Abril de 1988.
Miss Shepherd me pide que Tom M. le haga una foto para su nuevo pase de autobús.
—Sería una comedia, ¿no?, sentada en un autobús con el pase caducado. Usted podría ganar una fortuna y con muy poco trabajo, digamos. Yo era una actriz trágica nata —dice—, o de comedia, digamos. Una cosa o la otra, en todo caso. Pero entonces no me daba cuenta. Con estos pies grandes. —Adelanta los tobillos, colorados y sin calcetines—. Con estas manazas. —Tiene los dedos manchados de marrón—. Alta. La gente tropieza conmigo. Eso es comedia. Ojalá no tropezaran, claro, pero así es la cosa. No le estoy sugiriendo que haga una película —se apresura a decir, pensando quizá que se ha puesto demasiado en evidencia—, sólo que podría hacer reír a la gente.
Todo esto lo dice sin asomo de sonrisa, sentada en la silla de ruedas con las manos apretadas entre las rodillas y la gorra de béisbol puesta.
Mayo de 1988.
Sentada en la silla de ruedas, con un bote de pintura en la mano, Miss Shepherd da pequeños brochazos a la carrocería del Reliant, al cual se subirá dentro de poco, para ponerlo en marcha y acelerarlo contenta durante una media hora. Después apagará el motor y bajará la calle con el traqueteo de su silla. Ha estado charlando con Tom M. para que le repare el embrague, pero hay impedimentos. No puede ser el domingo, que es la festividad de San Pedro y San Pablo y fiesta de guardar. Tampoco, por lo visto, puede ser el domingo siguiente, porque el día de la Asunción cae en lunes y se celebra la víspera. En medio del caos de su vida y, ahora, creo, más o menos incontinente, ella atraviesa con una precisión fanática este campo minado de la liturgia.
Septiembre de 1988.
Miss Shepherd ha empezado a pensar en el apartamento otra vez, aunque no en el municipal que le ofrecieron hace unos años. Esta vez tenía puesto el ojo en algo mucho más cerca de casa. De mi casa. Hemos estado hablando fuera y la dejo sentada en el peldaño de la entrada cuando vuelvo al trabajo. Es lo que ocurre a menudo: yo sentado a mi mesa, deseando trabajar, y ella sentada fuera, divagando. Esta vez sigue hablando del apartamento, monologando casi, pero a sabiendas de que la oigo. «Bastaría con un piso pequeño, incluso con una sola habitación, digamos. Por supuesto, no puedo subir escaleras, así que tendría que ser en una planta baja. Aunque pagaría la instalación de un ascensor.» (Sube el volumen.) «Y el ascensor seguiría siendo útil. Les serviría para la vejez. Y muy pronto deberían ponerse a pensar en la suya.» El tono del soliloquio me resulta conocido desde años atrás. Entonces caigo en la cuenta de que es como los monólogos, pronunciados para que alguien los oyera, del
Guillermo
de Richmal Crompton.
Su indumentaria de esta mañana: falda anaranjada, hecha con tres o cuatro trapos grandes; una chaqueta a rayas de satén azul; un pañuelo verde; una visera azul coronada por una gorra de visera caqui y en ella la insignia de una calavera y la leyenda Rambo.
Febrero de 1989.
La religión de Miss Shepherd es una extraña mezcla de fe tradicional y una creencia en la fuerza del pensamiento positivo. Esta mañana, como de costumbre, la batería del Reliant se ha descargado y me pide que la arregle. Se produce la discusión habitual:
yo: Pues claro que se ha descargado. Se descarga si el coche no circula. Acelerarlo no carga la batería. Las ruedas tienen que rodar.
miss s.: No siga hablando así. Este coche no es igual. Hay milagros. Existe la fe. Los pensamientos negativos no ayudan.
(Vuelve a apretar el arranque y éste tose débilmente.)
Mire, ya ve. El demonio le ha oído. No debería decir cosas negativas.
El interior de la furgoneta es ahora indescriptible.
Marzo de 1989.
Sentada en su silla, Miss Shepherd trata de abrir con el bastón el pasador de la verja. Lo intenta con un extremo, después da la vuelta al bastón y prueba con el otro. Sentado a mi mesa, intentando trabajar, la observo ociosamente, como quien observa a una hormiga que intenta rodear un obstáculo. Ahora Miss Shepherd golpea la verja para atraer la atención de algún transeúnte. Ahora lloriquea. Golpea y lloriquea. Salgo. Cesa el lloriqueo y explica que tiene que hacer la colada. Mientras maniobro para cruzar la verja, le pregunto si está en condiciones de salir. Sí, pero necesita ayuda. Le explico que no puedo empujarla hasta allí. (¿Por qué no puedo?) No, ella no quiere eso. ¿La empujaría sólo hasta la esquina? La empujo. ¿La empujaría un poco más? Le explico que no puedo llevarla a la lavandería. (Y además ya no hay lavandería, ¿a qué lavandería va?) Al final, sintiéndome como Fletcher Christian (pero sin ser cristiano) cuando abandona al capitán Bligh en el mar, la dejo en la silla delante de la casa de Mary H. Alguien aparecerá. Estaría más avergonzado si no pensara que, incluso cuando está pachucha, sabe exactamente lo que se trae entre manos.
Marzo de 1989.
Hay una fina capa de polvos de talco alrededor de la portezuela trasera de la furgoneta y, hechas una bola, servilletas de papel arrugadas y manchadas de lo que puede ser o no ser mierda, aunque no hay duda respecto al principal artículo de desecho, que es una compresa para la incontinencia urinaria usada. Mi método de manipular estos residuos no sería insólito en la central nuclear de Sellafield. Me pongo unos guantes, los envuelvo en unas bolsas de plástico, para mayor protección, y después de haber juntado los artefactos fecales los recojo con cuidado y los tiro al cubo. «Esa basura no es toda mía», dice una voz desde la furgoneta. «Una parte ha entrado volando por debajo de la verja.»
Abril de 1989.
Miss Shepherd me ha pedido que telefonee a los servicios sociales, y le digo que vendrá a verla una asistenta.
—¿A qué hora?
—No lo sé. Pero usted no va a salir. Hace una semana que no sale.
—Quizá salga. Ocurren milagros. Además, a lo mejor no puede hablar conmigo. A lo mejor no estoy en la puerta trasera. Podría estar en la otra punta de la furgoneta.
—Entonces hablará allí con usted.
—¿Y si estoy en la mitad?
Miss C. cree que le falla el corazón. Llama Mary a Miss Shepherd. Se me hace raro, aunque es su nombre, desde luego.
Abril de 1989.
Un elemento fijo en la lista de la compra de Miss Shepherd estos días son los sorbetes de limón. Tengo un montón en casa, pero ella insiste en que los siga comprando para disponer de un arsenal perpetuo.
—Ahora me he aficionado. No quiero que después me falten.
Le pregunto si le apetece una taza de café.
—Bueno, no quiero que se tome tanta molestia. Tomaré sólo media.
Hacia el final de su vida, Miss Shepherd se hizo amiga de una ex enfermera que vivía en el barrio. Esta me puso en contacto con un centro de día que accedió a recibir a Miss Shepherd, darle un baño, someterla a un examen médico y ofrecerle hasta una cama en una habitación individual, si quería quedarse. En retrospectiva veo que debería haber hecho algo similar unos años antes, pero Miss Shepherd sólo aceptó esta ayuda cuando la edad y la enfermedad la habían debilitado. Ni siquiera entonces fue fácil.
27 de abril de 1989.
Viene una ambulancia roja para trasladar a Miss Shepherd al centro de día. Miss B. habla con ella un rato en la furgoneta y poco a poco la convence de que salga y se siente en la silla de ruedas. Tiene regueros de mierda en los pies hinchados y un pedazo de papel higiénico pegado a un tobillo escamoso. «Y si no me gusta, ¿puedo volver?», repite. La tranquilizo, pero al mirar dentro de la furgoneta y tratar de soportar el hedor, veo difícil que siga viviendo aquí mucho más tiempo. En cuanto vea la habitación que le están ofreciendo, el baño, las sábanas limpias, no concibo que quiera volver. Y, en efecto, arma más alboroto que de costumbre para asegurarse de que la puerta de la furgoneta queda cerrada, lo cual indica que contempla la idea de no regresar. Advierto cómo el conductor de la ambulancia se inclina sobre ella para ponerla en el montacargas sin sombra del asco que siento yo, el cuidado con que le arregla la ropa grasienta y le baja la falda sobre las rodillas en nombre del recato. La silla sube en el elevador y lentamente Miss Shepherd asciende y aparece por encima de la altura de la tapia del jardín y entra en la ambulancia. Hay cierta elegancia en ella cuando se va, una Dorothy Hodgkin de vagabundos, una premio Nobel abandonada, que con los gruesos pliegues de la cara sucia expresa una especie de satisfacción resignada. Hasta es posible que se estuviera divirtiendo.
Cuando se ha ido rodeo la furgoneta tomando nota de los motivos de nuestro contencioso: las tiras de alfombra que consiguió colocar sobre el techo, la manta amarrada encima para mitigar el sonido de la lluvia, las bolsas negras debajo de la furgoneta, llenas de ropa vieja…, el objeto de las escaramuzas que yo había perdido. Ahora me la imagino bañada, vendada, vestida con ropa limpia y empezando una nueva vida. Hasta me veo visitándola y llevándole flores.
Esta fantasía se disipa rápidamente cuando alrededor de las dos y media Miss Shepherd reaparece, bañada y con ropa limpia, es cierto, y con un largo par de calcetines de hospital sobre sus piernas empequeñecidas, pero evidentemente muy contenta de volver. Tiene un número de teléfono donde se puede contactar con sus nuevos amigos, y me lo da. «Se les puede llamar a cualquier hora, —me dice—. Incluso en días festivos. Tienen buscapersonas de larga distancia.»
Cuando salgo para ir al teatro, golpea con el bastón en la portezuela de la furgoneta. La abro. Está tendida, envuelta en sábanas blancas y limpias, sobre un edredón extendido encima de toda la suciedad acumulada y la basura del vehículo. Todavía le preocupa que la vuelva a llevar al hospital. Le digo que no va a ocurrir tal cosa y que se puede quedar todo el tiempo que quiera. Cierro la puerta, pero hay otro bastonazo y la tranquilizo de nuevo. Una vez más cierro la puerta, pero ella da otro golpe.
—Mr. Bennett. —Tengo que aguzar el oído para oírla—. Siento que la furgoneta se encuentre en este estado. No he podido hacer la limpieza de primavera.
28 de abril.
Estoy trabajando en mi mesa cuando veo llegar a Miss B. con un lío de ropa limpia para Miss Shepherd, que deben de haberle lavado ayer en el centro de día. Miss B. llama con los nudillos a la portezuela de la furgoneta, después la abre, mira dentro y —algo que nadie ha hecho hasta ahora— entra. Un momento después sale y sé lo que ha ocurrido antes de que llame al timbre. Volvemos al vehículo donde Miss Shepherd yace muerta sobre el costado izquierdo, la piel fría, la cara demacrada, el cuello estirado como para el hacha del verdugo, y una abeja zumbando alrededor de su cuerpo.
Hace un día precioso y el jardín brilla a la luz del sol, hay sombras intensas junto a las ortigas y jacintos silvestres debajo de la tapia, y me acuerdo de cuando, en sus momentos contemplativos, sentada en su silla, miraba el jardín. Me embarga el remordimiento por mi áspera conducta con ella, aunque al mismo tiempo sé que no era áspera. Aun así, nunca creí o quise creer del todo que estaba muy enferma, y también lamento todas las preguntas que no llegué a hacerle. Claro que no las hubiera respondido. Siento el fuerte impulso de plantarme en la verja y decírselo a todos los que pasan.
Entretanto, Miss B. se va y vuelve con una bonita doctora del St. Pancras, que parece no haber cumplido todavía veinte años. La médico entra en la furgoneta, toma el pulso a Miss Shepherd en el cuello extendido, la ausculta con el estetoscopio y, para evitar una autopsia, certifica una muerte por ataque cardíaco. Después viene el cura para bendecirla antes de que se la lleven a la funeraria y entra en la furgoneta: es la tercera persona que lo hace esta mañana, y todas ellas sin aversión ni previo aviso, lo cual me parecen tres pequeños actos de heroísmo. El sacerdote se inclina sobre el cuerpo, mientras su lustroso pelo blanco roza el techo de la furgoneta, murmura una oración inaudible y traza una cruz sobre las manos y la cabeza de Miss Shepherd. Luego se van todos y yo entro en casa a esperar a los empleados de la funeraria.
Llevo diez minutos sentado a mi mesa cuando me doy cuenta de que los empleados de la funeraria han estado aquí todo el tiempo, y de que la muerte, hoy día, llega (y se va) en una Ford Transit gris que está aparcada delante de la verja. Son tres, dos de ellos jóvenes y corpulentos, y el tercero mayor y más experimentado: un sargento, por así decirlo, y dos cabos. Sacan un tosco ataúd pintado de gris, como un accesorio de prestidigitador, y, sin hacer comentarios sobre las extraordinarias circunstancias en que lo encuentran, cubren el cadáver con una sábana de plástico blanco y lo introducen a pulso en su caja mágica, donde cae con un leve ruido sordo. Al otro lado de la calle, los oficinistas de la Piano Factory salen a almorzar, pero nadie se para ni mira demasiado, y la mujer asiática que tiene que aguardar a que transporten la caja a lo largo de la acerca hasta la (otra) furgoneta no mira hacia atrás.
Más tarde me acerco a la funeraria para organizar el entierro, y el director se disculpa por cómo me han respondido cuando he llamado. Una mujer ha contestado diciendo: «¿Qué desea exactamente?» Yo me he quedado perplejo, pensando que no hay una gran variedad en las peticiones de la gente que llama al establecimiento. Luego ha dicho, bruscamente: «¿Quiere que se lleven a alguien?» El director me explica que sus modales tan poco serviciales obedecían a que pensaba que mi llamada no era auténtica. «Nos gastan muchas bromas últimamente. A menudo he ido a recoger un cadáver que me abre la puerta.»
9 de mayo.
El funeral de Miss Shepherd es en Our Lady of Hal, la iglesia católica que hay a la vuelta de la esquina. Han insertado el oficio dentro de la misa de las diez y, en consecuencia, además de un contingente de vecinos, los asistentes incluyen, supongo, feligreses: el gordito de gafas gruesas y zapatillas de tenis que renquea todas las mañanas desde Arlington House hasta la iglesia; varias monjas, entre ellas la hermana de noventa y nueve años que mandaba en el convento cuando Miss Shepherd fue durante un breve tiempo una novicia; una mujer con un sombrero de paja verde que parece un tiesto volcado y que come tofes sin parar; y otra mujer con pantalones de color tabaco y una peluca como una cubretetera que toca el armonio. El monaguillo, un hombre maduro y con el pelo blanco, no lleva sobrepelliz, sólo ropa corriente y una camisa de cuello abierto, y, si no fuera porque conoce todo el ceremonial sagrado, podrían haberlo reclutado de la brigada que trabaja en la esquina, delante del Good Mixer. El cura es un joven irlandés con una carota roja de campesino y el pelo rubio rojizo, y él también, despojado de su sotana color crema, podría estar manejando un martillo neumático en las obras de fuera. Pienso en estos personajes durante todo el oficio, y me reafirmo en lo que siempre he sabido: yo nunca podría ser católico porque soy un gran esnob. La mayor renuncia que hizo John Henry Newman cuando volvió la espalda a la Iglesia anglicana debió de ser sin duda la social.