La dama azul (3 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: La dama azul
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—Claro. Aquel que trató de sonsacarte algo sobre la Cronovisión, ¿no?

—Ese mismo. Pues bien, creo que ha debido publicar algo sobre mí que ha irritado al Santo Padre.

—En ese caso —Corso se fortaleció—, están hablando de tus indiscreciones, no de las nuestras. ¿
Capito
?

—Está bien —admitió—, mis indiscreciones… El caso es que me han citado en la
Cittá
para que les rinda cuentas. Verás —continuó indeciso—, no quiero que cancelen nuestro proyecto en el estado de desarrollo en el que ahora se encuentra, pero temo que pueda sufrir un nuevo retraso por mi causa. Nadie en Roma conoce a fondo tu implicación en esta investigación; todos los informes se han enviado siempre en clave, y creo que tú podrías seguir adelante sin que otros tuvieran que estar al tanto de los progresos.

El padre Corso —o mejor, «San Mateo»— enmudeció. Como Baldi, era hombre de acción aunque mucho más prudente que su interlocutor.

—¿Me escuchas?

—Te escucho, Lucas… Pero ya es tarde —musitó Corso con voz cansina.

—¿Qué quieres decir?

—Un
gorila
del Santo Oficio me llamó ayer por la noche. Me puso al corriente de lo que deseaban hacer con el proyecto y me advirtió de que hemos perdido el control sobre nuestros descubrimientos. Que ellos necesitan hacerse con los avances del equipo para aplicarlos de inmediato a asuntos de Iglesia.

El padre Baldi se derrumbó.

—¿Del IOE
[6]
? ¿De la Congregación para la Doctrina de la Fe? —susurró.

—En efecto.

—Sí, ya es tarde…

El benedictino dejó caer los codos sobre la mesa del abad, sujetando con su mano izquierda el auricular.

—Mio Dio
! —gimió de nuevo—. ¿Y no hay nada que podamos hacer?

—Ve a Roma, Lucas, y zanja este asunto. Además, si quieres un buen consejo, no vuelvas a hablar nunca de este proyecto en público. Recuerda que cuando te fuiste de la lengua hace años, Pío XII lo clasificó como
Riservattisimo
, aunque el Papa Juan aflojara más tarde la mordaza.

—Lo recordaré… —asintió—, gracias. Por cierto, todavía no he abierto un sobre tuyo que he recibido esta tarde, ¿qué contiene?

—Mi último informe. En él te detallo cómo hemos depurado nuestro sistema de acceso al pasado. Fray Alberto obtuvo la semana pasada las frecuencias que nos faltaban para lograr vencer la barrera de los tres siglos. ¿Recuerdas?

—Lo recuerdo. ¿Y…?

—Un éxito rotundo.

Capítulo
3

Dos semanas más tarde

¿Hasta qué punto podemos tener fe en algo o en alguien que no hemos visto nunca? ¿Dónde está la barrera que marca la diferencia entre temeridad y confianza en el Destino, o simplemente fe, cuando se trata de tomar las riendas de nuestra vida? ¿Dispone alguien de pruebas, siquiera sutiles indicios, que demuestren que existe una
inteligencia organizadora
detrás del programa que cada ser humano ha venido a cumplir en este mundo? ¿Y moldea esa inteligencia los pequeños destinos de cada uno con arreglo a algún
Plan General
más vasto e inalcanzable?

Carlos estaba aturdido. Nunca antes se había formulado esta clase de preguntas. Es más, hasta aquel momento —una buena mañana, entrada ya la primavera de 1991—, las cuestiones metafísicas le traían sin cuidado. Pese a que desde niño se mostró rebelde con las explicaciones de sus profesores, empeñados en inculcarle una imagen «naturalista» y «mecanicista» del mundo, donde todo ocurre porque así lo marcan ciertas leyes inmutables, jamás se preocupó por indagar quién —o quizá,
qué
— diseñó esas normas. Eso era religión y no ciencia. Aunque, eso sí, desde entonces se consagró a husmear en todo lo que transgrediera los dictados de semejantes «normas naturales».

Diríase que le embriagaba la sensación de tener a su alcance pruebas que contradijeran abiertamente lo establecido, y gozaba con el simple hecho de transmitirlas a los demás, provocándoles la inquietud de saberse en un mundo fuera de control.

Pero es que además, Carlos era un tipo con suerte. De esos que, casi por instinto, confían plenamente en ella sin saber muy bien por qué. Trabajaba desde hacía tres años para una importante revista mensual de Madrid que le permitía consagrarse, precisamente, a ese secreto placer. Desde el principio, sus excelentes relaciones con el director del
magazine
—un hombre al que conoció en la Facultad de Ciencias de la Información, cuando sólo era un adolescente—, le sirvieron para visitar un amplio abanico de destinos, siempre en busca de personajes o historias curiosas. Gustaba justo de aquellos relatos que otros compañeros de profesión rechazaban por «fantasiosos», «infundados» o «deliberadamente falsos». Por su mesa de trabajo habían pasado, por tanto, desde los «imposibles» cuentos de sabios amautas del altiplano boliviano, que aseguraban atesorar todavía un líquido capaz de ablandar la roca más dura y que ya fue utilizado por los incas para construir Sacsayhuamán o Macchu Picchu, hasta pilotos militares que juraban haber perseguido ovnis sobre territorio español y haber sido forzados por sus superiores a guardar un escrupuloso silencio.

Su trabajo le fascinaba. Y sabía que la cercanía del cambio de milenio no hacía sino incrementar vertiginosamente el número de lectores inquietos, ávidos de sus relatos. Llevaba años recogiendo historias, sin pararse nunca a pensar si tenían algún hilo sutil que las uniera y les diera coherencia… hasta entonces. Y es que, durante aquel mes de abril algo torpedeó su aparente frialdad, acaso su orgullosa objetividad periodística, cuando menos se lo esperaba. Algo que le haría replantearse su papel en la vida como nunca antes en sus veintinueve años de existencia y que le enfrentaría a un hecho que ya consideran íntimamente probado millones de personas de todo el mundo: que los acontecimientos más importantes de la vida de un ser humano están programados de antemano. Y que, por tanto, en alguna parte se esconde el
Programador
.

Pero él no era de ésos.

Capítulo
4

—¿Y adónde se supone que vamos hoy? —preguntó Txema con cierta sorna, acostumbrado a las excentricidades de su
patrón
.

—A cazar «sábanas santas».

La respuesta de Carlos no le conmovió en absoluto. Txema, cargado con su ligera Eos 1000, un macro Compact EF de 50 mm, un aparatoso flash electrónico y un teleobjetivo Canon 80—200, estaba hecho a todo. Había acompañado a aquel
loco
por medio mundo, bajo condiciones climatológicas aún peores que las de aquella mañana y sabía que su proverbial tenacidad —o, mejor, su cabezonería aragonesa— era capaz de sacarles casi de cualquier situación.

—Supongo que esta mañana habrás escuchado en la radio el parte meteorológico, ¿no?

Carlos asintió sin demasiado convencimiento.

—Y sabrás que tu Ibiza necesitará cadenas, como cualquier otro vehículo de cuatro ruedas, por encima de los mil metros…

El
patrón
siguió sin articular palabra.

—¿Llevas cadenas? —insistió Txema.

Carlos le miró de reojo y, mientras limpiaba con una mano el vaho del parabrisas y sujetaba el volante de su coche con la otra, acertó a contestarle entre dientes:

—¿De veras crees que en pleno mes de abril puede dejarnos aislados una nevada? ¿Es que ya no confías en mi estrella?

El tono de Carlos sonó a reproche.

—Precisamente por eso… Te conozco desde hace mucho y sé que vamos a terminar en la cima de cualquier monte buscando algo tan absurdo como una reliquia falsa ¡y sin cadenas! —respondió el fotógrafo con resignación.

—No exageres. Con un poco de suerte, en la Sierra de Cameros no ha nevado y podremos ver las dos copias de la «sábana» en tres o cuatro horas.

Txema receló. No creía que la nieve hubiera perdonado los Cameros y mucho menos las serpenteantes carreteras de la región. Además, tampoco acertaba a entender el porqué de aquella absurda investigación. «¿Puede haber algo más ridículo que visitar unas reliquias que ya se sabe de antemano que son más falsas que Judas?»

—Sé que te parece que estoy perdiendo el tiempo.

Txema se sonrojó, como si el
patrón
hubiera descubierto sus pensamientos.

—… Pero me resulta muy curioso que existan tantas copias de la Sábana Santa de Turín a partir del siglo XVI y que, en cambio, no haya ninguna del siglo X o del XI.

—¿Y qué tiene eso de particular?

—Muy fácil. Para los que creen que la Sábana Santa de Turín es una falsificación del siglo XIV, el hecho de que sólo existan copias de ella a partir, precisamente, de esa fecha parece confirmar su teoría.

—Bien. Y si todo apunta al fraude, ¿qué estamos buscando entonces?

—Imagínatelo. Si descubrimos que una sola de estas sábanas fue copiada de la de Turín antes del siglo XIV, habremos demostrado que la original es mucho más antigua que lo que dicen los últimos análisis del carbono—14, que la dataron entre 1260 y 1390.

El fotógrafo bostezó sin disimulo.

—Ya, muy bonito. Y si no encuentras ninguna del siglo X, ¿qué pasará con tu reportaje?

—¡Nada! —exclamó triunfal Carlos—. Eso es lo mejor de todo: aunque se sabe que son reliquias falsas, se las venera porque se cree que estuvieron alguna vez en contacto con la original. Bastará con que cuente las supersticiones que rodean esas telas para que…

—¿Y se puede saber por qué has dejado tus otras investigaciones por una tontería semejante? Antes, nunca te habías interesado por temas religiosos. Decías que eran cosa de viejas.

La interrupción de Txema mudó la cara de Carlos.

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes… Siempre habías esquivado todo lo que tuviera que ver con religión, espiritualidad, mística… Te recuerdo gritando en la redacción que ésos eran temas que sólo se podían coger por los pelos, porque siempre carecían de elementos tangibles que poder investigar y contrastar.

—Es cierto. De hecho, sólo conozco un par de excepciones. Y una es, precisamente, la Sábana Santa.

Carlos seguía con el rictus serio, sin apartar la vista de la carretera helada, rumbo a Laguna de Cameros. Acababan de abandonar el hotel Murrieta de Logroño, un recoleto «tres estrellas», en el que habían trazado su plan de búsqueda de sábanas santas en los Cameros.

—¿Y qué pasó con aquel asunto de las teleportaciones? —el fotógrafo siguió a lo suyo—. ¿Recuerdas a aquellos tipos que me llevaste a ver, que decían que entraron en una niebla muy espesa y aparecieron a no sé cuántos kilómetros de distancia? ¿Y la noche que pasamos en Alicante, arriba y abajo de la carretera 340, tratando de que nos teleportaran? ¿O lo de aquel cura de Venecia que hace unos meses nos dijo que era capaz de hacer que una persona se trasladara al pasado, a cientos de kilómetros de donde se encontrara, y espiara cualquier momento histórico?

—Son cosas distintas, Txema.

—A lo mejor no tanto. Y en cualquier caso, mucho más interesantes que buscar sábanas falsas de hace cuatro siglos. Además —remató—, si nos jugamos la piel en la carretera me gustaría que fuera por algo más serio…

El fotógrafo tocó fondo, arañando el orgullo de su interlocutor. Carlos, en efecto, llevaba varios días tratando de huir de una investigación realmente interesante: durante los últimos diez meses se había empeñado en la localización de testigos que aseguraban haber sufrido episodios de «teleportación», que decían haber sido trasladados instantáneamente a lugares remotos mientras conducían sus vehículos, pilotaban sus aviones o navegaban a bordo de sus embarcaciones, y que no tenían ni la más remota idea de cómo pudieron verse envueltos en semejantes «saltos». Todas las personas que entrevistó el
patrón
, hablaban sin excepción de cómo, mientras se encontraban viajando por alguna zona poco transitada, se tropezaron con un repentino muro de niebla, penetraron en él y, tras vencerlo, se encontraron en una carretera distinta o en coordenadas muy diferentes a las que estaban recorriendo sólo unos segundos antes.

En un año escaso el
patrón
localizó y entrevistó a una veintena de personas que habían vivido de cerca esa clase de experiencias. Habló con pilotos civiles y militares, con sacerdotes, viajantes de comercio, camioneros y hasta con el ex marido de una famosa cantante. Incluso, muy propio de Carlos, llegó a establecer
prima facie
algunas
leyes
que suponía regían el comportamiento de tales desapariciones.

Sin embargo, calculó mal sus fuerzas y la investigación pronto se le quedó grande. Los fondos previstos por la revista se habían agotado en viajes, y él sencillamente se había estancado y no sabía por dónde continuar.

Se sentía fracasado. Había fallado por primera vez, y de manera estrepitosa.

Mientras el Seat rojo de Carlos esquivaba los charcos helados de una carretera cada vez más estrecha y sinuosa, que serpenteaba entre las montañas peladas y blancas, Txema volvió a la carga.

—Si estabas tan entusiasmado por aquello, ¿por qué lo dejaste?

—Carlos le miró por el rabillo del ojo, aminoró la marcha, metió la tercera y contestó de mala gana.

—La culpa la tuvieron dos casos históricos de los que no pude encontrar ni rastro y que me hicieron recapacitar sobre si no estaría persiguiendo una leyenda sin fundamento, una quimera.

—¡Oh, vamos! ¿Qué casos son ésos?

—El primero lo vivió un soldado español del siglo XVI que, mientras estaba destacado en Manila, se trasladó instantáneamente —el 25 de octubre de 1593— hasta la plaza mayor de la Ciudad de México…

Txema se agitó en su asiento. Le revolvía el estómago que aquel jovenzuelo tuviera tan buena memoria para los nombres, las fechas y los lugares, pero le dejó continuar.

—… Según lo que pude averiguar, aquel hombre cruzó 15.000 kilómetros de tierra y océanos, y en cuestión de segundos se plantó en el otro extremo del mundo sin que nunca pudiera explicar cómo demonios lo hizo.

—¿Y el segundo caso?

—Bueno, ése fue todavía más espectacular: las mismas escuetas fuentes que consulté mencionaban a una monja española llamada María Jesús de Ágreda, que, casi cuatro décadas después del «vuelo» del soldado a Centroamérica, fue interrogada por la Inquisición como consecuencia de sus repetidas visitas a Nuevo México para cristianizar a varias tribus indígenas a lo largo del Río Grande.

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