Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
¿Viene a ver a la señorita Cornelia?
—Buenas noches, señor Gott. Sí, gracias. Tenemos una cita. Un ruido grave anunció la apertura de las dos hojas de la verja.
—Que tengan buenas noches —dijo el vigilante.
Proctor llevó el coche al pabellón principal, un edificio enorme, neogótico, de ladrillo marrón, que se erguía cual severo centinela entre oscuros y pesados abetos, doblegados por el peso de sus viejas ramas.
Entraron en el aparcamiento para visitantes. En cuestión de minutos, D'Agosta se vio siguiendo a un médico por los largos pasillos de baldosas del hospital. Antiguo sanatorio para tuberculosos (el mayor de Nueva York), Mount Mercy se había reconvertido en un hospital de alta seguridad para asesinos y otros delincuentes violentos absueltos por motivos de salud mental.
—¿Cómo está ella? —preguntó Pendergast.
—Igual —fue la lacónica respuesta.
Se les unieron dos vigilantes. El recorrido por aquellos pasillos donde resonaba todo finalizó ante una puerta de acero, dotada de una ventanilla con barrotes. Un vigilante la abrió con llave. Pasaron a la pequeña sala de seguridad que D'Agosta recordaba de su primera visita, en enero pasado, junto a Laura Hayward. Parecían haber pasado años, aunque la habitación seguía idéntica, con sus muebles de plástico fijados al suelo con tornillos y sus paredes verdes sin cuadros ni ningún tipo de adorno.
Los dos auxiliares desaparecieron al fondo, por una puerta maciza de metal. Al cabo de uno o dos minutos, D'Agosta oyó acercarse un chirrido. Uno de los vigilantes regresó empujando una silla de ruedas. La anciana iba vestida con severidad victoriana, de riguroso luto, con un vestido negro de tafetán y encaje del mismo color, que susurraba al menor movimiento. A pesar de todo, D'Agosta vio que debajo había una camisa de fuerza blanca de cinco puntos.
—Levantadme el velo —ordenó una voz temblorosa.
Uno de los auxiliares obedeció, dejando a la vista un rostro particularmente arrugado y lleno de malicia. D'Agosta fue sometido al exhaustivo análisis de dos pequeños ojos negros, que por alguna razón le recordaron los de las serpientes. Tras un esbozo de sonrisa, sardónica señal de reconocimiento, los ojos vivarachos enfocaron a Pendergast.
El inspector dio un paso.
—¿Señor Pendergast? —dijo secamente el médico—. Supongo que no tendré que recordarle que mantenga las distancias.
Al oír el apellido, la anciana pareció sobresaltarse.
—¡Vaya! —exclamó, recuperando de golpe la fuerza de su voz— ¿Cómo estás, querido Diógenes? ¡Qué agradable sorpresa! —Se giró hacia el auxiliar que tenía más cerca, y le espetó con voz aguda—: Trae el mejor amontillado, que ha venido a visitarnos Diógenes. —Se giró otra vez con una gran sonrisa, que arrugó su cara de manera grotesca—. ¿O prefieres un té, queridísimo Diógenes?
—No, nada, gracias —dijo fríamente Pendergast—. Soy Aloysius, tía Cornelia, no Diógenes.
—¡Tonterías, Diógenes! No quieras tomarle el pelo a una vieja, desalmado, más que desalmado. ¿Qué te crees, que no sé reconocer a mi propio sobrino?
Pendergast vaciló un momento.
—A ti no podría engañarte, tía. Es que pasábamos cerca, y se me ha ocurrido entrar.
—¡Qué amable! Sí, ya veo que has traído a mi hermano Ambergris.
Pendergast asintió con la cabeza, no sin una rápida mirada a D'Agosta.
—Me quedan unos minutos antes de empezar a prepararme para la fiesta. Ya sabes cómo está el servicio. Debería despedirles a todos, y hacerlo todo yo misma.
—Claro, claro.
D'Agosta esperó a que Pendergast terminara los cumplidos, que se le estaban haciendo eternos. Poco a poco el agente encarriló la conversación hacia su infancia en Nueva Orleans.
—No sé si te acuerdas de aquel… incidente con Marie LeBon, una de las criadas de abajo —preguntó finalmente—. Los niños la llamábamos «señorita Marie».
—¿La que parecía un palo de escoba? Nunca me cayó bien. Me poma la carne de gallina.
La tía Cornelia sufrió un delicioso escalofrío.
—¿A que la encontraron muerta?
—Siempre es de lamentar que los criados sean motivo de escándalo para una casa, y ninguna peor que Marie. Con la excepción de aquel horrible, horrible monsieur Bertin, claro está… La anciana sacudió con desagrado la cabeza, musitando algo. —¿Podrías contarme qué pasó con la señorita Marie? Es que yo era muy pequeño.
—Marie era de los pantanos; una mujer promiscua, como tanta gente de por ahí. Mezcla de acadiana francesa e india micmac, y ve a saber de qué más. Empezó a tontear con el mozo de cuadra, que era casado… ¿Te acuerdas, Diógenes, de aquel mozo de cuadra con tupé que se las daba de caballero? Y eso que era de lo más vulgar…
Miró a su alrededor. —¿Y mi copa? ¡Gastón!
Uno de los auxiliares le puso en los labios un vaso de papel. Cornelia aspiró delicadamente por la pajita. —Ya sabes que prefiero la ginebra —dijo.
—Sí, señora —dijo el auxiliar, sonriendo burlón a su colega.
—¿Qué pasó? —preguntó Pendergast.
—A la mujer del mozo de cuadra, que en gloria esté, no le gustó que Marie LeBon tuviera relaciones carnales con su marido, y se vengó. —Cornelia se rió con socarronería—. Lo arregló con un cuchillo de carnicero. Yo no la habría creído capaz. —La mujer celosa se llamaba señora Ducharme. —¡La señora Ducharme! Una mujerona con los brazos como jamones. ¡Ella sí que sabía manejar el cuchillo!
—¿Señor Pendergast? —dijo el médico—. No es el primer aviso que le hago sobre este tipo de entrevistas. Pendergast no le hizo caso. —¿Y no pasó algo raro con el… cadáver? —¿Raro? ¿En qué sentido? —Por los… aspectos vudú.
—¿Vudú? ¡Diógenes! No era vudú, era obeah. No es lo mismo. Pero qué te voy a decir yo…
Está claro que de eso sabes más que tu hermano, ¿eh? Aunque él tampoco es que se chupe el dedo,¿eh?
En aquel momento, la anciana se empezó a reír desagradablemente.
—Decíamos que el cadáver… —la incitó a seguir Pendergast.
—Sí, ahora que lo dices, sí que pasó algo raro. Tenía clavado en la lengua un
grisgris,
oanga.
—
¿Oanga}
Te veo muy versada en el obeah, tía Cornelia.
De pronto la expresión de la tía Cornelia se volvió recelosa.
—Una, que oye hablar a los criados. Por otro lado, que lo digas justamente tú… ¿Qué te crees, que ya no me acuerdo de tu… experimento, por llamarlo de alguna manera, ni de la desafortunada reacción que provocó en el
mobile vulgus…
?
—Cuéntame lo del
oanga
—la interrumpió Pendergast, mirando muy fugazmente a D'Agosta.
—Está bien. Decían que el
oanga
era un fetiche de esqueleto o cadáver mojado en un caldo a base de cenizas del martes de Carnaval, bilis de cerda, agua de una forja para endurecer el hierro, sangre de ratón virgen y carne de caimán.
—¿Y para qué servía?
—Para sacar el alma y convertir a alguien en esclavo. En zombi. ¡Pero bueno, Diógenes, si no lo sabes tú…!
—Ya, tía Cornelia, pero me gusta oírtelo contar.
—Se supone que después del entierro el cadáver resucita como esclavo de quien puso el
oanga.
¿Y sabes qué? Que seis meses después se murió un niño en la calle Iberville (lo encontraron asfixiado dentro de un saco), y dijeron que había sido el zombi de la señorita Marie, por haber deshecho el tendedero de la señora Ducharme. Luego abrieron la tumba de la señorita Marie, y no encontraron nada; al menos eso dicen. No hace falta que te diga que los Ducharme fueron despedidos. No se puede permitir que los criados dejen en mal lugar a una casa de gente refinada.
—Se ha acabado el tiempo, señor Pendergast. El médico se puso terminantemente en pie.
Los auxiliares se levantaron enseguida, para apostarse a ambos lados de la silla de ruedas. El médico les hizo una señal con la cabeza, y empezaron a girar a la paciente para llevársela por la puerta del fondo.
De pronto la tía Cornelia giró la cabeza, clavando en D'Agosta su mirada.
—Hoy has estado muy callado, Ambergris. ¿Se te ha comido la lengua el gato? La próxima vez me acordaré de prepararte uno de mis deliciosos sándwiches de berros. A tu familia siempre le han encantado.
Lo único que pudo hacer D'Agosta fue asentir. El médico abrió la puerta a la silla de ruedas.
—Me he alegrado mucho de volver a verte, Diógenes —dijo por encima del hombro la tía Cornelia—. Ya sabes que siempre has sido mi favorito. Me alegro de que hayas acabado arreglando aquello tan horrible del ojo.
Al cruzar la verja, con la luz de los faros del RollsRoyce clavada en las cortinas de niebla, D'Agosta ya no pudo aguantarse.
—Perdone, Pendergast, pero se lo tengo que preguntar. ¿No me dirá que se cree todo eso del
oanga
y los zombis?
—Querido Vincent, yo no me «creo» nada. No soy sacerdote. Yo no trabajo con creencias, sino con pruebas y probabilidades.
—Ya, ya lo sé, pero bueno.… ¿
La noche de los muertos vivientes
? Imposible.
—Un poco categórica, su afirmación.
—Pero…
—¿Pero qué?
—Yo tengo claro que aquí hay alguien que quiere despistarnos con estas chorradas del vudú, para que perdamos el tiempo.
—¿«Claro»? —repitió Pendergast, arqueando un poco la ceja derecha.
—Mire —dijo D'Agosta, exasperado—, yo lo único que quiero saber es si le parece remotamente posible que en todo esto haya un zombi de verdad. Nada más.
—Preferiría no decirle lo que pienso, pero en todo caso haría usted bien en recordar cierto verso de
Hamlet.
—¿Cuál?
«Horacio, hay más cosas en el cielo y la tierra…» ¿Hace falta que siga?
—No.
D'Agosta se arrellanó en el cómodo asiento de cuero, diciéndose que a veces era mejor dejar a Pendergast a solas con sus desconocidos pensamientos que intentar forzar las cosas.
L
a mañana siguiente, a las nueve, Nora recorrió deprisa el largo pasillo del quinto piso del museo, resuelta a no alzar la mirada al pasar junto a las puertas de sus colegas: otra vez el mismo suplicio, aunque al menos no se le echaban todos encima, como en los días anteriores.
Al llegar a su despacho, usó la llave y entró deprisa. Después de echar la cerradura, se giró y se encontró recortada en la ventana la silueta del agente especial Pendergast, que hojeaba tranquilamente una monografía. D'Agosta estaba sentado en un rincón, en un sillón demasiado mullido, con ojeras.
El agente levantó la vista.
—Disculpe nuestra intrusión en su despacho, pero no me. gusta que me vean merodear por las salas del museo. Teniendo en cuenta mis pasadas relaciones con la institución, a algunos podría ofenderles mi presencia.
Nora depositó la mochila en la mesa.
—Ya tengo los resultados.
Pendergast dejó lentamente la monografía.
—Parece muy cansada.
—Ya, ya.
Al volver de su excursión a Inwood, Nora había conseguido un par de horas de sueño irregular, que no le habían ahorrado tener que levantarse en plena noche para acabar la electroforesis en gel del ADN.
—¿Me permite?
Pendergast señaló otra silla, vacía. —Sí, por favor. Se puso cómodo.
—Explíqueme qué ha descubierto.
Nora sacó de la mochila una carpeta de acordeón y la dejó sobre la mesa.
—Antes de dárselo tengo que explicarles algo, algo importante.
Pendergast inclinó la cabeza.
—Anteayer por la noche, mientras hacía las primeras pruebas de PCR, apareció la cara de Fearing en la ventanilla del laboratorio. Le perseguí por el pasillo, y por uno de los almacenes.
Pendergast la miró fijamente. —¿Está completamente segura de que era Fearing? —Tengo pruebas.
—Fue una imprudencia seguirle —dijo el inspector con dureza—. ¿Qué pasó?
—Ya sé que fue una estupidez increíble. Reaccioné impulsivamente, sin pensar. Él lo que quería era hacerme salir del laboratorio de PCR. Tenía un cuchillo. Me tendió una emboscada en el depósito, y si no llega a pasar un vigilante… Nora no acabó la frase.
D'Agosta se había levantado del sillón, romo un muelle al soltarse.
—Hijo de puta… —dijo, ceñudo. —¿Y las pruebas? —preguntó Pendergast. Nora sonrió siniestramente.
—Le corté con un trozo de cristal, y analicé una muestra de sangre. Era Fearing. —Abrió la carpeta, sacó las imágenes de la electroforesis y las deslizó hacia el agente—. Mire. Pendergast las cogió y empezó a hojearlas. —En resumidas cuentas —dijo Nora—, las muestras que obtuvieron ustedes de… mi piso contenían sangre de dos personas: una, la de mi marido, y la otra la llamaré X. La muestra X coincidía perfectamente con el ADN mitocondrial de la madre de Fearing. Esa misma muestra X era idéntica a la de la persona que me persiguió por el depósito. Con lo cual se demuestra que X es Fearing.
Pendergast asintió despacio.
—Es lo que he venido diciendo desde el principio —intervino D'Agosta—. Aún está vivo, el muy hijo de puta. O se equivocó la hermana, o mintió al identificar el cadáver, que es lo más probable. No me extraña que desapareciese. Y el forense la cagó.
Pendergast examinó las imágenes sin decir nada. —Se las puede quedar —dijo Nora—. Tengo otra copia. Las muestras las tengo escondidas al fondo de la nevera del laboratorio de PCR, por si necesitan algo más. Mal etiquetadas, claro. Pendergast volvió a guardar las imágenes en la carpeta. —Nos ha ayudado muchísimo, Nora. Ahora debo reprocharme con la máxima severidad haberla puesto en peligro. No preví el ataque, y menos en el museo. No sabe cuánto lo siento. De ahora en adelante se desentenderá del caso. Ya nos encargaremos nosotros de todo. Mientras ande suelto el asesino, debe extremar las precauciones. Se acabó el salir tarde del museo. Nora miró los ojos plateados del agente. —Tengo más información. Pendergast enarcó una ceja, interrogante. —He repasado los últimos artículos de Bill, y estaba haciendo una serie sobre malos tratos a animales en Nueva York: peleas de gallos, de perros… y sacrificios. —¿De verdad?
—En Inwood hay una pequeña comunidad que se llama la Ville. Está en el corazón de Inwood Hill, aislada del resto de la ciudad. Parece que algunos vecinos de Indian Road se quejaron de oír torturar a animales en la Ville. Una organización pro derechos de los animales puso el grito en el cielo. Su portavoz, un tal Esteban, lo ha denunciado públicamente más de una vez. La policía hizo una investigación somera, pero no se ha demostrado nada. El caso es que Bill lo estaba investigando. Ya escribió un artículo, y estaba trabajando en más. Parece que su… última entrevista, vaya, fue con un vecino de Inwood, uno de los que se quejaron.