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—Y además no queda por donde pirárselas —añadió sereno y serio Menno Coehoorn, mirando a su alrededor—. Nos han rodeado por completo.
—Dadme vuestra capa y vuestro yelmo, señor mariscal. —El capitán Sievers se limpiaba la sangre y el sudor del rostro—. ¡Tomad los míos! Bajaos de vuestro alazán, tomad el mío... ¡No protestéis! ¡Vos debéis vivir! Sois preciso para el imperio, insustituible... Nosotros, daerlanos, nos lanzaremos contra los norteños, nos los atraeremos, vosotros por vuestra parte, intentad cruzar por allí, abajo, junto al poblado de pescadores...
—No saldréis de ésta —murmuró Coehoorn, agarrando las riendas que se le tendían.
—Es un honor. —Sievers se enderezó en la montura—. ¡Soy un soldado! ¡De la Séptima daerlana! ¡Conmigo, la fe! ¡Conmigo!
—Suerte —murmuró Coehoorn, echándose sobre los hombros la capa daerlana con el escorpión negro en el hombro—. ¿Sievers?
—¿Sí, señor mariscal?
—Nada. Suerte, muchacho.
—Que os acompañe también la suerte, señor mariscal. ¡A los caballos, por mi fe!
Coehoorn les siguió con la mirada. Largo rato. Hasta el momento en el que el grupo de Sievers, con un estampido, un griterío y un estruendo, se enfrentó a los condotieros. Con un pelotón que les superaba en número y al que además de inmediato se le sumaron otros. Las capas negras de los daerlanos desaparecieron entre las grises de los condotieros, todo se hundió en el polvo.
Coehoorn volvió en sí a causa de las tosecillas nerviosas de Wyngalt y sus asistentes. El mariscal se arregló las cinchas y las correas. Controló al desasosegado caballo.
—¡A los caballos! —ordenó.
Al principio les fue bien. En la salida del vallecillo que conducía al río se estaba defendiendo con saña un pelotón de resistentes de la brigada Nausicaa, cada vez menos numeroso, erizado de lanzas, sobre el que los norteños habían concentrado momentáneamente todo el ímpetu y toda la fuerza, habiendo logrado realizar un hueco en el arco. Bien del todo, se entiende, no les salió: tuvieron que abrirse paso a tajos a través de una ola de caballería voluntaria ligera, a juzgar por sus símbolos, bruggense. La lucha fue corta pero rabiosa y brutal. Coehoorn había perdido y arrojado ya todos los restos y apariencias de su patética heroicidad, ahora ya sólo quería sobrevivir. Sin siquiera echar un vistazo a la escolta que se enfrentaba a los bruggenses, galopó a toda prisa con sus asistentes en dirección al río, aplastándose y aferrándose al cuello del caballo.
El camino estaba libre, al otro lado del río, detrás de unos sauces torcidos, comenzaba una llanura vacía, en la que no se veía ninguna pelea de los ejércitos. Ouder de Wyngalt, que iba cabalgando junto a Coehoorn, también lo vio y gritó triunfante.
Demasiado pronto.
De la corriente lenta y perezosa del riachuelo los separaba una pradera cubierta de duraznillo verde intenso. Cuando llegaron a ella a pleno galope, los caballos se hundieron de improviso hasta la barriga. IC1 mariscal voló por encima de la cabeza de su alazán y cayó en el pantano. A su alrededor relinchaban y bufaban los caballos, gritaban las personas atrapadas en el barro y cubiertas de cerdas verdes. Entre aquel pandemónium Menno escuchó de pronto otro sonido. Un sonido que significaba la muerte.
El sonido de las flechas.
Se lanzó hacia la corriente del río, peleando con el grueso barro hasta la cadera. El asistente que avanzaba a su lado cayó de bruces en el barro, al mariscal le dio tiempo a ver una flecha clavada en sus espaldas hasta las plumas. En aquel mismo instante sintió un terrible golpe en la cabeza. Se tambaleó pero no cayó, encajado como estaba en el lodo y el barro. Quiso gritar, pero sólo alcanzó a graznar. Vivo, pensó, mientras intentaba escapar al abrazo del pegajoso lodo. El caballo, al debatirse en el lodo, le había dado una patuda al casco, la chapa muy abollada le había destrozado la mejilla, le había roto algunos dientes y le había cortado la lengua... Estoy sangrando... Trago sangre... Pero vivo...
De nuevo el sonido de un arco, el silbido de las flechas, el estruendo y chasquido de unas saetas atravesando las armaduras, el griterío, el relincho de los caballos, chufidos, gotas de sangre. El mariscal se dio la vuelta y vio en la orilla a los tiradores, unas pequeñas, rechonchas, regordetas siluetas con cotas de malla y cascos picudos. Enanos, pensó.
El sonido de las cuerdas de las ballestas, el silbido de los dardos. El relincho de los aterrorizados caballos. El griterío de la gente atrapada en el agua y el barro.
Ouder de Wyngalt, vuelto hacia los que disparaban, gritó que se rendía, con una voz aguda y chillona pidió piedad y merced, prometió rescate, rogó por su vida.
Consciente de que nadie entendía sus palabras, alzó por encima de su cabeza la espada, sujetándola por la hoja. En un gesto internacional, cosmopolita, de rendición, tendió el arma a los enanos. No lo entendieron, o lo entendieron mal, porque dos flechas le golpearon en el pecho con tanta fuerza que el golpe casi lo saca del pantano.
Coehoorn se quitó el abollado yelmo de la cabeza. Conocía bastante bien la lengua común de los norteños.
—Toy el maliscal Coeoon... —balbuceó, escupiendo sangre—. Maliscal Coeoon... Me lindo... Paldón... Paldón...
—¿Qué cojones está diciendo, Zoltan? —dijo, asombrado, uno de los ballesteros.
—¡Así lo joda un perro a él y su chachara! ¿Ves el jubón bajo la capa, Munro?
—¡Un escorpión de plata! ¡Jaaa! ¡Muchachos, cargaos al hijoputa! ¡Por Caleb Stratton!
—¡Por Caleb Stratton!
El zumbido de las cuerdas. Un dardo se le clavó a Coehoorn directamente en el pecho, el segundo en el muslo, el tercero en la clavícula. El mariscal de campo del imperio de Nilfgaard cayó de espaldas en una masa poco densa, el duraznillo y la elodea cedieron ante su peso. Quién, maldita sea mil veces, podía ser ese Caleb Stratton, consiguió pensar, no he oído hablar en mi vida de ningún Caleb. El agua turbia, densa, roja de sangre y barro, del río Cautela se cerró sobre su cabeza y entró en sus pulmones.
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Salió de la tienda para tomar aire fresco. Y entonces lo vio, sentado junto al banco del herrero.
—¡Jarre!
Él alzó los ojos hacia ella. En aquellos ojos había vacío.
—¿Iola? —preguntó, moviendo con dificultad los labios hinchados—. ¿De dónde...?
—¡Vaya una pregunta! —le interrumpió de inmediato—. Mejor dime, ¿de dónde sales tú?
—Hemos traído a nuestro jefe... El voievoda de Bronibor... Herido...
—Tú también estás herido. Enséñame esa mano. ¡Por la diosa! ¡Pero si te estás desangrando, muchacho!
Jarre la miró, y Iola comenzó de pronto a dudar que la estuviera viendo.
—Hay una batalla —dijo el muchacho, tiritando levemente los labios—. Hay que ponerse como un muro... Fuertes en las filas. Los heridos leves habrán de llevar al lazareto a... los heridos graves. Órdenes.
—Enséñame la mano.
Jarre lanzó un corto grito, sus dientes saltaron en un loco staccato. Iola frunció el ceño.
—Jolín, qué mal aspecto tiene esto... Ay, Jarre, Jarre... Ya verás, madre Nenneke se va a enfadar... Ven conmigo.
Lo vio palidecer al contemplar aquello. Al sentir el hedor de la muerte que se cobijaba bajo la lona de la tienda.
Se tambaleó. Ella lo sujetó. Vio cómo miraba la mesa ensangrentada. Al hombre que yacía allí. Al cirujano, un pequeño mediano que dio un salto brusco, pateó, lanzó una horrible blasfemia y tiró al suelo el escalpelo.
—¡Mierda! ¡Su puta madre! ¿Por qué? ¿Por qué ha de ser así?
Nadie respondió a su pregunta.
—¿Quién era?
—El voivoda de Bronibor —aclaró con voz débil Jarre, mirando directamente frente a sí, con los ojos hueros—. Nuestro jefe... Nos quedamos fuertes en las filas. Órdenes. Como un muro. Mataron a Melfi...
—Don Rusty —pidió Iola—. Este muchacho es un amigo mío... Está herido...
—Se tiene de pie —asestó el cirujano con frialdad—. Y aquí hay uno casi tieso que está esperando una trepanación. Aquí no hay sitio para los enchufes...
En aquel momento, Jarre, con gran sentido dramático, se desmayó y cayó al suelo. El mediano bufó.
—Va, venga, a la mesa con él —ordenó—. Aja, buena tiene la mano. ¿En qué se sujetará esto? Como no sea en el guante. ¡Vendaje, Iola! ¡Más fuerte! ¡Y no te atrevas a llorar! Shani, dame el hacha.
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Y de aqueste modo se desbarató en polvo y ceniza la potencia de Nilfgaard toda en los campos de Brenna y púsose así punto y final a la marcha del imperio hacia el norte. Entre muertos y tomados prisioneros perdió el imperio en la batalla de Brenna a unos cuarenta y cuatro miles de hombres. Cayó la flor de la caballería, los caballeros de élite. Murieron, fueron apresados o desparecieron sin noticia caudillos de tal entidad como Menno Coehoorn, Braibant, De Mellis-Stoke, Van Lo, Tyrconnel, Eggebracht y otros cuyos nombres no guardaron nuestros archivos.
Y así fue Brenna el principio del final. Mas es digno de escribirse que esta batalla habría sido pequeña piedra en el edificio y escasa habría sido su importancia de no ser porque los frutos de la victoria fueron usados con gran talento. Digno es de escribir que fue la tal batalla tan sólo pequeño ladrillo en construcción grande y escasa sería su importancia si no fuera porque los frutos de la victoria fueron aprovechados de forma inteligente. Digno es de recordar que en vez de dormir en laureles y estallar de orgullo, esperando prebendas y honores, Juan Natalis se lanzó sin aliento casi hacia el austro. Las caballeros deAdam Pangratt y Julia Abat-marco deshicieron dos divisiones del III ejército, las cuales en tardío salvamento de Menno Coehoorn llegaban, destruyéndolas de tal modo que nec nuntius cladis. Al recibir noticia de ello, los restos del ejército Centro presto enseñaron las nalgas y cruzaron el Yaruga a toda prisa. Y como Foltest y Natalis los talones les rascaban, perdieron los imperiales todo carro y toda máquina de asedio mediante las cuales en su orgullo pensaban conquistar Novigrado.
Y como si de un desprendimiento desde las cumbres se tratara, en el que cada vez más la nieve se acrecienta y más se suman, de ese modo Brenna frutos peores diera para Nilfgaard. Presto le llegó la hora al ejército Verden, capitaneado por el duque de Wett, al cual los capitanes de Skellige y el rey Ethain de Cidaris grandes disgustos le dieran en una guerra de guerrillas. Mas cuando De Wett enteróse de lo de Brenna, cuando le llegara la noticia de que en marcha forzada acudían el rey Foltest y Juan Natalis, de inmediato mandó tocar a retirada y en desespero corrió a Cintra, al otro lado del río, cubriendo al tiempo de muertos los caminos, puesto que al saber de las derrotas nüfgaardienses, la revuelta se alzó de nuevo en Verden. Sólo en Nastrog, Rozrog y Bodrog, invencibles fortalezas, muchos soldados quedaron, los cuales no más tras la paz de Cintra salieron con honor y estandartes en alto. Por su parte, en Aedirn, las nuevas de lo de Brenna tuvieron por efecto el que los reyes Demawend y Henselt, envalentonados, diéranse la mano y unidos contra Nilfgaard se echaran. El grupo de ejércitos Este, que al mando del duque Ardal aep Dahy hacia el valle del Pontar iba marchando, no pudo hacer frente a los coaligados reyes. Reforzados con hombres de Redania y con las guerrillas de la reina Meve, los cuales arañaron con fuerza las retaguardias de los nilfgaardienses, Demawend y Henselt hicieron correr a Ardal aep Dahy hasta Aldersberg. El duque Ardal quería presentar batalla, mas por un extraño arrebato del destino enfermó de pronto, habiendo comido algo, le dio un cólico miserere y unas fiebres tales que murió a los dos días entre tremendos dolores. Y Demawend y Henselt, sin aguardar mucho, se lanzaron contra los nilfgaardienses y los atacaron allí, en Aldersberg, en aras, al parecer, de la justicia histórica. En brava lucha rompiéronles las filas, aunque igualmente tenía Nilfgaard ventaja sustancial de hombres. Mas, pese a ello, el espíritu y la técnica acostumbran a vencer sobre la fuerza bruta y ciega.
Digno es de escribirse aún algo más: en cuanto a lo que al mismo Menno Coehoorn le sucediera en lo de Brenna, nadie lo sabe. Unos dicen: murió y su cuerpo enterrado fue sin conocerlo en fosa común. Otros dicen: salió con vida, mas temiendo del emperador su ira, no volvió a Nilfgaard, sino que se escondió en Brokilón, entre dríadas y allá hiciérase ermitaño, dejándose crecer la barba hasta la misma tierra. Y allá también, entre los sus remordimientos, murió. Ronda, sin embargo, entre las gentes sencillas cierta leyenda, que dice que el mariscal volvía por las noches a los campos de Brenna y andaba entre los túmulos, gritando: «¡Devolvedme mis legiones!», y al final se colgó de un olivo en la cumbre desde entonces llamada de las Horcas. Y por las noches se puede el fantasma encontrar del famoso mariscal entre otros espectros corrientemente visitantes de los campos de batalla.
—¡Abuelito Jarre! ¡Abuelito Jarre!
Jarre alzó la cabeza de entre los papeles, se colocó las gafas que le resbalaban por la nariz.
—¡Abuelito Jarre! —gritó en los registros más agudos su nieta más pequeña, una niña resuelta y lista de seis años, la cual, gracias a los dioses, había salido más a la madre, hija de Jarre, que al berzotas de su yerno.
—¡Abuelito Jarre! ¡Abuela Lucienne me dijo que te dijera ya basta por hoy de escribir chuminadas y que la cena está en la mesa!
Jarre colocó cuidadosamente las resmas de papel y puso el corcho al tintero. El muñón de su mano latía con dolor. Cambio de tiempo, pensó. Va a llover.
—|Abuelito Jaaarreee! —Ya voy, Ciri. Ya voy.
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Antes de que se terminara con los últimos heridos era ya mucho más de la medianoche. Las últimas operaciones se realizaron ya con iluminación: normal, de lámparas, y luego también mágica. Marti Sodergren volvió en sí tras superar su crisis y, aunque pálida como la muerte, rígida e innatural en sus movimientos como un golem, realizaba hechizos de forma eficaz y efectiva.
Era noche cerrada cuando salieron de la tienda, los cuatro se sentaron apoyados en la lona. La pradera estaba llena de fuegos. Diversos fuegos: los fuegos inmóviles de los acampados, los fuegos inestables de las teas y antorchas. En la noche resonaban cantos lejanos, peleas, griteríos, vivas.
La noche alrededor estaba repleta también con los gritos y jadeos entrecortados de los heridos. Con los ruegos y suspiros de los moribundos. Ellos no los oían. Se habían acostumbrado a los sonidos del dolor y la muerte, aquellos ruidos eran para ellos normales, naturales, formaban parte de la noche como el croar de las ranas en los humedales del río Cautela, como el sonido de las cigarras en las acacias del estanque Dorado.