Salió, cerrando la puerta sin hacer ruido. Geralt suspiró.
—¿Nos desnudamos? —miró la pila humeante—. No me hace muy feliz la idea de que saquen de aquí mi cadáver desnudo...
—Pues a mí, figúrate, me da lo mismo cómo me saquen de aquí. —Yennefer se quitó el calzado y en un abrir y cerrar de ojos se desabrochó el vestido—. Aunque sea mi último baño, no me voy a bañar vestida. —Se sacó la camisa por la cabeza y se metió en el baño, chapoteando con ganas—. Bueno, Geralt, ¿qué haces ahí parado?
—Ya se me había olvidado lo guapa que eres.
—Eres muy olvidadizo. Al agua, patos.
Geralt se sentó a su lado, inmediatamente le rodeó el cuello con los brazos. La besó, acariciándole la cintura, por encima y por debajo del agua.
—¿Tú crees —preguntó por preguntar— que es un momento apropiado para hacerlo?
—Para hacer esto —refunfuñó, sumergiendo una mano y toqueteando a Geralt—, cualquier momento es apropiado. Emhyr ha insistido en que no nos demos prisa. ¿Preferirías dedicar a otra cosa los últimos minutos que se nos han concedido? ¿A llorar y lamentarte? No vale la pena. ¿A hacer examen de conciencia? Eso es algo estúpido y banal.
—No me refería a eso.
—Entonces, ¿a qué?
—Si el agua se enfría —musitó, acariciándole los pechos—, los cortes nos van a doler.
—Por el placer —Yennefer sumergió la otra mano— merece la pena pagar con dolor. ¿Te da miedo el dolor?
—No.
—A mí tampoco. Anda, siéntate en el borde. Te quiero, pero no tengo ninguna gana de ponerme a bucear.
—Ah-ah-ah, uh-uh. —Yennefer ladeaba la cabeza de tal manera que sus cabellos, empapados por el vapor, se desparramaban por el borde de la pila como negros viboreznos—. Ah-ah-ah... uh-uh.
*****
—Te quiero, Yen.
—Te quiero, Geralt.
—Ya es hora. ¿Llamamos?
—Llamemos.
Llamaron. Primero llamó el brujo, después llamó Yennefer. Después, al no obtener respuesta, llamaron a coro.
—¡Eeeh! ¡Ya estamos listos! ¡Traednos ese cuchillo! ¡Eeeh! ¡Cojones! ¡Que el agua se enfría!
—Pues ya podéis ir saliendo —dijo Ciri, asomándose a los baños—. Se han ido todos.
—¿Cómooo?
—Que sí. Que se han ido. Aparte de nosotros tres, aquí no hay un alma. Vestíos. Así, en pelota picada, tenéis una pinta ridícula.
Mientras se vestían, las manos les empezaron a temblar. A los dos. Les costaba muchísimo apañárselas con los corchetes, hebillas y botones. Ciri parloteaba.
—Se han marchado. Como si tal cosa. Todos y cada uno de ellos. Cogieron a todos los que estaban aquí, montaron en los caballos y se marcharon. Han puesto pies en polvorosa.
—¿Y no han dejado a nadie?
—A nadie.
—Inexplicable —susurró Geralt—. Es algo inexplicable.
—¿Y no ha ocurrido nada —Yennefer carraspeó— que lo justifique?
—No —se apresuró a responder Ciri—. Nada.
Mentía.
*****
Al principio, había tratado de sobreponerse. Erguida, orgullosa, con la cabeza bien alta y el rostro impasible, fue apartando las manos enguantadas de los caballeros negros, mientras lanzaba miradas audaces y desafiantes a aquellas narizotas y a las viseras de aquellos cascos que tanto miedo daban. Ya nadie se metía con ella, sobre todo porque el que lo hacía se encontraba con los gruñidos del oficial, un tiarrón cuadrado con galones de plata y un blanco penacho de garza.
Se dirigió hacia la salida, escoltada a ambos lados. Con altivez, sin agachar la cabeza. Retumbaban las botas pesadas, rechinaban las cotas de malla, resonaban las armas.
Tras avanzar algunos pasos, miró atrás por primera vez. Poco más adelante, lo hizo por segunda vez. Ya nunca más volveré a verlos, nunca más, se dijo de pronto con una aterradora lucidez. Ni a Geralt ni a Yennefer. Nunca más.
Esa conciencia pulverizó instantáneamente, de un plumazo, la máscara de fingido coraje. La cara de Ciri se contrajo y el gesto se le descompuso, los ojos se le llenaron de lágrimas, se le congestionó la nariz. La muchacha luchó con todas sus fuerzas, pero era inútil. La ola de las lágrimas desbordó el dique de la vergüenza.
Los nilfgaardianos de las salamandras en las capas la miraban en silencio. Y asombrados. Algunos la habían visto en las escaleras cubiertas de sangre, todos la habían visto conversando con el emperador. Una bruja con una espada, una bruja irreductible que le plantaba cara al mismísimo emperador. Y ahora estaban pasmados, al ver a una simple niña llorando y sollozando.
Era consciente de eso. Aquellas miradas quemaban como fuego, pinchaban como alfileres. Luchó, sin ningún resultado. Cuanto más se esforzaba por contener el llanto, con más violencia estallaba éste.
Aflojó el paso, antes de detenerse. La escolta también se paró. Pero sólo un momento. A una orden malhumorada del oficial, unas manos de hierro la cogieron de los sobacos y de las muñecas. Ciri, sollozando y tragándose las lágrimas, se volvió por última vez. Después se la llevaron a rastras. No opuso resistencia. Pero sollozaba cada vez con más fuerza, con más desesperación.
Los detuvo el emperador Emhyr var Emreis, ese hombre moreno cuya cara había despertado en ella unos recuerdos extraños y confusos. Con una orden tajante hizo que la soltaran. Ciri se sorbió los mocos, se enjugó los ojos con la manga. Al ver acercarse al emperador, reprimió un sollozo, alzó orgullosa la cabeza. Aunque en esos momentos —se daba perfecta cuenta— esa actitud resultaba sencillamente ridícula.
Emhyr la estuvo observando mucho tiempo. Sin decir una palabra. Después se acercó. Y alargó la mano hacia ella. Ciri, que siempre reaccionaba ante tales gestos con un movimiento instintivo de retroceso, en esta ocasión no reaccionó, para su sorpresa. Aún mayor fue su sorpresa al comprobar que el contacto con aquel hombre no le resultaba desagradable.
Le palpó el cabello, como si quisiera contar los mechones blancos como la nieve. Le palpó la mejilla desfigurada por la cicatriz. Después la abrazó, le acarició la cabeza y los hombros. Y ella, zarandeada por el luto, le dejaba hacer, con los brazos rígidos como un espantapájaros.
—Qué cosa más rara, el destino —le oyó susurrar—. Adiós, hija mía.
*****
—¿Qué fue lo que te dijo?
La cara de Ciri se contrajo ligeramente.
—Dijo: va faill, luned. En la antigua lengua: adiós, muchacha.
—Sí, ya sé —asintió Yennefer—. ¿Y qué pasó después?
—Después... Después me soltó, dio media vuelta y se marchó. Impartió algunas órdenes. Y todos ellos siguieron su camino. Pasaban a mi lado, con absoluta indiferencia, marcando el paso, haciendo un ruido estrepitoso con sus armaduras. El eco de sus golpes se perdió en los pasillos. Partieron a caballo, pude oír los relinchos y el trote de los animales. Jamás lo podré entender. Porque, por más vueltas que le doy…
—Ciri.
—¿Qué?
—No le des más vueltas.
*****
—El castillo de Stygga —repitió Filippa Eilhart, mirando por debajo de sus largas pestañas a Fringilla Vigo. Fringilla no se puso colorada. En los últimos tres meses había conseguido producir una crema mágica que actuaba sobre los vasos sanguíneos, contrayéndolos. Gracias a esa crema el rubor no se reflejaba en su rostro, y así al menos no se sabía hasta qué punto se avergonzaba.
—El escondrijo de Vilgefortz estaba en el castillo de Stygga —corroboró Assire var Anahid—. En Ebbing, junto a un lago de montaña cuyo nombre no fue capaz de recordar mi informador, un simple soldado.
—Habéis dicho «estaba»... —observó Francesca Findabair.
—Estaba —intervino Filippa—. Porque Vilgefortz ya no vive, mi querida señora. Él y sus socios, toda esa pandilla, están ya criando malvas. Ese servicio nos lo ha prestado nada menos que el brujo Geralt de Rivia. A quien no hemos sabido apreciar en lo que vale. Ninguna de nosotras. Con quien hemos cometido un error. Todas nosotras. Unas más, otras menos.
Las hechiceras, todas a una, miraron a Fringilla, pero la crema era infalible. Assire var Anahid suspiró. Filippa dio un manotazo en la mesa.
—Aunque pueda servirnos de excusa —dijo secamente— la ingente cantidad de tareas asociadas a la guerra y a los preparativos de las negociaciones de paz, en vista del fracaso de la logia, debemos ver que en el asunto de Vilgefortz nos han tomado la delantera y han actuado sin contar con nosotras. No nos puede volver a pasar algo así, queridas amigas.
La logia —a excepción de Fringilla Vigo, pálida como un cadáver— asintió con la cabeza.
—En estos momentos —prosiguió Filippa— el brujo Geralt está en Ebbing, en alguna parte... En compañía de Yennefer y de Ciri, a las que ha rescatado. Habrá que pensar detenidamente en cómo localizarlos...
—¿Y ese otro castillo? —intervino Sabrina Glevissig—. ¿No te estás olvidando de algo, Filippa?
—No, no me olvido. En la medida en que tenga que existir una leyenda, conviene que haya una sola versión, y que nos sea favorable. Precisamente, quería pedirte algo al respecto, Sabrina. Llévate contigo a Keira y a Triss. Arreglad este asunto. Sí, que no quede ni rastro.
*****
El estruendo de la explosión se oyó nada menos que en Maecht, el resplandor —pues tuvo lugar de noche— se pudo ver incluso en Metinna y Geso. La serie de temblores de tierra causados por la explosión se sintió aún más lejos. En los más remotos confines del mundo.
Congreve, Estella vel Stella, hija del barón Otton de Congreve, casada con el anciano conde de Uddertal, tras la pronta muerte de éste administró de forma extremadamente prudente sus bienes, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna. Gozando de la alta estima del emperador Emhyr var Emreis (v.), fue una persona muy señalada en la corte. Aunque no detentó cargo alguno, era de todos sabido que su voz y su opinión gozaban por lo general de la atención y la consideración del emperador. Gracias a su profundo afecto por la joven emperatriz Cirilla Fiona (v.), a la que quería como a una hija, era llamada, en tono jocoso, la «emperatriz madre». Tras sobrevivir tanto al emperador como a la emperatriz, murió en 1331, y su descomunal fortuna pasó a manos de unos parientes, una rama lateral de los Liddertal, conocidos como los Blancos, los cuales, siendo gente ligera y casquivana, la dilapidaron por completo.
Effenberg y Talbot, Encyclapaedia Máxima Mundi, tomo III
*****
El hombre que se acercaba furtivamente al campamento era muy vivo, en honor a la verdad, y corría como un zorro. Cambiaba de posición tan velozmente, y se movía con tanta agilidad, de forma tan silenciosa, que nadie habría podido sorprenderle. Nadie. Excepto Boreas Mun. Boreas Mun era muy ducho en cuestión de maniobras de aproximación.
—¡Sal, paisano! —le llamó, tratando de dar a su voz una arrogancia hinchada y segura de sí misma—. ¡En nada te valdrán tales truquejos! Te veo. Estás allá.
Uno de los megalitos que se alzaban sobre la ladera de la colina tembló recortado en el profundo azul del cielo cuajado. Se movió. Y adquirió una forma humana.
Boreas le dio la vuelta al espetón con el asado, porque empezaba a oler a quemado. Haciendo como si se apoyase descuidadamente, acercó la mano a la empuñadura del arco.
—Qué mísera es mi hacienda —trenzó, en un tono aparentemente tranquilo, el áspero hilo metalizado de la advertencia—. Muy poco hay en ella. Más apego le tengo. Dispuesto me tienes a defenderla a vida o muerte.
—No soy un bandido —dijo con voz grave el hombre que había avanzado confundiéndose con los menhires—. Soy un peregrino.
El peregrino era un hombre alto y robusto, medía tranquilamente siete pies y Boreas se habría apostado lo que hiciera falta a que no pesaba menos de una decena de arrobas. Su bastón de peregrino, una gruesa pértiga que recordaba a una lanza de carro, parecía en su mano una varita. Lo que más le sorprendió a Boreas Mun fue que un tipo tan grande pudiera moverse con tanta agilidad. Y también tenía motivos para inquietarse. Su arco compuesto de setenta libras, con el que podía despachar a un alce desde cincuenta pasos, le pareció de pronto un frágil juguetito infantil.
—Soy un peregrino —repitió el hombretón—. No tengo malas...
—El otro —le cortó Boreas—, que también salga.
—¿Qué o...? —balbuceó el peregrino, y se quedó a medias al ver cómo, por el lado opuesto, surgía de la oscuridad una esbelta silueta, silenciosa como una sombra. Esta vez Boreas Mun no se sorprendió. El otro individuo era un elfo: el ojo experto del rastreador lo detectó enseguida por su forma de moverse. Y dejarse sorprender por un elfo no es ningún desdoro.
—Pido disculpas —dijo el elfo con una voz levemente enronquecida, que resultaba sorprendentemente humana—. Me había ocultado sin malas intenciones, sólo por temor. Yo le daría la vuelta a ese espetón.
—Es verdad —dijo el peregrino, apoyándose en el bastón y olfateando de forma audible—. Por ese lado la carne ya está demasiado hecha.
Boreas le dio la vuelta al espetón, suspiró, carraspeó. Y volvió a suspirar.
—Tened la bondad de sentaros, señores —les invitó por fin—. Esperar tendremos. Mas viendo cómo termina de asarse el animal. Ja, mal hace, a fe mía, aquél que sus viandas escatima a quienes recorren los caminos.
La grasa cayó chorreando al fuego con un silbido. La hoguera crepitó y se avivó el fuego.
El peregrino llevaba un sombrero de fieltro de ala ancha, cuya sombra ocultaba el rostro con bastante eficacia. El elfo tenía la cabeza envuelta en un paño de colores a modo de turbante, que le dejaba la cara al descubierto. Al contemplar aquella cara a la luz de las llamas, tanto Boreas como el peregrino se estremecieron. Pero no dejaron escapar ni un suspiro. Ni uno inaudible siquiera, viendo el aspecto de lo que sin duda había sido un hermoso rostro élfico, deformado ahora por una horrible cicatriz que le cruzaba en diagonal la cara, desde la frente hasta el mentón, cortándole una ceja, la nariz y una mejilla.
Boreas Mun carraspeó, le dio otra vuelta al espetón.
—El bicho fue lo que os trajera —no era una pregunta, sino una afirmación— hasta el mi campo, ¿no es así?
—En efecto. —El peregrino asintió con el ala del sombrero, tenía la voz ligeramente alterada—. Sin ánimo de presumir, debo decir que venteé el asado desde lejos. Pero me he andado con ojo. En una hoguera a la que me acerqué hace un par de días estaban asando a una mujer.
—Es cierto —confirmó el elfo—. Pasé por allí a la mañana siguiente, vi huesos humanos entre las cenizas.