La dama azul (33 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: La dama azul
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—Oh, sí. Cuando en 1630 los franciscanos sospecharon que quizá la mujer que se había aparecido en Nuevo México para evangelizar a aquellos infieles podía ser una monja de su orden, mandaron a Ágreda al que fuera Padre Custodio en Santa Fe para interrogar a la «sospechosa». Los interrogatorios duraron dos largas semanas, tras las cuales, el Custodio…

—¿Benavides?

—Exacto. El Custodio redactó un informe donde consignó las conclusiones de sus interrogatorios.

—¿Sabe cuáles fueron?

—Sólo aproximadamente. Al parecer, Benavides dedujo que la monja lograba desdoblarse (o bilocarse, como prefiera), siempre tras escuchar unos cánticos muy determinados que la hacían entrar en un trance muy profundo. De hecho, en el pasado hablé bastante de este asunto con el ayudante de «Mateo».

—Fray Alberto. Le conozco.

—El mismo.

—¿Y qué le dijo?

—Se mostró muy interesado en esa «pista». Y en cierta manera era lógico, ya que entre los «evangelistas» habían circulado notablemente sus estudios sobre prepolifonía, donde usted mismo aseguraba que ciertas frecuencias de música sacra antigua podían ayudar a provocar estados alterados de conciencia que favorecieran la bilocación.

—Así que tomaron en serio mis estudios… —Baldi sonrió satisfecho.

—¡Oh sí! Recuerdo especialmente uno de los informes que usted envió al padre Corso, en el que explicaba cómo los griegos habían descubierto que según el modo en que se emplearan las notas musicales, se podían provocar distintos estados de ánimo en una audiencia reducida. ¿Lo recuerda?

—Cómo no voy a recordarlo. Aristóteles explicó la forma en que la música obraba sobre la voluntad. Los pitagóricos descubrieron que la música en modo
re
(o frigio) levantaba el entusiasmo de los guerreros; en modo
do
(o lidio) se conseguía el efecto contrario, debilitando la mente del escucha; en modo
si
(o mixolidio) provocaba accesos de melancolía…

—… Y en modo
mi
se provocaban accesos de contemplación extática —le atajó el gigante.

—Sí, sí. Eso es cierto. El modo
mi
marca el umbral de una percepción musical nueva.

—Pues escuche: el ayudante del padre Corso me confirmó que habían podido demostrar experimentalmente cómo cada cosa o situación creada tiene una vibración exclusiva, y cómo si otro objeto o mente logra colocarse en esa misma vibración, accederá a la esencia de esa cosa, en su época y lugar correspondiente. El descubrimiento era genial, y éste, combinado con el modo
mi
, parece que les dio la pauta que buscaban en Roma.

—¿Le dijo eso fray Alberto?

El padre Tejada se acarició una vez más la barba. Estaba tan excitado que no parpadeaba siquiera.

—¡Naturalmente! ¿No lo entiende? Lo poco que yo sabía de los interrogatorios de Benavides a sor María Jesús era que ésta le explicó con pelos y señales en qué momentos solía entrar en trance y desplazarse hasta América en bilocación. Lo hacía escuchando los
Aleluyas
[32]
, después de las lecturas de los evangelios durante la misa. Las vibraciones de ese tema, entonadas por ella misma y por su comunidad de religiosas, la catapultaban a más de diez mil kilómetros de distancia.

—¿No sabrá si Corso pudo reproducir con alguien algún fenómeno similar?

—Ahora que lo dice, sí… Recuerdo también que fray Alberto me habló de que, investigando las composiciones musicales para las misas medievales, muchas de las cuales llegaron intactas hasta el Vaticano II, localizaron elementos acústicos que aplicaron a varias personas.

El benedictino se mostró más expectante que nunca.

—¿Y cuándo fue eso?

—Hará seis o siete meses, como mucho.

—¿Y sabe qué sonidos aplicaron? —preguntó Baldi muy intrigado.

—Déjeme pensar… Por ejemplo, al menos desde el siglo XVI el
Introito
de la misa, ya sabe, la canción que anuncia el tema del que se hablará en la ceremonia, se cantaba en modo
do
. El
Kyrie Eleison
y el
Gloria in Excelsis Deo
posterior
[33]
, en modo
re
. Y el modo
mi
se empleaba entre las lecturas de la Biblia y la consagración con los
Aleluyas
.

—¡Por supuesto! —bramó «Lucas»—. ¡La misa tradicional cifra en realidad una octava completa, desde el inicio hasta el fin!

—¿Qué insinúa?

—Está claro, que la liturgia fue diseñada para, entre otras cosas, provocar mediante vibraciones sonoras estados místicos que catapultaban a las personas más sensibles fuera de su cuerpo. ¡Mi tesis!

—Pero, padre Baldi, hay algo que no entiendo: ¿por qué ese «efecto catapulta», como lo llama usted, sólo lo vivió la madre Ágreda y no otras monjas del convento u otros fieles que también acudían a misa?

—Bueno… —vaciló—. Debe de existir una respuesta neurológica para ello. Pero claro, no disponemos de tejido cerebral de la monja para demostrarlo con total seguridad.

El benedictino se levantó azorado de su silla y comenzó a caminar en pequeños círculos.

—Me ha dicho que Corso utilizó esas frecuencias con algunas personas. En Roma, ayer mismo, fray Alberto me indicó que aplicaron los sonidos extraídos de las misas antiguas con otros sintetizados por ordenador a una mujer a la que llamaban el «Gran Soñador». Sin embargo, ante el fracaso de las pruebas, la mandaron a casa.

—¿Una mujer? ¿Italiana?

—No. Norteamericana.

—En ese caso…

El padre Tejada rebuscó en las páginas de su dietario, como si de repente hubiera recordado algún dato de interés.

—… Aquí está. No sé si resultará útil, pero cuando la policía vino a verme preguntándome por el manuscrito robado de Benavides, les envié a un buen amigo mío experto en documentos del siglo XVII. Un hermano de la
Societas Jesu
[34]
que más tarde me telefoneó para decirme algo curioso: los policías se habían interesado particularmente por los datos de una coleccionista americana que tiempo atrás escribió a Loyola preguntando por el paradero de ese texto del padre Benavides. No me extrañaría que estuviéramos hablando de la misma persona.

—¡Claro! ¡La señal!

—¿Cómo dice?

—Que ésa es la señal. ¿No lo entiende? Usted es el «segundo» a quien debía preguntar, y ese dato es la señal.

Es evidente, ¿no?

El gigante sonrió. O aquel nervioso benedictino era un visionario genial… o había perdido definitivamente los nervios con aquel caso.

Capítulo
42

Jennifer acudió a abrir la puerta al segundo timbrazo. Aunque el primero, largo y monocorde, lo había oído perfectamente, lo «encajó» dentro de su último sueño como sólo puede suceder cuando alguien está inmerso en ese estado.

Le costaba entender quién podría llamar a su puerta a las diez de la mañana, pero se resignó a levantarse. Qué remedio. Aquél era uno de esos defectos adquiridos en la Academia Militar de Fort Meade, fruto de tediosos entrenamientos psicológicos pensados para moldear los hábitos de la soldadesca e impedir que dejaran un asunto sin resolver o una llamada sin atender. Y Jennifer lo sabía.

Se envolvió en una bata de seda negra, se sacudió el pelo tratando de despejarse un poco, y cruzó a toda velocidad el salón.

Al asomarse por la mirilla, descubrió a un joven de unos treinta años, con gafas de montura metálica, delgado y con cara de empollón, que aguardaba impaciente. No le había visto jamás.

—¿Señorita Narody? —la pregunta del visitante se escapó de sus labios cuando intuyó que le observaban.

—Sí, soy yo. ¿Qué desea?

—No sé cómo explicarle… —titubeó en un inglés sólo aceptable, que delataba su condición de extranjero—. Mi nombre es Carlos Albert, soy el periodista español que le dejó un mensaje en el contestador hace unos días.

¿Se acuerda? Quería hablar con usted sobre su interés en manuscritos españoles del siglo XVII. Quizá lo recuerde.

—Hey, sí.

—Por favor, ¿podemos hablar?

Jennifer dudó si abrir o no la puerta a aquel desconocido, pero, finalmente, no tuvo otra elección. Sobre todo cuando el hombre mencionó algo acerca de un robo de material histórico que la policía estaba investigando y que podía incriminarla.

—Siento de veras las molestias que se ha tomado viniendo hasta aquí —atajó brusca el último comentario del
patrón
, mirándola ahora por la puerta entreabierta—, porque nunca he sido coleccionista de esa clase de documentos. Creo que se ha equivocado de persona.

—Pero es usted Jennifer Narody, ¿no?

—Sí, lo soy.

—¿Y no fue usted quien escribió al santuario de Loyola para pedir una copia del
Memorial
de Benavides? Yo vi su carta…

—¿Benavides? ¿Fray Alonso Benavides?

Jennifer tartamudeó ligeramente mientras pronunciaba con marcado acento californiano el nombre completo del fraile.

—Ése. ¿Lo conoce?

—Más o menos… —siguió vacilando—. Pero yo nunca he escrito a nadie sobre ese tema.

—¿Y tampoco ha visto el manuscrito del que le hablo?

La mujer no respondió. Su cerebro trataba de encontrar un sentido a todo aquello. Sus sueños, aquella visita y hasta el documento al que se refería mister Albert, parecían piezas de un mismo tablero de ajedrez, que sólo ahora, con un poco de esfuerzo, parecía poder ver con cierta perspectiva. De repente, en sólo un segundo, como si su conciencia se hubiera elevado sobre ese hipotético casillero blanquinegro, lo entendió todo: la predicción de la gitana, sus visiones de Nuevo México y hasta el envío de UPS desde Roma del que casi ya se había olvidado. «¡Claro! —estalló para sus adentros—, la segunda señal era el documento que recibí, ése que no entendería hasta que llegara la tercera.»

—Usted es la última señal… —murmuró.

Carlos palideció.

—¿La señal?

—Será mejor que entre y que le eche un vistazo a algo.

Jennifer se ajustó su bata, cerrándola hasta el cuello, antes de abrir la puerta de par en par. Carlos entró en el apartamento, mientras volvía a percatarse del rumbo extraordinariamente fácil que tomaban los acontecimientos.

Es más, comenzaba a temer verse envuelto de nuevo en la misma espiral de sincronicidades que le rodearon en Ágreda semanas atrás.

El apartamento no le pareció un ejemplo de orden. Se intuían los restos del
way of life
americano en las cajas de pizza amontonadas sobre una mesa de cristal baja, y en la colección completa de discos de Bruce Springsteen desparramada delante de un aparatoso equipo de música. En un armario de bambú oscurecido por sucesivas capas de barniz, Jennifer Narody se detuvo a rebuscar algo en los cajones.

—¿Puedo ayudarla?

—No, no. Nadie se aclara con mi orden excepto yo.

—Claro, lo comprendo —admitió Carlos disimulando una sonrisa.

—¡Aquí está! Ha de ser esto.

Jennifer depositó sobre el televisor un grueso manojo de páginas antiguas, atadas con cordeles, y escritas en un estilo de caligrafía que el
patrón
había tenido ocasión de contemplar en muchos otros documentos del barroco español. Una oleada de sangre subió a su rostro, sonrojándole.

—¿De dónde lo ha sacado?

—¡Oh! Lo recibí hace algunos días por mensajero. Fue enviado desde Roma, sin remitente, y como no entendí de qué podía tratarse, lo guardé aquí.

—¿Se lo pudo enviar algún amigo coleccionista?

—Ya le he dicho que no me interesan las antigüedades.

—¿Y entonces?

—Lo ignoro. Lo siento.

Carlos tomó aquel tocho entre sus manos y comenzó a hojearlo con expectación. Al principio, le costó adaptarse a la grafía llena de arabescos, pero después la leyó casi de corrido: «Memorial a su Santidad, Papa Urbano VIII, nuestro señor, relatando las conversaciones de Nuevo México hechas durante el más feliz período de Su Administración y Pontificado y presentado a Su Santidad por el Padre fray Alonso de Benavides, de la Orden de Nuestro Padre San Francisco, Custodio de las citadas conversaciones, el 12 de febrero de 1634». Al documento, pegado en una fina tira de papel cebolla, le acompañaba una inscripción más reciente trazada con lápiz rojo: «Mss. Res. 5062».

Aquella nota colmó la paciencia del periodista.

—¡Santo Dios! ¿Sabe lo que es esto?

—Por supuesto que no.

—Un documento que desapareció de la Cámara Acorazada de la Biblioteca Nacional de Madrid hace algunos días. Debe saber que el robo de documentos antiguos es un delito grave.

Jennifer Narody trató de contener su sorpresa.

—¡Yo no lo robé! —protestó—. Si así fuera, ¿cree que se lo hubiera enseñado así, por las buenas?

Carlos se encogió de hombros.

—Quizá tenga razón, pero lo cierto es que éste es el cuerpo del delito, y lo tiene usted en su casa.

—Espere un momento. Hasta hace un segundo ni siquiera sabía de qué se trataba. Alguien me lo envió. Alguien que… —dudó un instante—, por lo que veo, quiere implicarme en algún juego sucio.

—Luego, al menos, sospecha de alguien.

—En parte.

—No quiero acusarla de nada, pero la Interpol sabe ya de su existencia y no creo que tarden mucho en enviar a alguien para hacerle unas preguntas. Entonces, le será difícil justificar la posesión de un incunable robado.

—¿Interpol?

—La brigada criminal de la policía española y el grupo antisectas alertó a Interpol temiendo que este texto hubiera salido ilegalmente del país. Y, a la vista está, tenían toda la razón.

El
patrón
acentuó más de lo normal la palabra «este». Jennifer se asustó.

—¿Y por qué investiga un documento como éste la brigada antisectas?

—Sospechaban que podría haber algún grupo de fanáticos interesados en apropiarse de este texto. A veces esa clase de colectivos se interesan por un libro o una obra de arte por las razones más extrañas. De hecho, quien entró en la Biblioteca sólo robó ese documento, y eso que podía haberse llevado otras obras mucho más singulares y valiosas.

—Parece muy extraño, ¿no?

—Mucho. Por eso creo que debería darme algunas explicaciones más, señorita. Por ejemplo, ¿cómo explica, si no leyó nunca este documento, que sepa quién fue Benavides?

—Yo, no…

—Vamos, tranquilícese. No soy policía, y mi interés en este asunto es puramente personal.

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