—Salud —dijo Yennefer, que no se había alterado en absoluto por las rabiosas palabras de Vilgefortz—. ¿Cómo es que estáis tan terriblemente resfriado, noble señor? ¿Había corriente mientras os bañabais?
Otro invitado, más viejo, grande, delgado, de horribles ojos pálidos, se echó a reír. Por su parte, el del resfriado, aunque el rostro se le arrugó de rabia, dio las gracias a la hechicera con un ademán de cabeza y una corta y acatarrada frase. Aunque no tan corta como para que no se le notara el acento nilfgaardiano.
Vilgefortz volvió el rostro hacia ella. No llevaba ya en la cabeza la estructura dorada ni tampoco la lente de cristal en la órbita ocular, pero tenía un aspecto todavía peor que entonces, en el verano, cuando lo vio mutilado por vez primera. El glóbulo ocular izquierdo, regenerado, ya funcionaba, aunque significativamente peor que el derecho. Su aspecto era para cortar el aliento.
—Tú, Yennefer —dijo arrastrando las palabras—, piensas seguramente que miento, que te engaño, que intento pegártela. ¿Con qué objetivo habría de hacer tal cosa? Me he conmovido tanto con la noticia de la muerte de Ciri como tú, qué digo, incluso más que tú. Al fin y al cabo, tenía esperanzas muy concretas relacionadas con la muchacheja, había trazado planes que iban a decidir sobre mi futuro. Ahora la muchacha está muerta y mis planes se han venido abajo.
—Eso está bien. —Yennefer, sujetando con gran esfuerzo el cuchillo en sus dedos rígidos, cortaba un filete relleno de ciruelas.
—A ti, sin embargo —continuó el hechicero, sin prestar atención al comentario—, te unía a Ciri exclusivamente un sentimentalismo tonto, que se componía a partes iguales de la pena producida por tu propia infertilidad y tu sentimiento de culpabilidad. ¡Sí, sí, Yennefer, sentimiento de culpabilidad! Al fin y al cabo participaste activamente en el cruce de parejas, en el proceso de cría por el que la pequeña Ciri vino al mundo. Y trasladaste tus sentimientos al fruto de los experimentos genéticos, un experimento para colmo fracasado. Puesto que a los experimentadores les faltaba conocimiento.
Yennefer le saludó en silencio alzando la copa, mientras rogaba en su interior para que no se le cayera de los dedos. Poco a poco estaba legando a la conclusión de que al menos dos de ellos los iba a tener rígidos durante mucho tiempo. Quizá permanentemente. Vilgefortz se enfureció con su gesto.
—Ahora ya es demasiado tarde, ya ha pasado —dijo, con los dientes apretados—. Has de saber sin embargo, Yennefer, que yo tenía conocimientos suficientes. Y si tuviera a la muchacha, haría uso de este conocimiento. De hecho, laméntate, hubiera acrecentado tu mutilado sucedáneo de instinto maternal. Porque aunque seca y estéril como una piedra, hubieras tenido por mi mano no sólo hija, sino hasta nieta. O al menos un sucedáneo de nieta.
Yennefer bufó despectivamente, aunque en su interior ardía de rabia.
—Con la mayor pena tengo que aguar tu buen humor, querida mía —dijo con voz fría el hechicero—. Porque creo que te entristecerá la noticia de que tampoco vive el brujo Geralt de Rivia. Sí, sí, el mismo brujo Geralt, con el que, del mismo modo que con Ciri, te unía una parodia de sentimiento, un sentimiento ridículo, tonto y meloso hasta la náusea. Has de saber, Yennefer, que nuestro querido brujo se despidió de este mundo de una forma verdaderamente espectacular y brillante. Sin embargo, en este caso no tienes que tener remordimiento alguno. No eres culpable de la muerte del brujo ni en lo más mínimo. Toda la culpa me pertenece. Prueba las peras en almíbar, son en verdad excelentes.
En los ojos violeta de Yennefer ardía un frío odio. Vilgefortz se rió.
—Así me gustas —dijo—. Cierto, si no fuera por los brazaletes de dwimerita, seguro que me convertías en cenizas. Pero la dwimerita funciona, así que sólo me puedes fulminar con la mirada.
El del constipado estornudó, se sonó los mocos y se puso a toser hasta que se le saltaron las lágrimas. El alto miraba a la hechicera con su desagradable mirada de pez.
—¿Y dónde está don Rience? —preguntó Yennefer, acentuando las palabras—. Don Rience, que me había prometido tantas cosas, y me había dicho lo que iba a hacer conmigo. ¿Y dónde don Schirrú, que no dejaba escapar ocasión para patearme y darme coces? ¿Por qué los guardianes, que no hace mucho eran patanes y brutales, han comenzado a comportarse con un respeto asustado? No, Vilgefortz, no tienes que contestar. Lo sé. Lo que has contado es una mentira de las gordas. Ciri se te ha escapado y Geralt se te ha escapado, organizando al mismo tiempo una buena carnicería entre tus esbirros. ¿Y ahora qué? Tus planes se han venido abajo, se han convertido en polvo, tú mismo lo has reconocido, tus sueños de poder se han desvanecido como el humo. Y los hechiceros y Dijkstra se van acercando, acercando. No sin causa y no por piedad has dejado de torturarme y de intentar obligarme a escanear. Y el emperador Emhyr está apretando la red y está con toda seguridad enfadado, muy enfadado. ¿Ess a tearth, me tiarn? ¿A'pleine a cales, ellea?
—Hablo la común —dijo el del resfriado, manteniéndole la mirada—. Y me llamo Stefan Skellen. Y por lo menos, por lo menos no tengo los calzoncillos cagados. Incluso me sigue pareciendo que estoy en mejor situación que tú, doña Yennefer.
El discurso lo cansó, se echó a toser de nuevo y se sonó los mocos en el paño de batista que estaba ya completamente mojado.
—Basta de juegos —dijo Vilgefortz, entornando macabramente su ojo en miniatura—. Sabes, Yennefer, ya no me eres necesaria. En realidad debería mandar meterte en un saco y hacerte ahogar en el lago, pero suelo echar mano de tales métodos con el mayor de los desagrados. Hasta el momento en que las circunstancias me permitan o me obliguen a tomar otra decisión, se te mantendrá aislada. Te advierto, sin embargo, que no te permitiré que me causes problemas. Si de nuevo te decides por una huelga de hambre, has de saber que no voy a perder el tiempo, como en noviembre, en alimentarte por un tubo. Simplemente dejaré que te mueras. Y en caso de intento de fuga, las órdenes de los guardianes son bien claras. Y ahora, vete. Naturalmente, si has satisfecho ya tu...
—No. —Yennefer se levantó, lanzó la servilleta con fuerza contra la mesa—. Quizá todavía comería algo, pero la compañía me ha quitado el apetito. Adiós, señores.
Stefan Skellen estornudó y se echó a toser. El de los ojos pálidos la midió con una mirada de enfado y sonrió siniestro. Vilgefortz miraba a un lado. Como de costumbre cuando la trasladaban de una prisión a otra, Yennefer intentó orientarse, saber dónde estaba, conseguir siquiera una pizca de información que le pudiera ayudar a preparar la fuga. Y cada vez terminaba en fracaso. El castillo no tenía ventana alguna a través de la que pudiera observar el terreno que la rodeaba o siquiera el sol para intentar establecer en qué parte del mundo estaban. La telepatía era imposible, dos pesados brazaletes de dwimerita anulaban eficazmente todo intento de uso de la magia. La habitación en la que se la había encerrado era fría y severa como la celda de un ermitaño. Sin embargo, Yennefer recordaba el feliz día en que la habían llevado allí desde la mazmorra. Desde el sótano, en cuyo fondo siempre había un charco de agua apestosa, y de las paredes manaba salitre y sal. Del sótano en el que le daban de comer las sobras, en el que las ratas le arrancaban pedacitos de los dedos mutilados sin esfuerzo alguno. Cuando al cabo de unos dos meses le quitaran las cadenas y la sacaron de allí, le permitieron cambiarse de ropa y bañarse, Yennefer no cabía en sí de gozo. La habitacioncilla adonde la llevaron le parecía el dormitorio de un rey y la pasta aguada que se le servía, sopa de nido de golondrinas, digna de la mesa de un emperador. Cosa clara, al cabo de algún tiempo la sopa devino aguachirle repugnante, el duro catre, duro catre, y la prisión, prisión. Una prisión estrecha, fría, en la que al cabo de cuatro pasos se topaba uno con la pared.
Yennefer maldijo, suspiró, se sentó en el taburete que era, aparte del catre, el único mueble del que disponía.
Él entró con tal silencio que ella casi no lo oyó.
—Me llamo Bonhart —dijo—. Estaría bien que recordaras este nombre, bruja. Que te lo grabaras bien en tu memoria.
—Anda y que te follen, cerdo.
—Soy —dijo rechinando los dientes— cazador de hombres. Sí, sí, pon la oreja, hechicera. En septiembre, hace tres meses, en Ebbing, cacé a tu bastarda. La misma Ciri de la que tanto aquí se habla.
Yennefer puso la oreja. Septiembre. Ebbing. La cazó. Pero no está aquí. ¿No estará mintiendo?
—La brujilla de cabellos grises entrenada en Kaer Morhen. La ordené luchar en la arena, matar gente bajo los gritos del público. Poco a poco la convertí en bestia. La enseñé con el palo, los puños y las botas. La enseñé largo tiempo. Pero se me escapó, culebra de ojos verdes.
Yennefer suspiró aliviada imperceptiblemente.
—Se me escapó al otro mundo. Pero nos volveremos a ver. Estoy seguro de que nos volveremos a ver. Sí, hechicera. Y si algo lamento, sólo es que a ese tu amorcito, el brujo, el tal Geralt, lo hayan frito en la lumbre. Hubiera gustado de darle a probar mi hoja, maldito mutante.
Yennefer bufó.
—Escucha, tú, Bonhart o como te llames. No me hagas reír. Tú no le llegas al brujo ni a los talones. No te puedes ni comparar con él. En nada. Eres, como has reconocido, un lacero y un cazaperros. Pero eres bueno sólo para los perros chicos. Para perros muy chicos.
—Mira aquí, arpía.
Con un brusco movimiento se despechugó el jubón y la camisa y sacó tres medallones de plata, haciendo sonar las cadenas. Uno de los medallones tenía la forma de una cabeza de gato, el otro de águila o de grifo. No podía ver claramente el tercero, pero le parecía que era un lobo.
—Los mercadillos están llenos de cosas como ésas. —Bufó de nuevo, intentando aparentar indiferencia.
—Éstos no son de un mercadillo.
—Lo que tú digas.
—Érase una vez —dijo Bonhart con voz sibilina— que la gente de orden tenía más miedo a los brujos que a los monstruos. Los monstruos, al fin y al cabo, velaban por bosques y cuevas, los brujos empero tenían la desfachatez de andar por las calles, de entrar a las tabernas, rondar junto a los santuarios, ministerios, escuelas y parques. La gente de orden temía esto, y con razón, por algo escandaloso. Así que anduvieron buscando a alguien que pudiera poner coto a los desvergonzados brujos. Y lo encontraron. No fácilmente, ni pronto, ni cerca. Pero lo encontraron. Como ves, llevo tres. Ni un solo mutante más se ha vuelto a acercar por estos andurriales ni ha molestado a las gentes de orden con su vista. Y si apareciera, lo despacharía lo mismo que a los anteriores.
—¿Durante el sueño? —Yennefer frunció el ceño—. ¿Con una ballesta, desde detrás de una ventana? ¿O envenenándolo?
Bonhart guardó los medallones bajo la camisa, dio dos pasos hacia ella.
—Me insultas, arpía.
—Eso es lo que quería.
—¿Ah, sí? Pues ahora te voy a enseñar, so perra, que puedo competir con tu amante el brujo en cualquier campo, e incluso hasta ser mejor que él.
Los guardianes que estaban delante de la puerta dieron incluso un respingo cuando escucharon en la celda un estruendo, un chasquido, aullidos y un gañido. Y si los guardianes hubieran tenido la ocasión de haber oído antes en algún momento en su vida a una pantera atrapada en una trampa, jurarían que en la celda había una pantera. Luego les llegó un terrible rugido que parecía igualito, igualito que el de un león herido, algo que al fin y al cabo tampoco habían oído los guardianes nunca y todo lo más lo habían visto en los escudos heráldicos. Se miraron el uno al otro. Agitaron la cabeza. Y luego entraron.
Yennefer estaba sentada en un rincón de la habitación, entre los restos del taburete. Tenía los cabellos revueltos, el vestido y la camisa rasgados de arriba abajo, sus pequeños pechos de niña se alzaban al ritmo de profundas aspiraciones. La sangre le surgía de la nariz, un moratón le crecía deprisa en el rostro, comenzaban a notarse arañazos en el brazo derecho.
Bonhart estaba sentado en otro rincón de la habitación, entre las astillas del taburete, sujetándose la sien con las dos manos. También a él le salía sangre por la nariz, coloreando sus mostachos grises de un profundo color carmín. Tenía el rostro marcado con sangrientos arañazos . Los dedos apenas curados de Yennefer eran una mala arma, pero los brazaletes de dwimerita tenían unos maravillosos bordes afilados. En la mejilla inflamada de Bonhart, alineados perfectamente con el hueso malar, estaban clavados muy profundamente los dos pinchos del tenedor que Yennefer había distraído de la mesa durante la cena.
—Sólo perros chicos, lacero —jadeó la hechicera, mientras intentaba cubrirse los pechos con los restos del vestido—, Y mantente alejado de las perras. Eres demasiado débil para ellas, niñato.
No podía perdonarse a sí misma no haber acertado donde pretendía, en el ojo. Pero en fin, el objetivo se movía y, además, nadie es perfecto.
Bonhart, aullando, se levantó, se arrancó el tenedor, gritó y se tambaleó de dolor. Lanzaba terribles improperios.
Mientras tanto, dos guardias más habían entrado en la celda.
—¡Eh, vosotros! —gritó Bonhart, limpiándose la sangre del rostro—. ¡Todos aquí! ¡Tirarme a esta puta en medio del suelo, abrírmela de pies y manos y sujetarla!
Los guardias se miraron entre ellos. Y luego al techo.
—Más cuenta tiene que os vayáis, señor —dijo uno—. Aquí no habrá abrimientos ni sujetamientos. No entra dentro de nuestras obligaciones.
—Y además —murmuró otro—, no tenemos ganas de acabar como Rience o Schirrú.
*****
Condwiramurs depositó encima del legajo el grabado en el que se veía la celda de una cárcel. En la celda había una mujer, sentada con la cabeza baja, en cadenas, sujeta a una pared de piedra.
—A ella la tenían encerrada —murmuró— y el brujo retozaba en Toussaint con una morena.
—¿Lo condenas? —le preguntó, brusca, Nimue—. ¿Sin saber prácticamente nada?
—No. No lo condeno, pero...
—No hay pero que valga. Calla la boca, por favor.
Estuvieron sentadas durante algún tiempo en silencio, repasando cartones de grabados y acuarelas.
—Todas las versiones de la leyenda —Condwiramurs señaló a uno de los grabados—, como el lugar donde se termina, donde tiene lugar el desenlace, la lucha final del bien contra el mal, el mismísimo Armagedón, mencionan el castillo de Rhys-Rhun. Todas las versiones. Excepto una.