—Sabes, Reynart —dijo de pronto Geralt—. Yo también te prefiero así, como ahora. Hablando normalmente. Entonces, en noviembre, hablabas de una forma estúpida y enervante.
—Por mi honor, brujo, era un caballero andante —se rió Reynart de Bois-Fresnes—. ¿Lo has olvidado? Los caballeros siempre hablan como estúpidos. Es un símbolo, como este escudo. Gracias a él, como gracias a los colores del escudo, nos reconocemos los hermanos.
*****
—Por mi honor —dijo el Caballero del Ajedrez—, os turbáis sin necesidad, don Geralt. Vuesa compañía a ciencia cierta se halla ya sana y salva, sobre seguro que cabalmente han olvidado todas las penurias. La señora condesa tiene galenos palaciegos en profusión, capaces de curar toda dolencia. Por mi honor, no hay más de qué platicar.
—Soy de la misma opinión —dijo Regis—. Alíviate, Geralt, pues también los druidas trataron a Milva...
—Y los druidas saben de curaciones —le interrumpió Cahir—. Cuya prueba más fehaciente es mi propia testa descalabrada por el hacha del minero, ahora, mirad, casi como nueva. Milva también estará bien, no hay por qué mortificarse.
—Cierto.
—Más sana vuestra Milva que una manzana andará ya —repitió el caballero—. ¡Apuesto la cabeza a que seguro que estará danzando en los bailes! ¡Pasos de danza urdirá! ¡Festejará! En Beauclair, en el palacio de la señora condesa Anarietta de continuo hay baile o banquete. Ja, ja, por mi honor, ahora que he cumplido mi juramento también yo...
—¿Habéis cumplido el juramento?
—¡La fortuna fue piadosa! Porque habréis de saber que hice un juramento, y no uno cualquiera sino a las garzas. En la primavera. Juré que habría de aprehender a quinientos malhechores antes de Yule. Sonriome la suerte, libre estoy de tal juramento. Ya puedo beber, y comer ternera. Ajá, y tampoco he de esconder ya mi nombre. Si me permitís, me llamo Reynart de Bois-Fresnes.
—Con mucho gusto.
—En lo referente a los tales bailes —dijo Angouléme, espoleando al caballo para igualarse a ellos—, me pienso que tampoco a nosotros nos faltará el comercio y el bebercio, ¿no? ¡Y de buena gana también me echaría un baile!
—Por mi honor que en Beauclair de todo habrá —aseguró Reynart de Bois-Fresnes—. Bailes, banquetes, francachela, comilonas y veladas poéticas. Sois al fin y al cabo amigos de Jaskier... Quise decir, del vizconde Julián. Y del tal es gran devota nuestra señora condesa.
—¡Y cuánto se vanaglorió él! —dijo Angouléme—. ¿Cómo fue en verdad con los amoríos ésos? ¿Conocéis la historia, señor caballero? ¡Responded!
—Angouléme —habló el brujo—. ¿Necesitas saber eso?
—No lo necesito. ¡Pero quiero! Deja el protestamiento, Geralt. Y no refunfuñes más, que en viendo tu jeta hasta las flores mesmas del camino se avinagran. ¡Y vos, caballero, contad!
Otros caballeros errantes que iban a la cabeza de la marcha cantaban una canción caballeresca con un estribillo que se repetía una y otra vez. El texto de la canción era increíblemente estúpido.
—Esto sucediera —comenzó el caballero— hace unas buenas seis añadas... Hospedárase el señor poeta aquí todo el invierno y toda la primavera, tocaba el laúd, cantaba romances, declamaba poesía. A la sazón andaba el conde Raimundo en Cintra, en un cónclave. No se daba prisa por volver a casa porque no era un secreto que en Cintra tenía una querindonga. Y doña Anarietta y don Jaskier... Ja, Beauclair es ciertamente lugar milagroso y mágico, preñado de amoroso hechizo... Vuesa merced misma conjeturará. De algún modo trabaron entonces conocencia la condesa y don Jaskier. Antes de que cayeran en la cuenta, de verso en verso, de palabra en palabra, de halago en halago, florecitas, miraditas, suspiros... Hablando corto y mal: ambos pasaron a convicciones más cercanas...
—¿Muy cercanas? —rió Angouléme.
—No fui yo testigo presencial —dijo el caballero con tono desabrido—. Y no es de ley repetir hablillas. Aparte de ello, como vuecencia sabrá sin duda, el amor tiene más de un nombre y de gran contingencia es decir si la convicción es muy cercana o no tanto.
Cahir bufó bajito. Angouléme no tuvo nada más que añadir.
—Hubieron secreto trato la condesa y don Jaskier como uno o dos meses —continuó Reynart de Bois-Fresnes—, desde Belleteyn al solstitium de verano. Mas descuidaron la cautela. Se propagó la nueva, la emprendieron a parlotear las malas lenguas. Don Jaskier, sin demora, encaramóse al caballo y se marchó. Y obró con seso, como luego se viera. Porque nomás volvió el conde Raimundo de Cintra, un paje le delató todo. Al conde, cuando se enteró de que insulto le había sido hecho y que cuernos se le habían puesto, como vos misma os podéis imaginar, lo embargó una severa cólera. Tiró el cuenco con sopa de la mesa, rajó al delator con un picahielos, bramó palabras de poca decencia. Luego le dio en la cara al mariscal delante de testigos y rompió en pedazos un formidable espejo koviriano. A la condesa mandó apresar en sus aposentos y amenazando con torturas extrajo todo de ella. Tras don Jaskier mandó ir en persecución, mandó matarlo sin clemencia alguna y sacarle el corazón del pecho. Puesto que había leído algo parecido en una balada antigua, pensamientos tenía de hacer freír el corazón y obligar a la condesa Anarietta a comerlo a ojos de toda la corte. ¡Brrr, buf, qué abominación! Por fortuna don Jaskier acertó a huir.
—Por fortuna. ¿Y el conde murió?
—Murió. El incidente del que he hablado prodújole la severa cólera; de la que entonces la sangre tanto se le calentara, que le atizó una apoplejía y un paralís. Estuvo tendido lo menos medio año como este tronco. Mas se amejoró. Hasta andaba. Sólo que todo el tiempo guiñaba un ojo, así.
El caballero se dio la vuelta en la montura, guiñó el ojo e hizo una mueca simiesca.
—Aunque el conde —siguió al cabo— de siempre había sido gran jodedor y semental, del tal guiño se hizo por demás pericolosus en amores, porque cada blonda daba por pensar que era por afecto a ella que de aquella manera guiñaba y señas de amor procuraba. Y las blondas grandemente sensibles a tales signos son. No las imputo a ellas, no obstante, que sean todas rijosas y desenfrenadas, eso no, pero el conde, como dije, guiñaba mucho, sempiternamente casi, de modo que al saldo salía ganando. Colmó sin embargo la medida y una noche le dio una otra apoplejía. La diñó. En la alcoba.
—¿Encima de una moza? —se rió Angouléme.
—En verdad. —El caballero, hasta entonces mortalmente serio, sonrió bajo sus bigotes—. En verdad bajo ella. Aunque lo importante no yazga en el detalle.
—Se entiende —contestó serio Cahir—. Aunque pienso que grandes duelos por el conde Raimundo no hubo, ¿no? Durante el relato diome la impresión de que...
—De que la infiel esposa os fuera más amada que el burlado marido —tomó la palabra el vampiro de su forma habitual—. ¿Acaso es por ello por lo que ella ahora gobierna?
—También por ello —respondió Reynart de Bois-Fresnes con una sinceridad que desarmaba—. Pero no meramente. El conde Raimundo, que la tierra le sea leve, era tan deshonesto, tan canalla y, con perdón, tan hijoputa, que al propio diablo le causaría una úlcera de estómago en medio año. Y gobernó en Toussaint siete años. En cambio a la condesa Anarietta todos la adoraban y adoran.
—¿Puedo entonces contar —advirtió seco el brujo— con que el conde Raimundo no dejara demasiados amigos envueltos en duelo que para conmemorar el aniversario de la muerte del difunto estén listos a acribillar a Jaskier con sus estiletes?
—Podéis contar. —El caballero le miró, y sus ojos eran vivos e inteligentes—. Y, por mi honor, no os fallará la cuenta. Lo dije, pues. Nuestra señora Anarietta es devota del poeta y todo el mundo aquí se dejaría hacer picadillo por doña Anarietta. Volvió el buen caballero de la guerra entero, mas no le esperó su amada que a otro antes se daba. Al vino, al vino, del caballero su destino.
De los matojos que bordeaban el camino, espantados por el canto del caballero, surgieron cracando unos cuervos.
Al poco salieron del bosque directamente a un valle, entre colinas sobre cuyas cumbres relumbraban las torres de los alcázares, claramente visibles contra el fondo azul de un cielo que se coloreaba con jirones granates. En la suave pendiente de las colinas, hasta donde alcanzaba la vista, crecían disciplinados como en el ejército unas filas de arbustos ordenadamente dispuestos. Allí, la tierra estaba cubierta de hojas rojas y doradas.
—¿Qué es eso? —preguntó Anguléme—. ¿Vides?
—Vides son, y qué vides —confirmó Reynart de Bois-Fresnes—. El valle famoso de Sansretour. El más excelente vino del mundo se hace de las uvas que acá crecen.
—Cierto —reconoció Regis, que como de costumbre lo sabía todo—. A causa de la toba volcánica y del microclima local que asegura una combinación anual ideal de días de sol y días de lluvia. Si a esto le añadimos la tradición, el saber y el esmero de los vinicultores, obtenemos como resultado un producto de la más alta marca y clase.
—Bien que lo pusisteis —sonrió el caballero—. Eso es la marca. Oh, mirad por ejemplo allá, a aquel talud bajo el castillejo aquél. En nuestra tierra el castillo da la marca a los viñedos y bodegas que se encuentran por debajo. Éste se llama Castel Ravello y de sus viñedos proceden tales vinos como el Erveluce, el Fiorano, el Pomino y el famoso Est Est. Seguro que habréis oído hablar de él. Por un barrilete de Est Est se paga tanto como por diez barriles de vino de Cidaris o de un caldo de los viñedos nilfgaardianos de Alba. Y allí, oh, mirad, hasta donde la vista alcanza, otros castillejos y otros viñedos, y de seguro que tampoco éstos os serán desconocidos: Vermentino, Toricella, Casteldaccia, Tufo, Sancerre, Nuragus, Coronata, por fin, Corvo Bianco, en elfo llamado Gwyn Cerbin. Conjeturo que no os serán extraños estos nombres.
—Extraños, puf. —Angouléme frunció el ceño—. Sobre todo de la ciencia del compruebeo que no por casualidad el granuja del tabernero haya echao uno de estos famosos en lugar de vino peleón común y corriente, puesto que de otro modo más de una vez se habría tenido que dejar el caballo en prenda, de lo que tal Castel o Est Est costara. Bah, bah, no entiendo na, será para los señorones lo de las marcas éstas, que nosotros, la gente del común, nos podemos embriagar, y no peor, con el vino barato. Y aún os diré, por experiencia: se vomita lo mismo por un Est Est que por un vino peleón.
—Teniendo en nada las bromillas del pasado noviembre de Angouléme —Reynart se apoyó en la mesa, llevaba el cinturón desabrochado—, hoy vamos a beber alguna añada buena de alguna marca buena, brujo .Nos lo podemos permitir, lo hemos ganado. Podemos jaranear.
—Por supuesto. —Geralt le hizo una señal al tabernero—. Al fin y al cabo, como dice Jaskier, puede ser que haya otros motivos para ganar dinero, pero yo no los conozco. Comamos también algo de eso que huele tan bien y que sale de la cocina. Dicho sea de paso, hoy en El Faisán se está más bien apretado, y eso que es una hora tardía.
—Pero es que es la víspera de Yule —le aclaró el posadero al oír sus palabras—. Las gentes festejan. Se divierten. Juegan a hacer oráculos. La tradición manda y nuestra tradición...
—Lo sé —le interrumpió el brujo—. ¿Y qué es lo que hoy manda la tradición en la cocina?
—Lengua de ternera con pasta de rábanos en frío. Caldo de capón con albondiguillas de sesos. Tripas de vaca enrolladas, y además, tallarines y col.
—Servidlo a toda prisa, jefe. Y para ello... ¿Qué pedimos para ello, Reynart?
—Si hay bovino —dijo al cabo de un momento de reflexión el caballero— entonces Cótede-Blessure tinto. Del año en que estiró la pata la vieja condesa Caroberta.
—Acertada elección. —El posadero asintió—. Al servicio de vuesas mercedes.
Una corona de muérdago que una muchacha sentada en la mesa de al lado se había colocado con poca maña cayó casi a las rodillas de Geralt. Los compañeros de la muchacha se echaron a reír. La muchacha se ruborizó encantadoramente.
—¡No funcionará! —El caballero alzó la corona y la devolvió—. No será éste vuestro próximo amante. Ya está ocupado, noble señora. Está prisionero de ciertos ojos verdes...
—Cierra el pico, Reynart.
El tabernero trajo lo que había que traer. Comieron, bebieron, callaron, mientras escuchaban la felicidad de las gentes que se divertían.
—Yule —dijo Geralt, poniendo el vaso—. Midinvaerne. El solsticio de invierno. Ya llevo dos meses aquí metido. ¡Dos meses perdidos!
—Un mes —le corrigió seco y sobrio Reynart—. Si has perdido algo, entonces sólo un mes. Luego la nieve cubrió los pasos de las montañas y no habrías podido salir de Toussaint por mucho que quisieras. Así que ha venido Yule y seguro que la primavera también tendrás que esperarla aquí, pues se trata de causa de fuerza mayor y vanos son todos los lamentos y las lágrimas. Y si de los lamentos se trata, tampoco te pases con fingir tanto. De ninguna manera voy a creer que estés tan triste por ello.
—Ah, ¿qué sabrás tú, Reynart? ¿Qué sabrás?
—No mucho —reconoció el caballero mientras servía—. No mucho aparte de lo que veo. Y vi vuestro primer encuentro, el de ambos. En Beauclair. ¿Recuerdas la Fiesta de las Cubas? ¿Las braguitas blancas?
Geralt no respondió. Recordaba.
—El lugar es bellísimo, el palacio de Beauclair, preñado de hechizo amoroso —murmuró Reynart, deleitándose con el aroma del vino—. Sólo el verlo es suficiente para embelesarse. Recuerdo cómo os quedasteis mudos de la impresión cuando lo visteis, entonces, en noviembre. Cahir, deja que recuerde, ¿qué expresión usó entonces?
—Un castillejo admirable —dijo Cahir con fascinación—. Que me den, un castillejo ciertamente admirable y agradable a la vista.
—Bien vive la condesa —dijo el vampiro—. Hay que reconocerlo.
—Una garita de puta madre —añadió Angouléme.
—El palacio de Beauclair —repitió, no sin orgullo Reynart de Bois-Fresnes—. Una construcción élfica, no obstante levemente reformada. Al parecer por el mismísimo Faramond.
—Nada de al parecer —negó el vampiro Regis—. Fuera de toda duda. Ciertamente, se aprecia el estilo de Faramond con sólo mirarlo. Basta contemplar esas torrecillas. Las torres culminadas con el rojo de sus tejas de las que hablaba el vampiro se lanzaban hacia el cielo como esbeltos obeliscos blancos, surgiendo de la filigranada construcción del propio castillo que se extendía hasta el suelo. La vista traía reminiscencias inmediatas de unas velas de las que los festones de cera se hubieran deslizado sobre la base de un candelabro labrado con maestría.