La dama de la furgoneta (2 page)

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Authors: Alan Bennett

Tags: #Novela, Narrativa, Humor

BOOK: La dama de la furgoneta
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—Desde 1965 —dice—, pero no lo vaya contando por ahí. La compré para meter mis cosas. Vine con ella de St. Albans y tengo pensado volver allí a la larga. En este momento no hago nada. Siempre he trabajado en el sector del transporte. Sobre todo de repartidora y de chófer. Mire —dice, con aire misterioso—, renovaba vehículos del ejército. Y soy una buena topógrafa. Siempre lo he sido. Conocía Kensington como la palma de mi mano incluso en el oscurecimiento.

La furgoneta (habría otras tres a lo largo de los veinte años siguientes) era originalmente de color marrón, pero llegó a Gloucester Crescent pintada de amarillo. A Miss Shepherd le encantaba el amarillo («Es el color papal») y nunca dejaba mucho tiempo sus vehículos en su estado original. Tarde o temprano la veías rodear despacio su hogar inmóvil y dar estudiados retoques en la herrumbre con la pintura amarillo pálido de un botecito de estaño, ataviada con su vestido largo y su sombrero de sol, como una Vanessa Bell dedicada a pintar furgonetas Bedford. Miss Shepherd nunca distinguió la diferencia entre el esmalte de carrocerías y la pintura normal, y ni siquiera se molestaba en mezclarlas. El resultado era que al final parecía que todos sus vehículos habían recibido una capa de natillas grumosas o un pegote de huevos revueltos. Con todo, en pocos momentos se la veía tan feliz como cuando los estaba pintando. Pocos años antes de morir adquirió un Reliant Robin (para meter más cosas dentro). Al principio era amarillo, cosa que no le salvó de una capa adicional que Miss Shepherd le aplicó como habría hecho Monet, retrocediendo unos pasos después de cada pincelada para juzgar el efecto. El Reliant estaba delante de mi puerta. Se lo llevaron remolcado a comienzos de este año, y unas gotas amarillas dispersas sobre el bordillo son lo único que queda para señalar el sitio de su último aparcamiento.

Enero de 1971.

La caridad en Gloucester Crescent adopta formas refinadas. Los editores de al lado van a publicar una obra clásica y para celebrarlo organizaron anoche una cena romana. Esta mañana han visto a la
au pair
llamando a la ventanilla de la furgoneta con una bandeja de sobras romanas. Pero no es fácil ayudar a Miss Shepherd. Ayer, pasada la medianoche, la vi subir la calle a zancadas, blandiendo su bastón y diciéndole a alguien que se largara. Luego oí una voz de clase media que se retiraba diciendo quejumbrosamente: «Yo sólo le he preguntado si se encontraba bien.»

Junio de 1971.

Raro es el día en que no hay algún incidente relacionado con la anciana. Ayer por la noche, a eso de las diez, un coche deportivo invade la calzada donde está Miss Shepherd y el conductor, un veinteañero rico y elegante, se asoma por la ventanilla y golpea en el costado de la furgoneta, presuntamente para mostrar a su novia sonriente cómo desaloja a la bruja que vive allí. Le grito al jovenzuelo, que toca la bocina y sale pitando. Miss Shepherd, por supuesto, quiere llamar a la policía, pero a mí me parece inútil, y de hecho esta mañana, alrededor de las cinco, me despierto y encuentro a dos polis practicando un pasatiempo muy semejante, el de alumbrar con las linternas las ventanillas con la esperanza de que ella se despierte y les amenice una hora insulsa de su ronda. Esta noche un coche blanco da marcha atrás espectacularmente en lo alto de la calle, se detiene con un frenazo chirriante al lado de la furgoneta y un hombre corpulento se apea de un salto y le da unas sacudidas tremendas. Suponiendo (esperando, seguramente) que se habrá ido cuando yo salgo, descubro que sigue allí y le pregunto qué cojones está haciendo. Su respuesta es bastante suave. «¿Qué le pasa?», pregunta. «¿Todavía viendo la tele? ¿Está nervioso? Tiembla como una hoja.» A continuación me llama hijo de puta y se larga en su coche. Al fin y al cabo, por supuesto, Miss Shepherd no está en la furgoneta, así que acabo, como de costumbre, más furioso con ella que con ese salvaje.

Estoy seguro de que estas agresiones perturbaban más mi tranquilidad que la suya. Viviendo como ella vivía, todos los días debía de sufrir estas crueldades. Algunos de los tenderos del mercado de Inverness Street la perseguían con una fruición medieval; y también los niños, que a la vez infligen y sufren esos mismos malos tratos. Una noche, dos borrachos hicieron añicos sistemáticamente todas las ventanillas de la furgoneta, y los cristales que volaron por los aires le produjeron cortes en la cara. Enfurecida por cualquier pequeña libertad, esto se lo tomó con filosofía. «Quizá se hayan pasado un poquito con la bebida», dijo. «Sucede por no haber comido, digamos. No quiero poner una denuncia.» Mostraba mucho más interés por «un tipo pelirrojo al que vi en Parkway en compañía de Jruschev. ¿Ha desaparecido recientemente?».

Pero ver tan de cerca tanto sadismo y tanta intolerancia empezó a deprimirme seriamente, y tener que estar alerta ante cada uno de aquellos ataques sin sentido me impedía trabajar.

Llegó un día en que, tras una larga sucesión de incidentes parecidos, le propuse que pasara al menos las noches en un cobertizo al lado de mi casa. Reacia al principio, como ante cualquier cambio, a lo largo de los dos años siguientes abandonó poco a poco la furgoneta para guarecerse en la cabaña.

Al ofrecerle un refugio y cargar con una inquilina que al final se quedaría quince años, no lo hice con la ilusión de que mi impulso fuera puramente caritativo. Y, por supuesto, me enfurecía haberme visto empujado a una iniciativa parecida. Pero, como ella, seguramente más que ella, yo quería una vida tranquila. En el jardín, al menos, estaba a salvo.

Octubre de 1973.

He llevado un cable hasta el cobertizo y ahora tengo que reparar cada cierto tiempo la estufa eléctrica de Miss Shepherd, que salta siempre porque enchufa demasiados aparatos al empalme. Sentado en los peldaños, manipulo con el fusible mientras ella se acuclilla en el cobertizo.

—¿No tiene frío? ¿No quiere entrar? Si enciendo una vela hará menos frío. El sapo ha entrado una o dos veces. Estaba con una babosa. Creo que quizá esté enamorado de ella. He intentado echarle y se ha agitado mucho. He creído que iba a atacarme.

Se queja de que no hay espacio suficiente en el cobertizo y sugiere que le consiga una tienda de campaña, que utilizaría para guardar algunas de sus pertenencias.

—Tendría menos de un metro de alto y lo correcto es instalarla en el césped. También están esos invernaderos a prueba de roturas. O se podría hacer algo con unas gabardinas viejas.

Marzo de 1974.

El ayuntamiento está imponiendo restricciones de aparcamiento en Gloucester Crescent. Han facilitado espacios para aparcar a los residentes y trazado líneas amarillas en el resto de la calle. De entrada, los operarios son muy comprensivos y pintan las líneas hasta donde está la furgoneta y siguen al otro lado, por lo que técnicamente está todavía legalmente aparcada. Sin embargo, como ha intervenido un funcionario y ha notificado una orden de retirada del vehículo, toda esta semana ha sido de una gran actividad para Miss Shepherd, transportando cargamentos de bolsas de plástico de una acera a otra, y cruzando el jardín hasta el cobertizo. Aunque confía en la protección divina sobre la furgoneta, está poniendo prudentemente a salvo sus pertenencias de una posible expulsión. Un anuncio que ha escrito declarando ilegal la acción del ayuntamiento revolotea al azar debajo del limpiaparabrisas. «El aviso fue notificado un domingo. Creo que un domingo se puede notificar una orden de registro, pero nada más, digamos. Deberían darme un permiso especial por los buenos artículos que he vendido para economizar.» Le preocupan especialmente los neumáticos de la furgoneta, que «quizá son milagrosos. Sólo los he hinchado dos veces desde 1964. Si consigo otro vehículo —y Lady W. está amenazando con comprarle uno—, me gustaría que se los pusieran».

La vieja furgoneta fue retirada por un remolque en abril de 1974 y Lady W. («una señora católica de estirpe», como siempre la llama Miss Shepherd) le regaló otra. Feliz de proporcionar una nueva (aunque vieja) furgoneta, Lady W., como se comprenderá, no estaba ansiosa de verla estacionada delante de la puerta de su casa, y al final, como quizá fuera inevitable a esas alturas, la furgoneta y Miss Shepherd acabaron en mi jardín. El nuevo vehículo estaba en condiciones de circular, y Miss Shepherd insistió en conducirlo y cruzar la verja para meterlo en el jardín, una maniobra que una vez más le dio la oportunidad de ejecutar su repertorio completo de señales manuales. En cuanto aparcó la furgoneta, puso el freno de mano con tanta determinación que, como Excalibur, nunca se pudo en adelante liberar y se oxidó tan férreamente que diez años después, cuando vinieron a llevarse la furgoneta, la grúa municipal tuvo que izarla por encima del muro.

Este vehículo (y su sucesor, comprado en 1983) ahora ocupaba una zona asfaltada entre la puerta de mi casa y la verja del jardín, con el capó pegado al escalón de la entrada y la portezuela trasera, que Miss Shepherd siempre utilizaba para entrar y salir, a unos pocos centímetros de la verja. Las visitas tenían que apretujarse para pasar por la trasera de la furgoneta y recorrer uno de sus lados, y mientras aguardaban a que les abrieran la puerta eran sometidos a la inspección de Miss Shepherd a través del parabrisas sucio. Si tenían mala suerte, se encontraban la portezuela de atrás abierta y a ella con sus gruesas piernas blancas colgando encima. Era difícil no ver el interior del vehículo, un revoltijo de ropas viejas, bolsas de plástico y sobras de comida, pero si alguien a quien no conocía se aventuraba a dirigirle la palabra, Miss Shepherd recogía enseguida las piernas y cerraba la puerta sin decir una palabra. Los primeros años de su estancia en el jardín, yo trataba de explicar a mis perplejos visitantes cómo se había producido aquella situación, pero al cabo de un tiempo dejé de tomarme esta molestia, y si yo no mencionaba el asunto, nadie más lo hacía.

De noche la escena era inquietante. Yo había tendido un cable desde la casa para darle luz y calefacción, y a través de las cortinas raídas que cubrían las ventanillas de la furgoneta un visitante vislumbraba la figura espectral de Miss Shepherd, a menudo rezando arrodillada o tumbada de costado como una efigie en una tumba, con la cara apoyada en una mano, escuchando Radio 4. Si oía algún movimiento apagaba la luz inmediatamente y aguardaba, como un animal hostigado, hasta que se aseguraba de que no había moros en la costa y volvía a encender la luz. Se recogía temprano y se quejaba si alguien venía y se iba de casa tarde por la noche. En una ocasión, Coral Browne salía de mi casa con su marido, Vincent Price, y hablaban en voz baja. «Cierren el pico, —soltó la voz de la furgoneta—. Estoy intentando dormir.» Para un actor que había causado terror a millones de personas era una dosis inesperada de su propia medicina.

Diciembre de 1974.

Miss Shepherd me ha estado explicando por qué la vieja Bedford ya no funciona, «digamos». Le ha metido dentro parte de su carburante casero, basado en una fórmula para reemplazar la gasolina que leyó en un periódico hace varios años. «Era una cucharada de gasolina, cuatro litros de agua y una pizca de algo que se podía comprar en todas partes. Pues se me metió en la cabeza, no sé por qué, que era bicarbonato de sodio, pero creo que me equivoqué. Debía de ser cloruro sódico o nitrato de sodio, sólo que después me han dicho que el cloruro sódico es sal y el dependiente de Boots no quería venderme lo otro, diciendo que podía provocar explosiones. Aunque creo que viendo que soy una anciana podía pensar que soy una persona responsable. Aunque quizá no todas las señoras mayores lo son.»

Febrero de 1975.

Miss Shepherd llama a la puerta y cuando le abro se dirige en línea recta a la escalera de la cocina.

—Quería verle. He llamado varias veces. ¿Puedo usar antes el cuarto de baño?

Le digo que me parece que eso es pasarse un poco.

—No me paso nada. Haré mejor la entrevista si voy antes al baño.

Después se sienta con su impermeable verde y su pañuelo de cabeza violeta, descansando los nudillos de una mano grande y moteada en la mesa limpia y fregada, y explica que ha ideado un método de «llegar a la radio». Yo tenía que pedir a la BBC que me diera un programa con llamadas de teléfono («algo que alguien como usted prepararía en un periquete») y entonces ella me llamaría desde mi casa.

—O eso o me metería en un programa femenino de radio. Sé muchísimo más de cuestiones morales que toda esa gente. Cantaría mi canción por teléfono. Es una canción preciosa, que se titula «El fin de mundo»
—(Beyond the Fringe
en estado puro)—. En ese momento no me comprometeré a cantarla, pero probablemente lo haría. Habría que decir algo sensato y demostrar que sabes. Podría ser todo anónimo. Me llamarían «la mujer detrás de la cortina». O «una mujer británica». Se podría entender como un nombre artístico.

Es evidente que le atrae esta idea de la «mujer detrás de la cortina», y empieza a explayarla, mostrando dónde podría estar la cortina, de tal modo que el lugar donde estaría ella incluyera casualmente el televisor y la butaca. Explica que podría estar detrás de la cortina, hacer sus intervenciones cada tanto y el resto del tiempo «ser una invitada de la televisión y enseñar un poco de cultura y civismo. Quizá hubiera lagunas que se llenarían con una bonita música clásica. «Conozco una:
Prelude
y
Liebestraum
, de Liszt. Creo que era un sacerdote católico. Significa
sueño de amor
, pero no del sexual. Es el amor de Dios y la santificación del trabajo y esas cosas, que serían recomendables para solteros como usted y yo, digamos». Asustado por esta tentativa de violación de nuestro pacto, me libro de ella sin contemplaciones, aunque hace un frío glacial, y abro las ventanas de par en par para que se vaya el olor.

La «mujer detrás de la cortina» siguió siendo uno de sus proyectos favoritos, y en 1976 escribió a Eamonn Andrews: «Ahora que ha terminado
Esta es su vida,
cuyo coste era excesivo, etc., yo podría hacer un poco de
Mujer detrás de la cortina.
Lo único que hace falta es poner una cortina que me oculte, pero permitir que se oigan palabras sensatas en respuesta a algunas preguntas. Hace falta sentido común.» También higiene, pero ella misma sacó a colación el tema, posiblemente en un esfuerzo por convencerme de la idea de la cortina:

—Soy por naturaleza una persona muy limpia. Gané un premio en un concurso de la «habitación más limpia», me lo concedieron hace algunos años, y mi tía, que era también limpísima, decía que yo era la más aseada de los hijos de mi madre, sobre todo en las partes que no se ven.

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