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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (51 page)

BOOK: La dama del castillo
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Falko comprobó satisfecho que sus palabras habían impresionado al emperador, y tuvo que esforzarse por ocultar una sonrisa. Si el monarca aceptaba su propuesta, no sólo se libraría de su primo, que hacía apenas unas pocas semanas lo había felicitado con sorna por el nacimiento de su nueva hija, sino también de ese molesto palurdo de Heribert von Seibelstorff, que lo culpaba de la desaparición de Marie y estaba ansioso por luchar contra él.

Segismundo se quedó meditando la idea del caballero y le pareció útil. Heinrich von Hettenheim era un hombre con arrojo, y con la ayuda de Dios podría preservar la vida y el castillo del conde. Además, le venía bien que el más joven de los Hettenheim se quedara acampando cerca de Núremberg con sus huestes, ya que el emperador tenía pensado viajar allí en unos días para cerrar con los burgueses de la ciudad la venta del castillo imperial, fuertemente afectado por la participación del burgrave Friedrich en las contiendas bávaras. Si bien la suma que recibiría a cambio no era muy significativa, al menos alcanzaría para armar a una división de soldados de infantería y pagarles una soldada por algunos meses. Satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos, el emperador les regaló a los dos bohemios una sonrisa magnánima.

—El conde Sokolny no os ha enviado hasta mí en vano. Uno de mis más valientes caballeros, Heinrich von Hettenheim, primo del señor Falko, partirá de inmediato hacia Bohemia con sus huestes para apoyar a vuestro señor.

Labunik volvió a hacer una reverencia, aunque estaba demasiado confundido como para poder responder. Por el camino había considerado la posibilidad de no regresar a su patria, ya que todo dentro de él pugnaba por permanecer a salvo en las regiones occidentales del imperio. Marek Lasicek tuvo que contenerse para no lanzar un improperio en checo, ya que la propuesta no se oía como si el emperador tuviese intenciones de acudir en su ayuda con todo un ejército. Si regresaba únicamente con un caballero y un puñado de guerreros, aquel viaje tan peligroso no habría valido la pena. Tal vez su prolongada ausencia na habría servido más que para acelerar la caída de Falkenhain, ya que, salvo el alemán, allí no había nadie capaz de entrenar bien a los hombres. También le parecía un mal presagio que el líder de las huestes prometidas fuese primo del tal Falko von Hettenheim, que tenía en toda Bohemia la fama de asesinar por nada y saquear sin freno, y cuyas acciones habían llevado a más de una ciudad y a numerosos miembros de la nobleza a pedir perdón de rodillas a los husitas.

—Os damos las gracias en nombre de nuestro señor, el conde Sokolny —oyó Marek decir a su acompañante Labunik, al tiempo que veía cómo la cara se le alargaba como si acabara de oír su sentencia de muerte. Esta apreciación de Marek no estaba lejos de la verdad, ya que el noble checo acababa de decidir entregarse a su destino. Regresaría a Falkenhain y lucharía y moriría junto a Sokolny.

En cambio, Marek Lasicek se juró que prefería enfrentarse a un oso enfurecido con apenas un cuchillo en la mano, o incluso con los puños, antes de tener que volver a inclinar la cabeza una segunda vez frente a hombres como el emperador o como Falko von Hettenheim.

Capítulo VI

Era el cuartel de invierno más pobre del que Eva tuviera memoria. Si bien la ciudad de Núremberg, con sus grandes mercados y sus casas de comercio desbordantes de mercancías, quedaba a una distancia de apenas dos horas de viaje, lo mismo habría dado que quedara en la luna, ya que a los guerreros, sirvientes, prostitutas y vivanderas reunidos allí les estaba estrictamente prohibido entrar en ella, so pena de recibir graves castigos. La tropa no tenía más remedio que parar en un pueblucho cuyos habitantes los enviaban abiertamente al diablo y les Tacaneaban sus provisiones. La harina y la carne se vendían al precio del oro, pero casi ninguno de ellos tenía una moneda en el bolsillo. Ni siquiera el caballero Heinrich poseía más que su sirviente más pobre, ya que había tenido que vaciar la caja de guerra y su propio bolsillo para preservar a su gente de morir de hambre.

Para colmo, la desaparición de Marie seguía pesando sobre las almas de todos aquellos que la habían conocido. Nadie de las huestes del caballero Heinrich podía explicarse qué le había sucedido, y el único que tal vez podría haber dado una respuesta, es decir, Falko von Hettenheim, evitaba el campamento como la peste desde su última pelea con su primo. A comienzos del invierno había mandado a preguntar una y otra vez por Losen sin poder dilucidar cuál había sido su destino. Pero como ni el caballero ni Marie habían regresado, los habían dado por muertos.

Eva contempló abatida el manto de nieve mugriento, pisoteado por muchos pies, y olfateó el aire. Había un cierto aliento a primavera, pero aún continuaba haciendo un frío helado. Tiritó y se ciñó más al cuerpo la pañoleta raída. Sus movimientos despertaron a Trudi, que dormía en su regazo.

La pequeña pataleó de pronto, puso los labios en trompa, levantó la vista y gritó.

—¡Tengo hambre y frío!

Eva envolvió más a la niña en su pañuelo y le puso una ciruela seca en la boca. Trudi comenzó a mascar de inmediato, pero la vivandera advirtió en sus ojos que deseaba algo más.

—Pronto habrá algo caliente para comer —intentó consolarla.

La pequeña frunció la nariz.

—Sí, puré de piñas de pino.

Aún no habían llegado hasta ese punto, pero desde que Anselma, el muy gracioso, le había dicho a Trudi que el guiso de agua, harina, grasa rancia y arvejas secas que había de comer todos los días estaba hecho de piñas de pino, Trudi lo llamaba así. Eva pensó suspirando que una comida preparada con piñas no sabría mucho peor que la que ponían ahora en sus platos. Sin el ingenio de Görch, que conocía a sus compatriotas francos e iba de pueblo en pueblo a mendigar alimentos, seguramente no habrían podido sobrevivir con las provisiones compradas por el caballero Heinrich.

—Hola, Eva. ¿Qué te sucede? Tienes una cara que agriaría la leche... si tuviésemos leche para beber.

Theres salió de la choza que ambas habitaban y se sentó junto a la anciana. Aunque durante la retirada precipitada de Bohemia le habían asignado otra tropa, al llegar al punto de reunión había vuelto a unirse a las huestes del caballero Heinrich, al igual que Eva y a diferencia de Oda, que había partido junto con una caravana comercial en dirección a Worms, con la esperanza de poder dar a luz a su hijo en la casa de Fulbert Scháfflein. El resto de las vivanderas se había alegrado de habérsela quitado de encima porque hasta el último momento había demostrado ser una buscapleitos.

Eva escupió el carozo de ciruela que había estado chupando durante las últimas horas y se volvió hacia Theres.

—Pondré mejor cara cuando el emperador nos asigne un cuartel mejor y les pague a los soldados lo que les debe.

—Ojalá que así sea. No puedo darme el lujo de volver a sufrir pérdidas como las del año pasado. La mayoría de los que estaban en deuda conmigo están muertos o se escabulleron sin pagar.

Theres se rio con amargura mientras miraba las chozas en las que los habían acuartelado a los soldados y a ellas. Aunque había conocido alojamientos mucho mejores, estaba contenta de tener al menos un techo donde cobijarse dentro de tan mala suerte.

—¿Crees que la campaña del emperador está teniendo éxito?

Eva se encogió de hombros.

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

—¡Hambre! —repitió Trudi, retomando la palabra.

Theres la pellizcó suavemente en el mentón.

—La comida está lista. Justo iba a llamaros.

Eva se levantó suspirando y alzó en brazos a la hija de Marie.

—Vayamos a buscar nuestra cazuela de puré de piñas de pino y esperemos que esté más rico que ayer.

—Difícil que la comida esté peor con los ingredientes que tiene.

Theres dejó escapar un suspiro aún más profundo que el de Eva y regresó a la choza, donde bullía una masa de apariencia no muy apetitosa. Las dos vivanderas cocinaban para veinte hombres, un tercio de los soldados que le habían quedado al caballero Heinrich. El resto se abastecía solo o se quedaba a comer con las dos prostitutas entradas en años a las que ninguna otra tropa había querido aceptar. Mientras Theres volvía a hundir el cucharón en aquella masa grisácea y revolvía con fuerza, Eva dejó a Trudi en el suelo, levantó dos pedazos de hierro que había en la entrada y los entrechocó. Sus huéspedes parecían haber estado esperando ese sonido, ya que salieron raudos de sus chozas y se precipitaron hacia la de ellas con las cazuelas extendidas. Eva los miró frunciendo el ceño, le quitó al primero el cuenco de las manos y se lo extendió a Theres para que ésta lo llenara. Luego esparció sobre la masa un par de frutas secas y un trozo de pescado, duro como una piedra, y le devolvió el cuenco a su dueño. El hidalgo Heribert también se había puesto en la fila y recibió la misma ración que el resto de los hombres. A comienzos del invierno, el joven Von Seibelstorff le había propuesto al emperador llevar a la tropa de Heinrich von Hettenheim a sus dominios, en los alrededores de Kronach, para establecer allí sus cuarteles de invierno, pero el emperador había denegado de plano su petición, ordenándoles a él y al caballero Heinrich que permanecieran en el pueblo que les había asignado cerca de Núremberg.

El hidalgo Heribert estaba seguro de que detrás de esa decisión estaba Falko von Hettenheim, y eso no contribuía precisamente a mitigar su encono hacia ese hombre. Pero Falko no era más que el primero de la extensa lista de aquellos a quienes retaría a duelo para recomponer su honor, ya que, cuando intentó hacer traer alimentos de su castillo, algunos capitanes del emperador habían tenido el descaro de interceptar la carreta y quedarse con su carga y con toda su gente a excepción del viejo cochero.

El hidalgo Heribert se había sentado hoy también en la choza de las vivanderas en el mismo lugar de siempre, y revolvía el puré con la frente cubierta de sombras.

Cuando Trudi avanzó hacia él con pasitos inseguros, su expresión se suavizó e incluso logró esbozar una tenue sonrisa.

—Hola, pequeña. ¿Cómo estás?

Trudi trepó a su regazo.

—¡Bien! Pero mamá aún no ha regresado y el puré de piñas de pino sabe horrible.

La sonrisa de Heribertse disipó. A pesar de que Marie tenía casi el doble de su edad y que como vivandera era absolutamente inadecuada para su clase social, había pensado que cuando terminara la guerra bohemia la llevaría a su castillo e intentaría convencerla de que fuera su mujer. Su repentina desaparición sólo podía significar que había sufrido una muerte horrenda a manos de los husitas, y desde entonces se había abierto una herida en su corazón que tal vez no cicatrizaría nunca más.

—¿Dónde está el caballero Heinrich? —preguntó Eva, a quien le había llamado la atención la ausencia de su líder.

—Mi señor ha ido a Núremberg para exigirle al alcaide imperial que nos envíe de una buena vez los alimentos que nos debe desde hace semanas.

A Anselm se le notaba que hubiera querido acompañar a su señor, lo cual por cierto le correspondía por ser el escudero del caballero Heinrich, y se le notaba también que se reprochaba haber tenido la bondad de cederle su lugar a Michi. Ahora temía que el jovencito pudiese haber hecho algo imperdonable que hubiese puesto en aprietos al caballero Heinrich.

Los otros también miraron hacia la puerta, preocupados, como si pudieran hacer aparecer a su líder con un hechizo de sus miradas y, efectivamente, él apareció después de unos instantes. Su figura de hombros anchos se había vuelto más enjuta con el correr del invierno, y su cabello había comenzado a encanecer. Sin embargo, los ojos le brillaban con renovada confianza.

—¡Ya estáis comiendo! Qué bien, porque estoy muriéndome de hambre. —El caballero Heinrich se adelantó hasta donde estaba el caldero e hizo que Theres le sirviera una cazuela llena. Tragó un par de bocados para satisfacer el hambre más urgente y luego sonrió con la picardía de un niño—. El emperador ha regresado a Núremberg. Incluso ha intercambiado un par de palabras conmigo y le ha dado al alcaide la orden de enviarnos provisiones. Esta misma tarde llegará el primer cargamento. ¿Qué me decís ?

—Hasta que no vea la harina y el tocino, no me lo creo.

El caballero se rio.

—He visto con mis propios ojos cómo cargaban el carro. Mañana recibiremos armas y equipamiento nuevos.

Eva miró con desconfianza.

—Parece como si fuese a haber una nueva campaña. ¿Acaso el emperador ha traído un ejército? Aquí en la zona no llega a haber ni quinientos soldados.

La expresión de su rostro revelaba lo extraño que le resultaba que el emperador los hubiese acuartelado durante más de tres meses en condiciones desastrosas y que de golpe los colmara de bienes necesarios para la guerra. Sin embargo, se guardó sus dudas para sus adentros y le preguntó al caballero por Michi.

—Espero que os haya servido como corresponde a un escudero.

Heinrich von Hettenheim la aplacó con el gesto.

—El muchacho es muy dócil y muy capaz. Cuando íbamos a emprender el regreso, me pidió permiso para quedarse un rato más en la ciudad porque quería ir en busca de un amigo.

—Seguramente se trataría de Timo, el mendigo cojo. Ya ha ido a verlo en reiteradas ocasiones antes de que cayera la nieve. Sabe el diablo qué es lo que le atrae tanto de ese viejo.

—Creo que lo conoce de antes, Eva, al menos algo de eso me dijo. Parece que Timo es oriundo del mismo lugar que Marie.

Heinrich von Hettenheim dejó escapar un sonido breve que sonó mitad a suspiro y mitad a gruñido, y luego mostró los dientes.

—Por cierto, mi amado primo ha vuelto a Núremberg.

El hidalgo Heribert se levantó de un salto, chocándose con la inestable mesa.

—¿Qué habéis dicho? ¡Por fin! ¡Esta vez no escapará a mi lanza!

El odio que había en su voz le hizo menear la cabeza a Heinrich von Hettenheim.

—¡Insensato! Mejor siéntate en lugar de andar desparramando las cazuelas. Para acabar con mi primo, antes debes moldearte y templarte, así que ármate de paciencia y no arruines las cosas por apurarte.

El joven Von Seibelstorff ardía en deseos de poder arrojarse sobre su enemigo; sin embargo, hizo lo que Heinrich le decía y se rio con dureza.

—Parece que quisierais darle tiempo a que engendrase un hijo varón. En cambio, si muriese ahora, su heredero seríais vos.

El caballero Heinrich se paró junto al hidalgo, poniéndole la mano sobre el hombro.

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