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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (16 page)

BOOK: La dama del castillo
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Se sentó con sus padres, que habían captado sin dificultad la indirecta en las últimas palabras de su vástago, extendió el brazo para alcanzar una de las tablas apiladas sobre la mesa y se sirvió una buena porción de carne asada. Era evidente que la decepción no le había quitado el apetito, ya que comió como si hubiese pasado hambre durante años.

La señora Kunigunde no pensaba resignarse a su destino así como así. Sus gestos revelaban que ya estaba urdiendo nuevos planes y, cuando empezó a hablar, no miró a su esposo, sino a Götz von Perchtenstein.

—La señora Marie debe de contar con grandes riquezas. Así que deberíamos asegurarnos de sacar provecho de esos tesoros. Afortunadamente, nuestro primó Götz no está casado y puede desposarla en cualquier momento. Entonces tendremos dinero suficiente como para vivir alegremente, y nuestro querido Matthias podrá comprarse la prebenda que tanto anhela.

Mientras su esposo y sus hijos seguían valorando esta idea en sus cabezas, el caballero Götz dejó al descubierto sus dientes podridos y esbozó una sonrisa maliciosa.

—No tendría inconveniente en desposar a la hermosa viuda, aunque por ahora no pueda ser usada como hembra a causa de su vientre abultado. Ya vale la pena sólo por su vino, que es de excelente calidad, y he de añadir que rara vez he tenido oportunidad de comer un asado tan sabroso como éste.

—No tendrás que renunciar por mucho tiempo a los placeres del lecho. La señora Marie parirá su cachorrito el mes próximo, y dos semanas más tarde ya podrás ir preparando tu lanza para el combate.

La señora Kunigunde le guiñó el ojo astutamente a su primo y le dio una patadita a su esposo por debajo de la mesa.

—Como nuevo castellano y alcaide de Rheinsobern, la hermosa viuda se halla bajo tu tutela, de modo que tendrás que ocuparte de los preparativos necesarios para que ese matrimonio se celebre cuanto antes, antes de que al conde palatino se le ocurra desposar a Marie con otro de sus vasallos. Como bien sabes, en su corte el lecho de una mujer adinerada no permanece vacío mucho tiempo.

Su esposo asintió, vacilante.

—¿No deberíamos aguardar al menos hasta que haya dado a luz a su hijo?

La señora Kunigunde sacudió la cabeza con tal vehemencia que se le cayó el tocado, y amonestó a su esposo con la mirada.

—De ese modo no haremos más que perder un valioso tiempo en el que el pajarillo del tesoro podría salir volando. Si tú no lo haces, yo misma le hablaré a Marie sobre el casamiento.

—¡Hazlo!

El caballero Manfred pareció experimentar un profundo alivio, ya que no se sentía capacitado para convencer a una viuda rebelde de la necesidad de volver a casarse. Pero nadie se oponía tan fácilmente a la voluntad de su esposa. Kunigunde no descansaría hasta que, embarazada o no, la señora Marie compartiera el lecho de su primo.

Capítulo IV

Michel miró aturdido al cielo raso y se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Cuando intentó moverse, sintió un dolor embotado en la parte posterior de la cabeza, a una distancia de al menos una mano del comienzo de la nuca, y unas garras se le clavaban en el muslo izquierdo. Sus músculos parecían estar hechos de agua, y sus tendones de cuero viejo, ya que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder incorporarse y mirar a su alrededor. Lo habían recostado sobre un lecho primitivo hecho de follaje y ramas de abedul, bien pegado a la pared rocosa de una cueva alta y profunda, y lo habían tapado con una vieja manta de montar. Del otro lado, la entrada estaba tapada casi por completo por malezas y arbustos espinosos, dejando sólo un pequeño agujero, y junto a esa salida, allí donde la cueva formaba una suerte de espacio circular, había una carreta de dos ruedas a la cual estaba enganchado un rocín enjuto que mordisqueaba ramas y hojas secas.

Entre la carreta y su lecho se extendía el follaje a lo largo de la pared, cubierta por pieles de oveja viejas, ya casi sin vellón, y por otros harapos indefinibles, y unos pasos más allá, al otro lado de la cueva, ardía un pequeño fogón sobre el cual estaba calentándose un caldero enganchado de un trípode hecho con ramas. Una mujer delgada de mediana edad y cabellos de color indefinible echaba leña al fuego. Vestía un viejo traje de lana y una chaqueta que alguna vez debía de haberle pertenecido a alguien de talla mucho mayor. Cuando notó que él estaba despierto, la mujer le sonrió con cierta inseguridad.

—¡Alabado sea Dios! Por fin has recobrado la conciencia. Ya temíamos que cayeras en los brazos del sueño eterno.

La mujer hablaba alemán pero tenía un acento extraño, como si hubiese aprendido la lengua de mayor.

Michel se encogió de hombros, incómodo.

—¿Acaso he dormido tanto? ¿Qué me sucedió?

—Estabas malherido y medio ahogado, pero por suerte el río te arrastró hacia un banco de arena. Reimo te encontró a tiempo, antes de que te desangraras. Al principio iba a dejarte tirado porque pensó que eras husita, pero luego te oyó llamar a alguien en alemán, se compadeció al ver que eras un compatriota y por eso te trajo hasta aquí.

—¿Qué quiere decir «aquí»? ¿Y cómo es que estaba tendido en el río?

—Éste es nuestro refugio, aquí vivimos desde hace tres años. Pero tendremos que abandonarlo pronto, ya que esta zona ha dejado de ser segura. El mismo día que Reimo te halló, también encontró huellas de patrullas husitas.

—¿Quién es Reimo y quiénes son los husitas?

Michel trató de recordar, pero tenía la cabeza tan vacía como una cuba de agua rajada.

La mujer meneó la cabeza, sorprendida.

—A Reimo no puedes conocerlo porque es mi esposo y él te vio por primera vez tendido a orillas del río. Pero a los husitas sí deberías conocerlos, ya que, a juzgar por tus heridas, has estado luchando contra ellos.

—¿Sí? Pero entonces ¿cómo es que no me acuerdo de nada? Yo... yo ya no sé qué es lo que hice... ni tampoco quién soy. ¡Dios mío! ¡No soy... nadie!

El pánico en su voz le aumentó el dolor de cabeza hasta límites insoportables.

—¡Pero tienes que tener un nombre! El mío es Zdenka. Soy la esposa de Reimo.

—¿Zdenka? Qué nombre tan extraño.

Michel se quedó pensando por qué el nombre de esa mujer le resultaba tan poco común, mientras que el de su esposo le parecía familiar. Era incapaz de explicarse por qué tenía esa sensación.

—Yo soy checa y mi esposo, alemán. He ahí nuestra desgracia —le explicó Zdenka—. Cuando comenzó el levantamiento, mis compatriotas dejaban a Reimo en paz por mí, pero más tarde, cuando comenzaron a decir que los checos teníamos que librarnos del yugo alemán de una vez por todas, nos vimos obligados a huir de nuestro pueblo. Cuando la gente que andaba a la caza de alemanes en la zona se hubo marchado, unos buenos amigos nos trajeron en secreto nuestro caballo y nuestra carreta, además de algunas semillas y dos cabras, advirtiéndonos que no regresáramos. Desde entonces, vivimos aquí en el bosque, aterrados ante la idea de que los terribles taboritas nos encuentren y asesinen.

—Tampoco sé nada de los taboritas. ¿Quiénes son?

—Son los peores de los husitas. Matan a cualquiera que no sea checo o que no se una a su causa. Han llegado a matar incluso a los aristócratas que se habían unido a ellos en su revuelta contra el emperador Segismundo, pero que tenían una opinión diferente a la de los cabecillas.

—¿Y cómo es que sabes todo eso si estás escondida en el bosque?

—Cada cierto tiempo, Reimo se encuentra con un primo mío para intercambiar hierbas, resina y hongos que yo recojo a cambio de otras cosas y para enterarnos de las novedades. Pero dime, ¿de verdad no sabes cómo te llamas? ¡No puede ser que no te acuerdes de eso!

Michel extendió los brazos mientras esbozaba una sonrisa impotente.

—Simplemente no lo sé. Tampoco sé decirte a qué clase pertenezco ni de dónde vengo. Es terrible, pero mi cabeza está completamente vacía.

—¡No puede ser! —Zdenka se rascó la cabeza y lo miró, incrédula—. ¿Recuerdas quién es Marie?

Michel trató de escuchar en su interior, pero el nombre no suscitaba ningún eco dentro de él.

—¿Quién se supone que es?

—Mientras estabas con fiebre repetías todo el tiempo ese nombre, y le juraste a esa mujer que no la olvidarías jamás.

—De eso tampoco me acuerdo. Marie... Marie... me gusta ese nombre, pero no asocio nada con él.

—Tal vez lo recuerdes más tarde. Pero ahora tenemos que pensar cómo podemos llamarte a ti.

Michel se encogió de hombros, impotente.

Zdenka se mordió los labios.

—Hasta ahora yo te llamaba Nemec, porque así les decimos a los alemanes en mi lengua materna. Pero ése no es un nombre de verdad.

—Sinceramente, los conceptos «alemán» o «checo» no me dicen nada. Pero dado que, según me dices, los checos no son mis amigos, preferiría que me pusieras un nombre alemán. Estoy empezando a asombrarme de poder hablar y entender lo que me dices, pues me siento tan tonto y estúpido como un recién nacido. Me temo que deberás explicarme unas cuantas cosas más...

Un ruido en la entrada interrumpió su conversación. Alguien hizo a un lado parte de las ramas que tapaban la entrada y un muchachito se deslizó hacia el interior. Lo seguía un hombre regordete que tendría unos cuarenta años y cabellos amarillo pálido y vestía un delantal marrón terroso lleno de remiendos y unos pantalones del mismo color. Debía de ser Reimo, el esposo de Zdenka. Seguramente había salido a cazar porque llevaba en sus manos una perdiz y dos liebres de las cuales aún colgaban las redes con las que las había atrapado. El muchachito, que tendría unos diez años, poseía rasgos de los dos adultos, ya que tenía los cabellos claros del padre y los ojos oscuros de la madre.

Zdenka estaba nerviosísima.

—¡Nuestro Nemec por fin ha vuelto en sí! Pero no recuerda nada, ni siquiera a su Marie, a quien tantas veces llamó.

Reimo volvió a tapar la entrada con las malezas y se dio la vuelta lentamente en dirección a Michel. Mientras, el muchacho corrió hacia su madre y se acurrucó a su lado mientras observaba con recelo al desconocido.

—Él es nuestro Karel —lo presentó Zdenka con visible orgullo.

—Un muchacho estupendo. —Michel le hizo un gesto afirmativo al muchacho, sonriente, y luego miró a Reimo, que lo contemplaba ensimismado.

El hombre que le había salvado la vida meneaba la cabeza, asombrado.

—Ya había oído hablar antes acerca de la existencia de personas que han perdido la memoria, pero siempre pensé que eran puros cuentos.

—Lamentablemente, no lo son. Ya no sé nada de mi pasado, es como si ni siquiera hubiese existido antes. Es una sensación espantosa, y me alegro de que al menos pueda hablar, ya que si no, sería un completo inválido indefenso. Reimo, ¡te lo agradezco mucho! Fue muy noble por tu parte sacarme del río y traerme a vuestro escondite. Y también te doy las gracias a ti, Zdenka. Ambos me habéis salvado la vida y me habéis cuidado a pesar de que ignorabais si yo no terminaría siendo una molestia para vosotros. Muy pocas personas en vuestro lugar habrían hecho lo mismo.

Reimo le alcanzó a su esposa la perdiz y las dos liebres, y ella comenzó de inmediato a despellejar y a quitarle las visceras al primer animal.

—Por supuesto que me pregunté si estaba actuando bien. Pero supuse que con semejante herida no representabas peligro alguno para nosotros, y esperaba que pudieses contarnos qué está haciendo el rey Segismundo para recuperar su imperio y para proteger de los asesinos checos a personas como nosotros, que hemos permanecido fieles a él.

Zdenka reaccionó.

—No todos los checos son malos, y entre los alemanes también hay muchos asesinos. Acuérdate del pueblo cercano al lugar donde hallaste a Nemec.

Reimo bajó la cabeza.

—Jamás podré olvidarlo. Cuando vi cómo se habían comportado allí las tropas de Segismundo, por primera vez sentí vergüenza de ser alemán. Los soldados vejaron incluso a niñas pequeñas antes de asesinarlas.

—Entonces ¿por qué me salvaste? Debiste suponer que yo era uno de esos asesinos.

—Te había encontrado antes y te había cargado un tramo bosque adentro. Después, cuando me escabullí hacia el pueblo, en un primer momento estuve a punto de dejarte ahí tirado para que sirvieras de alimento a los lobos. Pero, por un lado, ansiaba que pudieras explicarnos cómo están las cosas en el imperio y por qué los alemanes causan tantos estragos como los husitas, y, por otro, no quería que el esfuerzo, que me había significado cargarte hasta entonces hubiese sido en vano. Ahora sólo me resta la esperanza de que recuperes la memoria pronto. Y es que en tus delirios de fiebre no sólo hablabas de tu hermosa Marie, sino que además amenazabas a un tal Falk o Falko con romperle el cuello la próxima vez que lo vieras.

Aquel nombre le traía tan escasas reminiscencias como el de Marie. Mientras Michel se palpaba la parte de atrás de la cabeza, que seguía doliéndole, y se masajeaba las sienes, Reimo ayudó a su mujer a preparar la carne del animal que había cazado.

—Esta noche habrá liebre asada. Antes bebíamos cerveza para acompañar, pero lamentablemente ahora no hay más que agua. A todo esto, mi Zdenka prepara una cerveza cuyo sabor te abre el corazón. —Reimo suspiró y señaló el muslo de la pierna izquierda de Michel—. Esa herida que tienes ahí seguramente te molestará durante mucho tiempo. Tenías clavada la púa de un martillo de guerra y nos costó muchísimo trabajo sacártela. Por suerte no perdiste más sangre en ese momento, si no, te nos habrías muerto en brazos. También tienes una herida en la cabeza del tamaño de mi mano, y puedes considerarte afortunado de que, hasta donde he podido juzgar, tu cráneo no tiene daños. Debías de llevar puesto un buen casco, de otro modo ese golpe te habría destrozado la cabeza.

Michel soltó una carcajada disonante.

—Me gustaría saber quién fue el que me hirió tan brutalmente, pero podría estar en la taberna brindando con ese hombre sin sospechar que él intentó acabar con mi vida.

—Eso sería terrible, porque entonces el tipo podría sentirse tentado de clavarte un cuchillo en la espalda para terminar su obra. ¿Quieres intentar ponerte de pie? Te tallé una muleta para que cuando te despertaras no tuvieras que estar tirado todo el día como un inválido.

Reimo encendió una primitiva antorcha en la fogata y se dirigió hacia una parte de la cueva que hasta entonces había permanecido oculta a la vista de Michel. Cuando regresó, llevaba en la mano un bastón macizo que terminaba en una horquilla forrada en musgo y fibra.

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