecía un anciano simpático. Algo encorvado por la edad, pero con la cabeza todavía cubierta por una fina cabellera canosa. José Luis lo radiografió como sabía hacer, buscando indicios de «criminalidad» en su aspecto. Deformación profesional.

—Muy poca gente viene a consultar libros tan raros como ése…

—Verá —se explicó Carlos—. Busco información sobre la leyenda de que jesuitas y franciscanos encontraron huellas de anteriores predicadores en América…

—¡Excelente! —bramó—. ¡Pero eso no es una leyenda!

—¿Cómo dice? —el
patrón
se extrañó—. ¿Da la Iglesia crédito a esa historia? ¿Podría usted decirnos algo?

—Joven, me temo que ignoras muchas cosas, porque crees que lo que te enseñaron en las escuelas es la única y comprobada verdad; y eso no es cierto.

José Luis asintió detrás del religioso, con gesto jocoso. De vez en cuando disfrutaba haciendo ver al periodista que la edad es un grado de sabiduría que sólo se alcanza con el tiempo. Un estadio natural de perfección mental del que su joven amigo estaba aún lejos.

—Déjame que te explique que cuando yo estuve en Brasil hace cuarenta años, en el estado de Bahía, en una región selvática del Amazonas, ya oí hablar de cosas que Castrillo sólo esboza de manera intrascendente en este libro…

Carlos se quedó lívido.

—Por favor, continúe.

—En Brasil, los indígenas que poblaban la bahía de Todos los Santos enseñaron a mis predecesores primero, y a mí cuando llegué después, huellas de pies humanos grabadas en el suelo de roca, que veneraban como pertenecientes a Pay Zumé. En otros lugares como Itapuá, en Cabo Frío o en Paraíba se hallaron más huellas de esta clase… como si los pies de santo Tomás hubieran derretido la roca.

—¿Y da usted por hecho que son de santo Tomás?

—Lo dijo Jesús, ¿no?: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura».
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Y Tomás lo hizo.

—Entonces, ¿por qué nunca se dio a conocer en Europa esta tarea? No recuerdo haber leído nada en los libros de historia.

—Quizá porque ni él ni ninguno de sus compañeros regresaron jamás para contarlo. Creo que Dios debió dejar a Tomás en Brasil, y de allí predicó en Paraguay, en Bolivia y en Perú, donde le conocieron como Pay Zumé, Paitume o Padre Gnupa, que de todos ellos se habla en esas regiones. —Y añadió—: En Paraguay, según el libro de Castrillo que estás consultando, el santo profetizó que sus palabras se habrían de olvidar, pero que otros hombres llegarían después trayendo el mismo mensaje del Evangelio… Por eso hubo regiones más fáciles de catequizar que otras.

—¿Y no ha quedado ningún otro rastro de esos viajes, aparte de las pisadas del santo?

—Claro que sí —tronó el jesuita—. En Tiahuanaco, por ejemplo, muy cerca del lago Titicaca, existe un monolito de más de dos metros de altura que representa a un hombre barbado. Y, como usted sabrá, los indios del altiplano boliviano son imberbes. La estatua está en un recinto semisubterráneo, como las kivas de los indios de Norteamérica, llamado
Kalasasaya
, y se cree que representa a un predicador. Muy cerca existen otras estatuas a las que los indígenas llaman «monjes» desde hace siglos, y que bien podrían haber representado también a esos primeros evangelizadores cristianos, muy anteriores a Colón o Pizarro.

José Luis comenzaba a ponerse nervioso otra vez. No sólo se estaba haciendo tarde, sino que todavía no había tenido ocasión de hacer las preguntas adecuadas.

—Perdone usted, padre Jeremías —interrumpió—, pero en realidad queríamos hablar con usted de otra cosa.

—¿De qué se trata?

—¿Conoce usted los escritos de un franciscano del siglo XVII llamado Benavides?

—Claro. Su
Memorial
es uno de los primeros documentos publicados sobre la historia de Nuevo México, junto a la obra de un soldado de la expedición de Oñate llamado Gaspar de Villagrá…

Su respuesta le satisfizo.

—Conocerá por tanto, el
Memorial
inédito que Benavides escribió en 1634…

El padre Jeremías se revolvió.

—Es curioso que me pregunte por esa obra. Hace algunos meses recibimos una carta de una coleccionista de Los Ángeles que nos preguntaba si disponíamos de ese manuscrito y si podríamos enviarle una copia del mismo. Estaba incluso dispuesta a pagar una fuerte suma por el original si era el ejemplar que buscaba.

—¿Y qué le respondió?

José Luis miró a Carlos con un gesto victorioso. Habían dado en el clavo… Al menos, en uno de ellos.

—La verdad: que nunca habíamos tenido acceso directo al texto y que desconocíamos dónde podría estar.

—Quizá en la Biblioteca Nacional.

—No lo sé. No consta registrado en el archivo general. La Biblioteca posee una amplia sección de manuscritos reservados, que no aparecen en los inventarios de acceso público. Piensen que esa revisión no llegó, según parece, a la imprenta. El problema es que muchos manuscritos o incunables, o incluso cuadernillos, no están ni siquiera registrados y ahora que los historiadores ya podrían examinarlos se les veda el acceso por falta de medios. Además, siempre se ha rumoreado que Benavides amplió su
Memorial
con una serie de observaciones farragosas que nadie en su época comprendió…

—¿Guarda todavía la carta de esa coleccionista?

—Sí. Lo guardo todo. Es deformación profesional. Si quieren voy a buscarla.

—Por favor.

El padre Jeremías se levantó solícito, y cuando estaba a punto de cruzar el umbral de la biblioteca, se volvió y abordó a sus interlocutores en voz alta.

—Todavía no me han dicho para qué quieren esta información.

—Somos biógrafos de Benavides —mintió José Luis.

El jesuita no le creyó.

—Está bien, ahora vuelvo —refunfuñó.

Dos minutos después, los datos de la coleccionista engrosaban las notas de los cuadernos de José Luis y Carlos. Un nombre —Jennifer Narody—, una dirección y una ciudad: Venice Beach, cerca de Los Ángeles, California.

Tras despedirse del padre Jeremías, José Luis y Carlos intercambiaron dos lacónicas frases.

—Ahora todo es cosa de la Interpol.

—No. Aún es cosa mía.

Capítulo
32

«Gran Soñador» se despertó cuando la sintonía de información meteorológica de la CNN comenzó a tronar. Las 8.30 de la mañana. Amaneció con la sensación de que su cabeza había estado dando vueltas toda la noche y no consiguió detener aquellos infernales movimientos hasta que los chorros a presión de su ducha consiguieron enfriarla. Ella lo sabía —esos extraños sueños la estaban extenuando—, pero desconocía cómo restaurar su salud mental sin levantar las sospechas del INSCOM o, aún peor, del Departamento de Defensa.

Para rematar la sensación de desánimo, el tiempo seguía plomizo sobre Los Ángeles, y las olas que sacudían la playa de Venice salpicaban violentamente el paseo peatonal.

Ante un panorama tan desapacible, la peor opción era quedarse en casa expuesta a la soledad. Sin pensárselo mucho, Jennifer se abrigó con un vistoso impermeable amarillo —un regalo de su ex marido hacía más de quince años— y tomó un taxi hacia Melrose Avenue. Tenía la intención de visitar una librería que el día anterior le recomendara el doctor Altshuler. Se trataba de un célebre establecimiento, citado incluso por Shirley McLaine en sus libros «nueva era», donde se daban cita toda clase de personajes antisistema: curanderos, músicos, místicos, echadores de cartas… En fin, esa clase de gente por la que nunca antes se había sentido atraída, pero que ahora podía servirle para mitigar sus preocupaciones terapéuticas.

El taxi le dejó frente a la librería Bodhi Tree. Visto desde fuera, el local apenas se distinguía de los bungalows blancos de esa zona. Se accedía a la tienda a través de una escalera estrecha de dos tramos.

Jennifer subió de carrerilla los quince escalones y empujó con delicadeza una puerta con una pequeña placa de bronce atornillada en el centro, en la que se leía «pase sin llamar».

Ingenuamente, «Gran Soñador» pretendía encontrar alguno de los «libros para iluminar el corazón y la mente» que anunciaban pomposamente las tarjetas rosa del establecimiento. Altshuler le había entregado una y le había recomendado que preguntara por Joseph, y le expusiera abiertamente su inquietud.

—¡Sueños con el pasado!

Joseph, un hombre que rozaría ya los treinta, de aspecto hippie y gafas redondas con cristales gruesos, repitió en voz alta su consulta.

—Hmmm… —murmuró—. Supongo que no le interesará ningún tratado sobre la interpretación de los sueños, ¿verdad?

—No, no. Nada de eso. Mis sueños son reales, no necesitan interpretación.

De las estanterías con la etiqueta «psicología» clavada con chinchetas, pasó a las correspondientes a «metafísica», «cristales» y «meditación»; se detuvo cuando llegó a «parapsicología».

—¡Aquí está! —saltó el librero—. ¿Conoce usted el caso del Petit Trianon? No es exactamente un sueño, pero…

Su clienta negó con la cabeza, al tiempo que él extraía de una estantería baja un volumen negro de pasta brillante, titulado
Phantom Encounters
. Pertenecía —le explicó con tono uniforme— a una nueva colección de libros recomendada por las revistas
Time
y
Life
, en donde podría encontrar algunas interesantes sugerencias. Especialmente, sobre ese asunto del Petit Trianon.

—¿Y de qué se trata?

—De la historia de dos mujeres que, a comienzos de siglo, paseando por Versalles, creyeron haber sido trasladadas a la época de Luis XV y María Antonieta.

—Sí… Podría ser lo que estoy buscando.

—Ese libro no solucionará tus problemas, chiquilla.

Una anciana de voz ronca, con un vistoso pañuelo fucsia que le cubría la cabeza, se acercó sinuosamente a librero y clienta, cerrándoles con descaro el paso por aquel reducido corredor.

—Es Madame Samantha, nuestra vidente —Joseph esbozó una sonrisa divertida.

—Desde que te vi entrar, percibí algo extraño en ti. Dame tu mano, pequeña.

Jennifer no tuvo tiempo de reaccionar. La anciana tomó su mano derecha, acarició suavemente su palma, como si tratara de alisarla, y se concentró, según dijo, en sintonizar con su energía vital. Tras un par de convulsiones, Madame Samantha murmuró algo:

—¡Ay, chiquilla! Tú has tenido que ver con un trabajo que iba en contra del orden que Dios creó para el hombre. Tus ofensas le han alcanzado, pero Él, que es misericordioso y todo lo sabe, utilizará esas ofensas en beneficio de muchos.

«Gran Soñador» la miró atónita.

—Tres señales marcan lo que te digo. La primera te acompaña ya. La segunda, en cambio, es la más importante y no la entenderás hasta que llegue la tercera.

—No entiendo.

Madame Samantha abandonó su trance durante un segundo, le guiñó un ojo y le apretó la muñeca.

—Si la primera señal es lo que me imagino, sólo son sueños…

Jennifer se estremeció.

—¡Ay! —espetó la anciana con voz gutural—. Tus sueños no son únicamente sueños. Son fragmentos de algo mayor, desconocido, de un Plan.

—¿Un Plan?

—Sí, sí… Lo veo. Un plan controlado por… ¡Ohhhh!

Madame Samantha comenzó a temblar de nuevo, esta vez con mayor violencia. Sus espasmos se prolongaban, como si fueran ondas, hasta la mano de Jennifer. Tras varias convulsiones, se serenó y, entornando los ojos, susurró:

—No temas. Te protege una mujer vestida de azul.

Jennifer palideció. Su rostro se crispó como si acabara de escuchar algún funesto augurio de la sibila de Delfos. Tenía sus razones: ¡aquello formaba parte de sus visiones nocturnas! ¿Cómo era posible que aquella charlatana hubiera escrutado sus sueños? Apartó su mano con fuerza y huyó en dirección a la caja. Allí pagó los 19,95 dólares que costaba el libro —más los cinco extras que le reclamó Madame Samantha, que apareció a su lado cuando intentaba guardar el cambio y el libro en el bolso sin perder los nervios— y abandonó la tienda. No se despidió de Joseph, aunque se percató de cómo había estado observando toda la escena y sonreía satisfecho. Se prometió no volver jamás.

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