Taheño sabía por qué se estaba muriendo. O al menos sospechaba qué era lo que le había matado.
Unos días antes había arribado al puerto de Cintra un extraño carguero, una vieja y mugrienta coca, una embarcación muy descuidada, poco más que unos despojos.
Catriona:
así decían las borrosas letras en la proa de la coca. Como es natural, Taheño no sabía leer tales letras. Una rata, aprovechando un cabo de amarre, bajó de la coca al muelle. Sólo una. Era una rata despeluchada, sarnosa, torpe. Y le faltaba una oreja.
Taheño mordió a la rata. Tenía hambre, mas su instinto le dijo que no tenía que comerse a aquel bicharraco repugnante. Pero algunas de las muchas pulgas, grandes y lustrosas, que pululaban por el pelaje del roedor, pudieron saltar a Taheño y acomodarse en su pellejo.
—¿Qué le ha pasado a este gato? ¿Dónde se había metido?
—Lo habrán envenenado. ¡O le habrá echado alguien mal de ojo!
—¡Puaj, qué asco! ¡Pero si apesta, el muy cabrón! ¡Échalo de las escaleras, mujer!
Taheño se puso rígido y abrió sin hacer ruido la boca ensangrentada. Ya no sentía los escobazos con los que la señora le agradecía sus once años cazando ratones. Expulsado del patio, agonizaba en un sumidero lleno de espuma de jabón y orina. Agonizaba y les deseaba a aquellas gentes tan desagradecidas que también cayeran enfermas. Que pasaran por lo mismo que él estaba pasando.
Su deseo se iba a ver satisfecho en breve. Y además a gran escala. A una escala colosal.
La mujer que, a patadas y escobazos, había echado a Taheño del patio se detuvo un momento. Se levantó las sayas y se rascó una pantorrilla, por debajo de la corva. Le picaba.
La había mordido una pulga.
*****
Las estrellas titilaban intensamente sobre Elskerdeg. Las chispas de la hoguera se desvanecían sobre su fondo.
—Ni la paz de Cintra —dijo el elfo— ni menos aún el pomposo desfile de Novigrado pueden ser considerados hitos ni piedras miliares. ¿Cuál es, entonces, su sentido? El poder político no puede construir la historia a base de documentos o decretos. Tampoco puede el poder político juzgar la historia, calificarla ni esquematizarla de un modo simplista, aunque ningún poder, en su soberbia, reconoce esta evidencia. Una de las manifestaciones más notorias de vuestra arrogancia humana es la llamada historiografía, un intento de manifestar opiniones y de emitir veredictos sobre los «sucesos del pasado», como soléis llamarlos. Es algo típico de vosotros, humanos, y obedece al hecho de que la naturaleza os ha concedido una existencia efímera, propia de insectos, de hormigas, con vuestra ridícula vida media por debajo de los cien años. Pero vosotros os empeñáis en acomodar el mundo a vuestra existencia insectil. Por otra parte, la historia es un proceso que se desarrolla de forma ininterrumpida y que jamás termina. No se presta la historia a ser dividida en segmentos, desde aquí hasta aquí y desde aquí hasta aquí, desde tal fecha hasta tal otra. No es posible definir la historia, ni mucho menos cambiarla, mediante una proclama de un monarca. Por mucho que haya ganado una guerra.
—No voy a entrar en una disputa filosófica —aseguró el peregrino—. Como ya he dicho, me tengo por hombre sencillo y poco elocuente. Pero sí me atrevería a señalar dos cosas. En primer lugar, esta vida nuestra tan breve, como la de los insectos, nos protege a los humanos de la decadencia. Nos lleva a valorar nuestra vida, lo cual nos inclina a vivir intensamente, de un modo creador, para aprovechar cada minuto de nuestra vida y disfrutar de él. Hablo y pienso como un ser humano, pero eso mismo pensaban los longevos elfos que se dirigían a combatir y a morir en los comandos de Scoia'tael. Corregidme, por favor, si me equivoco.
El peregrino esperó un tiempo prudencial, pero nadie le corrigió.
—En segundo lugar —prosiguió—, me parece a mí que el poder político, a pesar de no ser capaz de modificar la historia, lo que sí puede hacer con sus actuaciones es crear una ilusión, una apariencia, bastante conseguida, de que posee esa capacidad. El poder tiene medios e instrumentos para eso.
—Oh, sí —dijo el elfo, volviendo la cara—. El poder tiene métodos e instrumentos. Y con ellos no hay forma de discutir.
*****
La galera golpeó con la borda en los pilotes cubiertos de algas y conchas. Procedieron a amarrar. Se oían gritos, juramentos, órdenes.
Chillaban las gaviotas que buscaban desperdicios entre las aguas lucias y verdes del puerto. El muelle se llenó de gente. La mayoría uniformada.
—Final de trayecto, señores elfos —dijo el nilfgaardiano que estaba a mando del transporte—. Estamos en Dillingen. ¡Todo el mundo a tierra! Os esperan.
Cierto. Les estaban esperando.
Ninguno de los elfos —desde luego, no Faoiltiarna— se había tragado la promesa de los juicios justos y la amnistía. Los Scoia'tael y Los oficiales de la brigada Vrihedd no abrigaban esperanzas vanas sobre la suerte que les esperaba más allá del Yaruga. En su mayoría se habían hecho ya a la idea, y aceptaban lo que viniera con estoicismo, con resignación incluso. Creían que ya nada podía sorprenderles.
Estaban equivocados.
Les sacaron a empujones de la galera. Sus cadenas tintineaban con estrépito. Les obligaron a bajar al muelle, después les condujeron al malecón, entre dos filas de esbirros armados. También había civiles. Tenían unos ojos muy vivos, que saltaban muy deprisa de una cara a otra cara, de una silueta a otra.
Éstos se encargan de la selección, pensó Faoiltiarna. No se equivocaba.
Con lo que no podía contar, naturalmente, era con que su cara cosida a cuchilladas fuera a pasar inadvertida. Y no contaba con ello.
—¿Señor Isengrim Faoiltiarna? ¿Lobo de Acero? Pero, ¡qué agradable sorpresa! ¡Tened la bondad!
Los esbirros le sacaron de la formación.
—¡Va fail! —le gritó Coinneach Dá Reo, que había sido identificado por otros individuos que llevaban unos medallones con el águila de Redania—. ¡Se'ved, se caerme dea!
—Os veréis —siseó el civil que había seleccionado a Faoiltiarna—, pero seguramente en el infierno. A éste le esperan allí, en Drakenborg. ¡Eh, alto! ¿No será éste, por casualidad, el señor Riordain? ¡Cogedlo!
Sólo les habían apartado a ellos tres. Sólo a ellos tres. Faoiltiarna cayó en la cuenta de lo que estaba ocurriendo y de repente —para su sorpresa— empezó a tener miedo.
—¡Va fail! —gritó Angus Bri Cri, dirigiéndose a los otros dos camaradas que habían sacado de la formación, al tiempo que hacía sonar sus cadenas—. ¡Va fail, fraeren!
Un esbirro le empujó brutalmente.
No se los llevaron muy lejos. Sólo hasta uno de los cobertizos del puerto. Junto a la dársena, donde se mecía un bosque de mástiles.
El civil hizo una señal. Empujaron a Faoiltiarna hasta un poste, bajo una viga por encima de la cual habían echado una soga. Estaban atando un gancho de hierro a la soga. Sentaron a Riordain y Angus en dos escabeles colocados en el piso de tierra.
—Señor Riordain, señor Bri Cri —dijo con frialdad el civil—. Os habéis beneficiado de una amnistía. El tribunal ha decidido mostrarse clemente... No obstante, es preciso que se haga justicia —añadió, sin esperar a sus reacciones—. Para eso han pagado las familias de aquéllos a quienes habéis asesinado, señores. La sentencia ha sido pronunciada.
Riordain y Angus no tuvieron tiempo ni de gritar. Desde detrás les echaron un lazo al cuello y los estrangularon. Les derribaron a la vez de sus asientos y les arrastraron por el piso. Con las manos encadenadas trataron en vano de arrancarse el dogal que se les clavaba en el cuello, pero los verdugos les aplastaron el pecho con las rodillas. Salieron a relucir los cuchillos y cayeron sobre ellos. Ya ni los lazos eran capaces de sofocar sus gritos, sus silbidos, que ponían los pelos de punta.
Duró mucho. Como pasa siempre.
—En su sentencia, señor Faoiltiarna —dijo el civil, girando despacio la cabeza—, se ha introducido una cláusula adicional. Un pequeño extra…
Faoiltiarna no tenía ninguna intención de esperar a averiguar en que consistía ese pequeño extra. El cierre de las cadenas, en el que llevaba trabajando dos días con sus noches, cayó en ese momento de tus muñecas como tocado por una varita mágica. Un golpe tremendo con las gruesas cadenas derribó a los dos esbirros que le vigilaban. De un salto, Faoiltiarna le dio una patada en la cara al siguiente, azotó con las cadenas al civil y se lanzó en plancha por un ventanuco del cobertizo, cubierto de telarañas. Lo atravesó volando, llevándose por delante el marco y el bastidor, dejando en los clavos restos de sangre y jirones de su ropa. Cayó con estrépito sobre los tablones del muelle. Dio unas volteretas, rodó y se zambulló en el agua, entre unos botes de pesca y unas barcazas. Las gruesas cadenas, que seguían unidas a su muñeca derecha, le arrastraban hacia el fondo. Faoiltiarna se resistió. Luchó con todas sus fuerzas por su vida, una vida que muy poco antes creía que le traía sin cuidado.
—¡Ya eres nuestro! —vociferaban los esbirros, saltando desde el cobertizo—. ¡Estás muerto!
—¡Ahí está! —gritaron otros, que corrían por el muelle—. Acaba de salir a la superficie.
—¡A las lanchas!
—¡Disparadle! —se desgañitaba el civil, tratando de atajar con ambas manos la sangre que le manaba con fuerza de la cuenca de un ojo—. ¡Acribilladlo!
Se oyeron los chasquidos de las ballestas. Las gaviotas echaron a volar dando chillidos. El agua sucia y verde entre las barcazas rompió a hervir con los flechazos.
*****
—¡
Vivant!
—El desfile se estaba alargando, la multitud de Novigrado daba ya síntomas de fatiga y de afonía—. ¡
Vivant!
¡Que vivan! —¡Hurra!
—¡Gloria a los reyes! ¡Gloria!
Filippa Eilhart miró a su alrededor. Al comprobar que nadie estaba pendiente de ella, se inclinó hacia Dijkstra.
—¿Sobre qué querías hablar conmigo?
El espía también miró a su alrededor.
—Sobre el atentado contra el rey Vizimir en julio del año pasado.
—Dime.
—El medioelfo que cometió el asesinato —Dijkstra bajó más todavía la voz— no era ningún chiflado, Fil. Y no actuó solo.
—¿Qué me estás diciendo?
—Más bajo —dijo Dijkstra con una sonrisa—. Más bajo, Fil.
—No me llames Fil. ¿Tienes pruebas? ¿De qué tipo? ¿De dónde las has sacado?
—Te quedarías sorprendida, Fil, si te dijera de dónde. ¿Cuándo se me concederá una audiencia, ilustrísima señora?
Los ojos de Filippa Eilhart eran como dos lagos negros, sin fondo.
—En breve, Dijkstra.
Sonaron las campanas. La muchedumbre vitoreaba con voz ronca. Las tropas desfilaban. Los pétalos de flores, como copos de nieve, cubrían el pavimento de Novigrado.
*****
—¿Sigues escribiendo?
Ori Reuven se sobresaltó y echó un borrón. Llevaba diecinueve años al servicio de Dijkstra, pero aún no se había acostumbrado a los movimientos sigilosos de su jefe, a sus repentinas apariciones sin saberse de dónde ni cómo.
—Buenas noches, cof, cof, excel...
—
Gente de la sombra
—Dijkstra leyó la portada del manuscrito que, con toda familiaridad, había cogido de la mesa—.
Historia de los servicios secretos reales, escrita por Oribasius Gianfranco Paolo Reuven, licenciado...
Ay, Ori, Ori. A tus años, estas bobadas...
—Cof, cof...
—He venido a despedirme, Ori.
Reuven le miró asombrado.
—Verás, mi fiel amigo —prosiguió el espía, sin esperar a que el secretario le soltara una de sus toses—, yo también estoy viejo, y resulta que, además, soy un estúpido. Le he dicho una palabra a una persona. Sólo a una. Y una sola palabra. Han sido una palabra de más y una persona de más. Presta atención, Ori. ¿Las oyes?
Ori Reuven puso los ojos a cuadros y negó con la cabeza. Dijkstra estuvo unos momentos en silencio.
—No las oyes —afirmó después de esa pausa—. Pues yo sí las oigo. Por todos los pasillos. Las ratas corren por la ciudad de Tretogor. Aquí las tenemos. Se aproximan sobre sus blandas patitas.
*****
Surgieron de las sombras, de las tinieblas. Negros, enmascarados, veloces como ratas. Los guardias y los centinelas de las antecámaras sucumbieron sin un solo grito a sus fulgurantes ataques con estiletes de estrechos y angulosos filos.
La sangre corrió por los suelos del palacio de Tretogor, se extendió por los pavimentos, manchó el entarimado, caló las carísimas alfombras de Vengerberg.
Recorrieron todos los pasillos, dejando cadáveres a su paso.
—Ahí está —dijo uno de ellos, haciendo una señal. Una bufanda negra, que le envolvía la cara hasta los ojos, le sofocaba la voz—. Ha entrado ahí. Pasando por el despacho donde trabaja Reuven, ese viejo que siempre está tosiendo.
—De ahí no hay salida —dijo el que estaba al mando. Sus ojos brillaban a través de las aberturas de la máscara de terciopelo—. Detrás del despacho hay un cuarto ciego. Por no tener, no tiene ni ventanas.
—Hay gente apostada en todos los pasillos. Junto a todas las puertas y ventanas. No tiene escapatoria. Está en un atolladero.
—¡Adelante!
Echaron abajo la puerta a patadas. Centellearon los estiletes.
—¡Muerte! ¡Muerte al verdugo sanguinario!
—¿Cof, cof? —Ori Reuven levantó de los papeles sus ojos miopes y lacrimosos—. ¿Qué deseáis? ¿En qué puedo, cof, cof, serviros?
Los asesinos, en su empuje, derribaron la puerta que daba a las habitaciones privadas de Dijkstra y las recorrieron como ratas, examinando hasta el último rincón. Arrojaron al suelo los gobelinos, cuadros y paneles destrozados. Con los estiletes desgarraron las cortinas y la tapicería.
—¡No está! —gritó uno, entrando en el despacho—. ¡No está!
—¿Dónde está? —dijo, soltando salivazos, el cabecilla, inclinándose sobre Ori. Le estaba taladrando con la mirada, por las aberturas de la máscara negra—. ¿Dónde está ese perro sanguinario?
—No está —respondió tranquilamente Ori Reuven—. Ya lo estáis viendo.
—¿Dónde está? ¡Habla! ¿Dónde está Dijkstra?
—¿Acaso soy yo, cof, cof —tosió Ori—, el guardián de mi hermano?
—¡Morirás, viejo!
—Soy un anciano. Estoy enfermo. Y muy cansado. Cof, cof. No tengo miedo ni de vosotros ni de vuestros cuchillos.
Los matones abandonaron el cuarto a la carrera. Desaparecieron tan deprisa como habían llegado.
No mataron a Ori Reuven. Cumplían órdenes. Y entre sus órdenes no había ninguna concerniente a Ori Reuven.